Para Robert Eggers (The VVitch, The Northman) su deseo por reinterpretar un clásico como Nosferatu: una sinfonía de horror (1922) está ligado a un amor que trascendió al tiempo, siendo esta una historia que lo impactó fuertemente en su infancia. Según él, tenía tan solo nueve años cuando vio la película por primera vez y su VHS, sin sonido, se desgastó tras tantos usos. Parecía un acto del destino que en el colegio secundario haya tenido la oportunidad de escribir, protagonizar y dirigir su propia versión del relato, una puesta teatral que intentaba capturar al clásico usando un maquillaje en blanco y negro y llevando a que el elenco hiciera una silenciosa pantomima de los diálogos.
Su necesidad por plasmar su propia visión de esta historia claramente no quedó satisfecha y, tras diez años de trabajar en el proyecto -y habiéndolo cancelado y retomado-, finalmente su Conde Orlok llegó a la pantalla grande. Esta obsesión por adaptar una obra ajena que impactó tan fuertemente al público es irónicamente no tan distinta a aquella que, hace ya cien años, llevó a que la Nosferatu original fuera creada.
Cualquier parecido es pura coincidencia
Todo contexto histórico influencia el arte y un evento tan trágico como fue la Primera Guerra Mundial marcó un gran impacto cultural. En temas de fe, generó un renovado interés en Europa tanto por la religión y el concepto de la vida después de la muerte, como también sobre las ciencias ocultas. Completamente cautivado por estas temáticas, Albin Grau (quien eventualmente sería productor, director de arte y del vestuario de Nosferatu) convenció al director F. W. Murnau de llevar a la pantalla un guion inspirado en la novela de Bram Stoker, Drácula (1897). Considerando que habían tomado las suficientes libertades artísticas, se decidieron a no pagar ningún derecho de autor sobre su adaptación.
El título fue tomando directamente de un término que Stoker usa en su libro, casi al pasar, y como sinónimo de su monstruo. Hoy día se considera que es un derivado de la palabra nesuferitul, un eufemismo rumano para denominar al diablo y por ende, a una versión más arcaica de los vampiros. A su vez, seguramente viene de la palabra griega nosophorus: “aquel que lleva la plaga”, marcándolo como un emisario de la muerte y relacionándolo así a las olas de enfermedades que se transmitieron por todo el antiguo continente.
Varios más fueron los cambios que hicieron respecto a la novela, llevando a que la acción se trasladara de Londres a Weisberg, un ficticio pueblo alemán. De la misma forma, el vampiro basado en Drácula ahora pasaba a ser conocido como el Conde Orlok (Max Schreck), mientras que Jonathan y Mina Harker se convirtieran en Thomas (Gustav von Wangenheim) y Ellen Hutter (Greta Schröder).
Pero la viuda de Stoker no pensaba que las similitudes fuera mínimas, remarcando que tanto los personajes como la estructura de la película estaban descaradamente robados de la novela de su esposo. Tras llevar a juicio a Prana Films, Nosferatu se convirtió así en el primer y último éxito de la productora, ya que supuestamente los llevó a la quiebra… si bien los rumores decían que esto fue simplemente una excusa para no pagar regalías al finalizar el juicio.
Al darse cuenta de que no habría ningún resarcimiento económico, en 1925 la viuda de Stoker pidió que todas las copias de la película fueran destruidas. Pero varias fueron salvadas, llevando así a que con el pasar de los años Nosferatu se convierta no solo en una película de culto y uno de los mayores exponentes del expresionismo alemán, sino en una película que inspiraría la forma en la que hoy día entendemos el mito del vampiro, así como al arte mismo de hacer cine.
Recuperando el legado
A pesar de que ya habían pasado casi seis décadas desde su estreno, Werner Herzog (Fitzcarraldo) decidió a hacer su propia versión de la película de Murnau. Herzog era para entonces uno de los mayores exponentes del Nuevo Cine Alemán, un movimiento creado por jóvenes cineastas y atado tanto a la crítica social como a reconciliarse con las heridas del pasado, particularmente de aquellas ataduras con el partido Nazi que Alemania aún cargaba con culpa. Para Herzog no había mejor forma de realizar una búsqueda en la identidad del país, que homenajeando a la que consideraba la película más innovadora e importante de su cultura, reinterpretándola para una nueva generación.
Si bien son muchos los homenajes que le hace a la original, Nosferatu: vampiro de la noche (1979) recreó varias tomas, pero al mismo tiempo buscó hacerlo en locaciones naturales, vaticinando que en un futuro el cineasta encontraría poética en su cine documental. Irónicamente, la Fundación Murnau intentó cobrarle derechos por llevar a cabo la adaptación, por lo que Herzog aprovechó que para ese entonces Drácula ya era de dominio público y llamó a los personajes con los nombres del texto original, indirectamente reconciliando ambas obras. Su vampiro, interpretado por su actor fetiche Klaus Kinski (Aguirre, la ira de Dios), mantiene la apariencia aterradora de Orlok, pero se muestra como a una criatura más humana y abiertamente atormentada por su soledad.
Uno de los cambios más grandes de su versión es la importancia de su protagonista. En ella, la esposa de Jonathan (Bruno Ganz) no es Mina, sino Lucy Harker (Isabelle Adjani). Lucy, quien en la novela era un personaje muy sexualizado y fuera de los códigos de la recatada e ideal mujer victoriana (hecho aún más explotado en adaptaciones como la de Francis Ford Coppola), gana muchísimo más protagonismo en esta versión, con su heroísmo transmutando hacia uno más activo y cercano al de los clásicos personajes masculinos. Al fin y al cabo, siempre fue ella quien cargó con la llave para detener al monstruo.
Herzog enfatiza las consecuencias de la llegada del vampiro a través de la plaga, mostrando a un pueblo completamente sumido en el caos y remarcando la fragilidad del orden social cuando el humano pierde su sentido moral. Es una mirada hacia atrás, pero también una advertencia al futuro. Esto se enfatiza en el pesimista giro que agrega al final, en donde no importa el sacrificio de la protagonista: si las generaciones venideras pierden la memoria, entonces son capaces de revivir a los males del pasado.
Curiosamente y casi como nota al pie, Kinski repitió su rol protagónico en Nosferatu en Venecia (1988), una pseudo-secuela que nada tiene que ver con la obra de Herzog y fue coprotagonizada por Christopher Plummer. Su tono tan dispar es sin duda producto de las complicaciones que surgieron durante su producción. Esta caótica película llegó a tener cinco directores diferentes, incluido el mismo Kinski.
Un sangriento detrás de escena
Es evidente que Nicolas Cage tiene un gran cariño por el mito del vampiro, o que por lo menos este tuvo gran impacto en su carrera. Si bien ya lo vimos interpretar a una versión moderna de la criatura en Vampire’s Kiss (1988) o al mismo Drácula junto a Nicholas Hoult en Renfield (2023), no es sorpresa que el actor haya hincado en diente a la posibilidad de volver a traer a la pantalla al Conde Orlok. Es así como su productora, Saturn Films, se puso al hombro a Shadow of the Vampire (2000), una ficcionalización de lo que pasó detrás de cámara de la Nosferatu original.
En ella, seguimos a un Murnau (John Malkovitch) maníaco, completamente empecinado con crear la película de vampiros perfecta. Es así como en sus viajes a los Cárpatos encuentra a su estrella, Max Shreck (Willem Dafoe), un hombre misterioso y de caprichos extraños, ya que siempre se lo ve en maquillaje y solo está dispuesto a filmar durante las noches.
Basado en el rumor de que Shreck era un vampiro en la vida real, la película de E. Elias Merhige (Begotten) es una comedia negra que homenajea a la obra original, a la vez que la reimagina como un pacto fáustico. Desde su director narcisista con su letal perfeccionismo a lo que podríamos traducir como los actores de método y sus dudosos limites morales, la película es una excelente sátira al caótico detrás de escena del arte cinematográfico. Si bien Cage iba a interpretar al protagonista, fue Dafoe quien se llevó el papel, convirtiéndose así en el primer actor en ser honrado con una nominación a los premios Oscar por interpretar a un vampiro.
Volver en el tiempo
El mito del vampiro sin duda cambió gracias a la mirada hollywoodense. Antes, aquel ser que representaba a una monstruosa “otredad” hoy día se convirtió en una criatura más glamorosa, capaz de seducirnos o incluso, ser concebido como un ser ideal o al que el humano aspira a ser. Inmortal, culto, bello y poderoso tanto física como económicamente, se aleja completamente de las raíces folclóricas de la criatura, algo que Robert Eggers busca recuperar en su reinterpretación del mito.
Una de sus vehículos para retroceder en el tiempo es a través de su impronta visual. Si bien no termina de atarse a la abstracción de los espacios que construye el expresionismo alemán, sí consigue generar algunas de las emociones que implican con su fantasía. Los contrastes que usa son tan extremos que por momentos dudamos de si estamos viendo una cinta filmada a color o en blanco y negro. Para lograr esto, se utilizó un equipo que eliminó los tonos rojos y amarillos de la imagen. Eggers consiguió así que la película se vea de la misma forma en que el ojo humano percibe al mundo cuando esta bañado por la luz de la luna. A través de la mirada, entramos en el reino del vampiro.
Pero si de los aspectos estéticos vamos a hablar, uno de sus mayores aciertos es el rediseño del mismo Orlok (Bill Skarsgård). Sabiendo que la audiencia ya conocía el icónico aspecto del vampiro y que repetirlo no tendría ningún impacto, Eggers decidió ser fiel a las antiguas descripciones de la criatura que lo definían como muerto viviente. Este Orlok, vestido como un antiguo aristócrata rumano, es la podredumbre en vida. Lo vemos descompuesto y demacrado, con partes de piel y carne que faltan de su cuerpo. Su velocidad no es humana y se perciben sus movimientos por el rabillo del ojo. Sus pisadas, así como su voz, son imponentes, dignas de un poderoso ser ancestral.
El detalle más llamativo y divisivo de su apariencia es sin duda su prominente bigote. Este encaja con la silueta creada por las pieles de su ropaje, dándole un aire salvaje y hasta zoomorfo. Pero a su vez, no solo lo ata al realismo histórico, sino que refuerza el vínculo con el libro de Bram Stoker. Muchos seguro habrán recordado a Vlad III de Valaquia, también conocido como Vlad el empalador, la inspiración del vampiro más famoso de la ficción. Pero no solo eso: revisitando el libro, el mismo Jonathan Harker describe a Drácula como un ser con una “boca fina y de apariencia cruel bajo un tupido bigote”.
El vampiro de Stoker acarreaba una fuerte carga sexual inspirada por el exotismo de las tierras del oriente, metáforas que para la sociedad victoriana se relacionaban con deseos prohibidos y, por lo tanto, solo permitidos a aquello proveniente de la oscuridad. Eggers recupera el subtexto homoerótico de la novela, haciendo uso de la forma en la que algunas leyendas describían cómo se alimentaban los “no muertos”. Es así como Orlok hinca sus colmillos en el pecho de sus víctimas, cerca del corazón y mostrándolo en una postura más sexual. Un gran ejemplo de esto es cuando los vemos postrado desnudo sobre el cuerpo de Thomas (Nicholas Hoult).
La expresión sexual como liberación y castigo
Insomnio, infelicidad, convulsiones y emocionalidad extrema. Esos son solo algunos de los síntomas que, para la sociedad victoriana, catalogaban a Ellen Hutter (Lily Rose-Depp) como una mujer que padecía de histeria. Sedada e ignorada por aquellos con los que intenta compartir lo que realmente la atormenta, ninguno de los personajes que la rodea la escucha.
Su marido Thomas (Nicholas Hoult), en lugar de quedarse a su lado como ella misma le pide expresamente, parte en búsqueda de un futuro mejor que Ellen jamás le exige. Ni los médicos ni amigos de familia, ni siquiera el alquimista Albin Eberhart Von Franz (Willem Dafoe) la oyen, dedicándole una percepción totalmente benevolente y no logrando ver cómo la chica lucha internamente con la oscuridad en su corazón.
Tal como en las anteriores iteraciones del personaje, Ellen es sonámbula. Un trastorno que en la antigüedad era considerado como un estado de conexión con el mundo espiritual. A través de las primeras escenas de la película, sabemos que en su infancia ella hizo un llamado en el plano astral, buscando una conexión afectiva que solo es oída por Orlok. Como si del Fantasma de la Ópera se tratase, el vampiro tiene un claro control sobre ella, uno que le genera tanto rechazo y terror como una atracción jamás explorada explícitamente en las otras versiones de Nosferatu.
Ellen representa a una mujer fuera de época, que antiguamente podría haber sido una sacerdotisa o que busca actuar sobre el deseo como, en general, se le permite a la mujer moderna occidental. Aterrorizada por su propia represión, solo encuentra una intimidad sin prejuicios con el manipulador Orlok, el único que la visita cuando está libre de su apretado corsé o cuando su cabello no está apresado en sus trenzas.
Desesperada por encontrar la misma conexión con el hombre al que ama románticamente, la vemos romper sus vestiduras e insultar la masculinidad de su marido. Eggers da un giro a su padecimiento al moldearlo con los estereotipos de las películas de exorcismos. Ahí donde los poseídos blasfeman a su Dios, Ellen lo hace contra la sacralidad misma de su propio matrimonio, logrando por un momento que el mismo Thomas rompa sus propias ataduras sociales.
Así como las heroínas de la literatura gótica aceptan su propia “otredad”, ese lado incapaz de encajar en sociedad, Ellen abraza el beso de la muerte de Orlok, sacrificándose para destruirlo a la vez que apacigua su propia hambre. Él se alimenta de ella hasta saciarse, no prestando atención al paso del tiempo y es recibido por el canto del gallo antes de encontrar refugio en la tierra maldita de su sarcófago. Eggers se aleja de los espectáculos de combustión espontánea que Hollywood creó sin sustento folclórico, basándose en cómo el mismo Murnau daba fin a su antagonista. Por el contrario, este Orlok es presa de una muerte más simbólica. La sacralidad de la mañana permite el resurgir de la luz, portadora de vida y enemiga de todo lo que el vampiro representa.
Eggers recupera el arquetipo de la unión de la doncella y la muerte, uno que inspiró al arte y la literatura por siglos. Así como el mito en donde Hades rapta a Perséfone fue y sigue siendo interpretado como una violación, tanto como un relato romántico, este nuevo Nosferatu (2024) innova al explorar el punto de vista femenino desde ambas perspectivas. Orlok personifica un deseo sexual que la consume por dentro y la aterra, mientras que en la vigilia la vergüenza y la culpa la canibalizan, condenándola a sufrir en silencio.
A diferencia de cómo algunos subgéneros del terror castigan a las mujeres por abrazar su sexualidad, Eggers vuelve a contarnos una historia en donde su protagonista conquista sus deseos más oscuros. No es una advertencia hacia las mujeres sino hacia un entorno abandónico. Un reflejo del pasado que con su sombra todavía toca el ahora, en donde las estructuras sociales y de poder aún intentan callarlas.
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