Weapons (o La hora de la desaparición, como se la ha renombrado en estas pampas) ya está en salas argentinas. La segunda película de terror de Zach Cregger -cuyo guion desató una guerra de productoras y la ira de Jordan Peele cuando su oferta fue rechazada en pos de New Line Cinema– despliega un relato ambicioso en términos de escala, temática y narrativa. Si cumple las expectativas suscitadas, lo dirá la crítica publicada en este sitio.
Lo que ocupa estas líneas son unas recomendaciones que -a criterio personal- acompañan apropiadamente ese vacío que nos embarga cada vez que salimos del cine luego de una experiencia particularmente inmersiva.
El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960)

En su ensayo “Lo siniestro”, Sigmund Freud ubica como una de las fuentes primordiales de esta sensación a lo que denomina como “repetición inquietante”: fechas, números, coincidencias que alimentan la sensación de una conexión esotérica, incomprensible para la razón.
En Weapons (2025), los niños de una misma clase de primaria desaparecen una noche a la misma hora exacta: las 2:17 AM. Si pensamos en repeticiones inquietantes y niños, un clásico del terror y la ciencia ficción acude rápidamente a la cabeza: Village of the Damned, más conocida por la remake que John Carpenter filmó en 1995.
El punto de partida de Village of The Damned es tan simple como inquietante: un día como cualquier otro, todos los habitantes de una pequeña localidad (de Inglaterra en la original, Estados Unidos en la de Carpenter) pierden el conocimiento al mismo tiempo. Cuando se despiertan, todas las mujeres capaces de concebir están embarazadas. A paso acelerado, las mujeres darán a luz a unos niños de pelo platinado, ojos extraños y poderes sobrenaturales que funcionan a través de una mente colmena.
La primera Village of The Damned es un producto de su tiempo: Guerra Fría, control mental, la Unión Soviética siempre un paso por delante que el mundo angloparlante. Con un trasfondo político menos marcado, pero mayor énfasis en el subtexto sobre la maternidad y el aborto, la versión de Carpenter es una de las películas más austeras del director. Y al mismo tiempo una de las más violentas: la imagen de un hombre que se desploma sobre una parrilla encendida al momento del desvanecimiento general es una de esas imágenes indelebles que hacen único al maestro del horror.
¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976)

El segundo (y último) largometraje de Narciso “Chicho” Ibáñez Serrador – hijo de nuestro amado Narciso Ibáñez Menta– es una obra maestra de la tensión y la austeridad. Una pareja inglesa visita España: ella está embarazada, situación que genera desacuerdo en la pareja. Juntos realizan una excursión a la isla de Almanzora, aislada del resto del continente. Algo les llama la atención: los adultos brillan por su ausencia. Los niños andan solos y, pronto descubrirán, no abrigan buenas intenciones hacia los visitantes adultos.
Mucho más atrevido que sus colegas norteamericanos, Ibáñez Serrador subvierte la ternura e indulgencia que se le asigna a la infancia y postula que la crueldad de estos niños es, en realidad, una respuesta lógica a la violencia que el mundo adulto les depara: guerra, hambruna, desidia y abandono. Eso es lo que más asusta: merecemos represalias.
The Witches (Nicolas Roeg, 1990)

Sin spoilear más de lo que esta recomendación implica, diré que Weapons realiza un homenaje explícito a este clásico, que aterrorizó a todo niño de los 90’ que se precie de serlo con sus efectos prácticos y esas brujas calvas, grotescas y repugnantes.
Nicolas Roeg (director inglés con una trayectoria tan extensa como ecléctica) adapta una novela de Roald Dahl sin escatimar nada de su malicia, creando un ambiente de fábula en el cual el último tramo de Weapons ahonda con fuerza. En el universo de Dahl, el encuentro con lo fantástico siempre deja marca; hay consecuencias terribles e injustas. El opuesto es Disney: la ilusión de una inocencia siempre recuperable.
En 2020, The Witches recibió (mejor dicho, padeció) otra adaptación a manos de Robert Zemeckis producida por Guillermo Del Toro. De alguna manera, ninguno de estos dos nombres pudo hacerle justicia; el resultado fue un lamentable cúmulo de CGI que hacía mal todo lo que Roeg había hecho bien. Mejor perderla que encontrarla.
Spoorloos (George Sluizer, 1988)

Weapons marida dos géneros que tienden a confundirse: el terror y el thriller. El punto de partida (niños que desaparecen a la misma hora sin explicación) es inequívocamente fantástico; la estructura es la de un relato de investigación, con fuerte énfasis en las consecuencias psicológicas que la desaparición genera en la comunidad.
Spoorloos, película neerlandesa que más tarde recibiría una remake norteamericana (una constante en estas recomendaciones) a manos del mismo director, es una de las películas más terroríficas que haya visto en mi vida; a la vez, no tiene ninguno de los rasgos distintivos del género.
El punto de partida es aterradoramente cotidiano. Una pareja holandesa se va de vacaciones a Francia; durante un momento de descuido de él, ella es secuestrada por un desconocido. Tres años de infructuosas búsquedas policiales después, él sigue paralizado, incrustado en el hecho. Eventualmente decide tomar cartas en el asunto y resolver el misterio… o profundizarlo.
Tanto Spoorloos como Weapons exploran el punto de vista del hombre de a pie que, ante la pasividad de las fuerzas del orden, decide buscar la verdad. En el medio están el riesgo, la transgresión de los límites propios y ajenos, la pérdida de nuestra propia humanidad en pos de resolver aquello que parece insoluble.
Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002)

De manera tangencial –excepto por una secuencia onírica que pretende ser desconcertante, pero redunda en una de sus pocas torpezas- Weapons aborda la problemática de las armas y la relación con la violencia en la sociedad norteamericana. La idea de que la brujería puede convertir a los mortales en autómatas desprovistos de cualquier empatía o voluntad, sumada al escenario escolar, remite inevitablemente a las tragedias estudiantiles que suelen ser noticia en el país del norte.
Uno de estos tiroteos, quizás el más famoso, movilizó a Michael Moore a realizar un documental que se convirtió en el epítome de su variante performativa: Bowling for Columbine. Moore profundiza en el trasfondo de la masacre de Columbine y examina los discursos políticos que atraviesan a la cultura norteamericana, en la cual el acceso a las armas y la violencia como respuesta por defecto son parte de la cotidianeidad.
Un país que demoniza chivos expiatorios -hay una entrevista reveladora a Marilyn Manson, que no es menos buena por haber envejecido muy mal- a la vez que enarbola la bandera de la libertad como pantalla para la autocrítica (¿les suena?).
Aterrados (Demián Rugna, 2017)

“A la maldad le gustan los niños, y a los niños les gusta la maldad”.
La frase corresponde a otra película de Demián Rugna, la muy reconocida Cuando acecha la maldad (2023). Perfectamente podría ser el tagline de Weapons, pero su estrategia narrativa la emparenta más con Aterrados, la película de Rugna que pavimentó el camino para su salto al plano internacional.
En Aterrados tenemos también un misterio que se despliega a través de un punto de vista multifocal. La información se devela a pedazos, hasta que algún hecho terrible trunca un punto de vista y nos obliga a saltar a otro.
Cuando empezaron los comentarios alrededor del giuon de Weapons, se hablaba de una película coral al estilo de Magnolia. En retrospectiva, no podrían tener menos que ver. Primero, porque la estrategia del punto de vista no es nueva en el género (a pesar de ser muy efectiva); segundo, porque en Magnolia el hilo es temático, mientras que Weapons es un misterio puro y duro. Miren Magnolia si quieren, pero el terror ya tiene suficientes acrobacias narrativas para quien quiera encontrarlas.
Blue Velvet (David Lynch, 1986)

Pueblo chico, infierno grande, Estados Unidos. ¿Twin Peaks? Casi. El escenario de Weapons no es novedoso, pero no por ello deja de ser uno de los más efectivos. Si bien el paralelo entre Fire Walk with Me (con magia negra y todo) es el más inmediato, me decidí por Blue Velvet.
Acaso porque la semilla de Twin Peaks (1990-1991) ya estaba plantada ahí, acaso por su estructura de policial siempre al borde del fantástico, acaso por la incertidumbre que despierta su final: la ilusión de una ingenuidad recobrada tras pasar por una oscuridad demasiado siniestra como para hacer de cuenta que no existe.
Casi toda la obra de Lynch se concentra en ese antagonismo entre la imagen exterior del Estados Unidos -particularmente el de posguerra, que lo vio crecer- y las fuerzas oscuras que guarda en su interior. Más esotérico que Moore, más siniestro que Dahl, en el mundo de Lynch hay algo peor que la muerte: el autoengaño.
IT (Tommy Lee Wallace, 1990)

Pueblo chico, infierno grande, Estados Unidos. Si no es Twin Peaks, es un relato de Stephen King. El rey del terror es un referente ineludible para cualquiera que quiera abordar el género con un mínimo de dignidad y, si sumamos la infancia al combo, es imposible no pensar en IT.
Zach Cregger lo sabe y no intenta disimularlo. La principal villana -de la cual no diré mucho- se aparece con la misma calma tétrica con la que Pennywise pasea por Derry. Más que a la encarnación de Bill Skarsgård en la versión de nuestro Andy Muschietti (abiertamente monstruosa), la caracterización remite a Tim Curry: colorida, camp, tensando el límite entre el ridículo y el pánico.
The Innocents (Jack Clayton, 1961)

Un verdadero dream team se reúne para esta adaptación de Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James: Jack Clayton dirige a Deborah Kerr en un guion coescrito por Truman Capote y fotografiado por Freddie Francis. La adaptación profundiza el aspecto psicológico de la novela gótica original y le aporta un subtexto mucho más perturbador.
Tal como la figura de la maestra que encarna Julia Garner en Weapons, la institutriz de Kerr se pone en riesgo para descubrir el misterio que rodea a unos niños embrujados y, tal vez, salvar sus almas.
Si muero antes de despertar (Carlos Hugo Christensen, 1952)

Un clásico del cine argentino, recientemente restaurado gracias a la Film Noir Foundation (algo que, hasta que no tengamos una cinemateca nacional que ponga en valor nuestro patrimonio audiovisual, seguirá siendo constante).
En poco más de una hora, Christensen adapta un relato de William Irish sobre un niño que descubre la identidad del hombre que está secuestrando a sus compañeros. Tan siniestra como el disparador sugiere y tan sutil como puede serlo un verdadero maestro, el relato linda también con la estructura de la fábula, con una economía de recursos que la vuelve contundente e inolvidable.
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