Cuando tenía 13 años vi El Joven Manos de Tijera, de Tim Burton, y me enamoré para siempre. Esa criatura diferente e incomprendida, sensible e incapaz de lastimar voluntariamente a nadie, me conmovió en lo más profundo de mi ser. Su vulnerabilidad y su inocencia, envueltas en la tragedia de su condición, lo convertían para mí en un personaje cautivador.
De apariencia monstruosa según la norma, incompleto según su creador, sus ojos transmitían una bondad y una paz que contrastaban con la corrupción del mundo. A pesar de ser tratado como atracción de circo o amenaza latente, resistía estoicamente los embates de la sociedad, reaccionando solo cuando un ser querido estaba en peligro.
Esa misma esencia es la del famoso personaje creado por Mary Shelley: el monstruo de Frankenstein. Al menos, en la sentida interpretación que hace Guillermo del Toro, otro gran enamorado de los monstruos y sus causas perdidas. El cineasta prácticamente basó su carrera en la noción de que lo monstruoso no está ligado a la apariencia, sino que reside en los rincones más oscuros del alma.

En su cine, las fronteras entre lo humano y lo monstruoso se disuelven y se invierten constantemente. Desde la oscura fantasía de El laberinto del fauno (2006) hasta la conmovedora fábula animada de Pinocho (2022). Pasando por la encantadora La forma del agua (2017) y el sombrío cinismo de Nightmare Alley (2021), el cineasta mexicano explora el tema recurrente de qué nos hace humanos. En especial, frente a la violencia inherente al mundo, la intolerancia hacia la otredad y la concepción del mal como síntoma capital de la deformidad.
Entre el horror y la moral
Para Del Toro, los clásicos «monstruos» son a menudo los portadores de la verdadera compasión y virtud. Mientras que los humanos revelan las más oscuras facetas de la crueldad y la indolencia ante el sufrimiento ajeno. Esta inversión de roles -que representa el orden natural de su universo- nos obliga a confrontar nuestras propias concepciones del bien y el mal.

A través de sus obras, Del Toro nos invita a mirarnos en un espejo que nos devuelve la imagen de una sociedad intolerante, prejuiciosa y que vuelve a caer una y otra vez en los mismos errores, aunque las fábulas del pasado nos hayan advertido sobre esa ominosa posibilidad. Sus cuentos de hadas modernos beben de la tradición literaria más oscura y fatídica, con la esperanza de que su público recuerde de dónde viene y hacia dónde va.
Quizás no haya cineasta más comprometido en su intención narrativa que Guillermo del Toro, y por eso mismo cultivó una obsesión de años por dar vida a su visión de Frankenstein. Esta es la culminación de ese sueño cinematográfico. Para un narrador como Del Toro, el origen del monstruo definitivo es el lienzo perfecto para explorar las profundidades del alma, la moral y la monstruosidad con su inimitable estilo. Por supuesto, tan altas expectativas solo podían aspirar a cumplirse si el director disponía de todos los recursos para llevar a cabo su visión. Es ahí donde entra Netflix.

Un pacto faústico
La fructífera sociedad entre la plataforma de streaming y la mente creativa del cineasta funciona -irónicamente- como un reflejo de la relación entre Victor Frankenstein (Oscar Isaac) y el mecenas que hace posible la materialización de sus ambiciones más extremas, Herr Harlander (Christoph Waltz).
Hay quizás en esta dinámica entre ambos personajes una crítica velada del director a la industria, un meta-comentario sobre la misma maquinaria de producción y distribución que hace posible la hazaña de esta película.
Un sistema que relega las obras de grandes cineastas a la pantalla chica, con apenas unas pocas chances de exhibirse en salas de cine seleccionadas, en pos de calificar para festivales y premios. Un formato que reduce la fuerza y grandiosidad de una película concebida para la pantalla grande, en lugar de una obra confinada a los rincones de nuestro living.

A pesar de algunos tropiezos técnicos, como la desaturación excesiva y los efectos digitales que dejan bastante que desear, la película se erige como una extraordinaria pieza de arte. Es el testimonio de un visionario que domina por completo su narrativa. Del Toro opera cambios estructurales con respecto a la novela original, que -lejos de restarle potencia- añaden nuevas capas de sentido a una obra ya de por sí moderna y tan vigente en sus temas como el día en el que fue escrita, dos siglos atrás.
La mente excepcional de Shelley creó una historia atemporal, y Del Toro, con su reinterpretación, demuestra que su sensibilidad es la que más resuena con la autora que fue llevada tantas veces a la pantalla. Su Frankenstein es, en esencia, un diálogo entre dos genios a través del tiempo, ofreciendo una perspectiva aguda y relevante sobre una de las obras más influyentes de la literatura gótica.

En los hombros de gigantes
Esta nueva aproximación es resultado de la visión de un artista que entiende que su trabajo se construye sobre los cimientos de lo ya existente. Y que al mismo tiempo que asume la tarea de sumarse a esa tradición, tendiendo un puente hacia las nuevas generaciones. Por eso también dialoga con las adaptaciones cinematográficas de sus predecesores, que hicieron tan popular al personaje de Mary Shelley en el último siglo.
Esa conexión con sus influencias se manifiesta en cuidados detalles de la película. Desde la fisonomía facial del monstruo (Jacob Elordi) diseñada con maquillaje protésico a imagen y semejanza de Boris Karloff en Frankenstein (1931) hasta las mangas del vestido de novia de Elizabeth (Mia Goth), reminiscentes a los vendajes de Bride of Frankenstein (1935). Pasando por la versión de Kenneth Branagh y diálogos que homenajean a la película de 1994 protagonizada por Robert De Niro.

Todas estas voces no son meros ecos del pasado ni citas vacías en la nueva película de Guillermo Del Toro, sino elementos vivos de la memoria colectiva que resuenan en su corazón y, por extensión, en el nuestro. Por eso es muy difícil que esta gran apuesta decepcione a quienes la estaban esperando.
La reverencia que siente y demuestra el director mexicano hacia la historia del cine de terror y la cultura pop lo conecta directamente con la audiencia. Porque además de un narrador extraordinario y un cineasta virtuoso, es uno de nosotros. Es un nerd apasionado que ama la cultura con la que creció y ahora, a través de su arte, forma parte de ella.

Manos a la obra
La adaptación de Guillermo del Toro es singular y quizás para muchos -incluida quien escribe- sea la versión cinematográfica definitiva. Con su inconfundible estilo, el director logra captar como nadie la esencia más profunda de la criatura de Frankenstein, que desborda la pantalla. Esa involuntaria “abominación” que toma conciencia de sí misma y sufre horrores por la contradicción que implica su mera existencia.
Este exceso de genialidad, sin embargo, es la causa de un desequilibrio notable en la matriz narrativa, afectando el ritmo de la historia. La exploración de Victor Frankenstein se siente innecesariamente extensa y no llega a alcanzar la fascinación que despierta la del monstruo. Lo cual se hace evidente en el segundo tramo de película.

En la filmografía de Guillermo del Toro, lo monstruoso -como lo concebimos tradicionalmente- es sinónimo de lo bello. Sus criaturas son puras y hermosas por dentro, una belleza que se refleja en su inocencia ante el mundo y gran profundidad emocional. Quizás por eso elige a uno de los galanes actuales más renombrados y prometedores para encarnar a su criatura.
Esta elección estratégica no solo busca el contraste estético, sino que revela una vez más lo que está velado bajo la superficie: la potencia de un joven intérprete capaz de conjurar el sufrimiento y la ternura en un mismo acto. Una dualidad para navegar entre lo siniestro y lo encantador que Elordi ya ha demostrado con éxito en trabajos anteriores como Euphoria (2019-), Priscilla (2023) y Saltburn (2023).
La entrega de Jacob Elordi a su personaje es total, desnudando su alma en cada escena. Y dotando a la criatura de una complejidad emocional e intelectual ausente en sus adaptaciones previas.

De monstruos y de hombres
Frankenstein (2025) representa el punto más alto en la carrera de Jacob Elordi hasta el momento. Y consolida su estatus como un actor con un rango excepcional, capaz de transmitir la compleja psique de un ser tan atormentado como profundamente humano. La criatura de Del Toro, a través de Elordi, se convierte en un espejo de nuestra propia humanidad, reflejando el dolor de no pertenecer. Y la búsqueda desesperada de aceptación en un mundo que rechaza lo que no se ajusta a la norma.
Por otro lado, Oscar Isaac compone a un científico desbordado en su obsesión y deseo de satisfacer sus caprichos de niño privilegiado y genio incomprendido. Un alma atormentada que busca en su desorientada potencia creativa una redención inalcanzable por las vidas que no pudo salvar.

Su Victor Frankenstein, un personaje ambiguo y exaltado al mejor estilo de la tradición gótica, anhela un control absoluto sobre la vida y la muerte. Una obsesión que, como no podía ser de otra manera, termina consumiéndolo por completo. La película lo presenta bajo una lupa psicoanalítica, una exploración profunda de su psiquis (evidenciada por el doble papel edípico de Mia Goth).
A pesar de esta inmersión en sus orígenes y motivaciones, el padre de la criatura no logra conmover de manera significativa. Al menos no mucho más que las versiones anteriores del personaje, ya que sigue siendo difícil empatizar con él. Sin embargo, la interpretación de Oscar Isaac le aporta una complejidad y matices que sin dudas lo distancian de sus predecesores. Su Victor es mucho más un artista torturado que un científico loco, y ahí reside su diferencial (y su encanto).

La mirada femenina
El personaje de Elizabeth, en cambio, está dotado de una complejidad muy superior a sus contrapartes en adaptaciones previas. A pesar de que la interpretación de Mia Goth no acompaña ni está al nivel de sus compañeros de elenco, la pluma del autor la eleva.
La única figura femenina prominente en esta película trasciende el rol de simple interés romántico o damisela en apuros. Elizabeth se revela como una mujer curiosa, con un intelecto agudo y un genuino interés científico, que admira la vida en su estado más puro.
En este sentido, su personaje funciona como el contrapunto ideológico y conceptual de Victor. A través de su relación, se explora de manera sutil pero poderosa la capacidad de creación y compasión desde una perspectiva masculina y femenina. Una alegoría que Mary Shelley plasmó de forma brillante en su obra. Elizabeth no duda en cuestionar la ideología subyacente del científico, exponiendo con una claridad abrumadora sus propias ideas políticas y éticas.

Sin dudas, esta caracterización representa otro acertado homenaje a su autora, quien fue hija de una de las figuras más influyentes y precursoras del feminismo moderno, Mary Wollstonecraft. A través de esta reinterpretación inédita de Elizabeth, la película rescata y amplifica la voz femenina. Y ofrece una perspectiva diferente sobre los dilemas morales y las implicaciones éticas de la creación científica.
Una espectacular puesta en escena
La película da inicio con un impresionante plano general que sitúa la acción en el Ártico, en los confines de la Tierra. La toma establece de inmediato una atmósfera ominosa y paradójicamente opresiva, que convierte la enorme llanura helada en una trampa mortal.
Esta tensión se mantiene a lo largo de todo el film, donde la grandiosidad de la escala amplifica el miedo a lo desconocido. Guillermo del Toro demuestra -una vez más- una maestría quirúrgica en el manejo de los espacios. Su cámara encuadra y recorta con precisión para maximizar el impacto visual y emocional de cada escena.

El diseño de producción, desde los majestuosos escenarios hasta el intrincado vestuario, evoca una sensación de opulencia encorsetada, que desafía las leyes naturales y amenaza con colapsar bajo su propio peso. Es una estética que comunica la fragilidad de lo que construye el hombre frente a la abrumadora fuerza de la naturaleza.
Esa atmósfera opresiva podría resultar abrumadora, si no fuera porque el director le permite a su historia respirar de vez en cuando. Cualquier atisbo de felicidad, realización personal o ternura se manifiestan visualmente con colores brillantes o luz del sol, que asoman solo en medio de estos pequeños oasis emocionales.
Estos destellos de esperanza aportan bocanadas de aire fresco que alcanzan para seguir aferrados a la posibilidad de redención de sus personajes. Sin embargo, desaparecen cual espejismo ante el insistente y brutal regreso de la crueldad y la violencia, sumergiendo a los protagonistas nuevamente en la oscuridad.

El horror explícito
A diferencia de sus obras anteriores, donde la violencia podía ser estilizada o implicada, en esta película Del Toro se detiene en el detalle grotesco, en el impacto visual de los músculos desollados y la piel cosida, así como en los sonidos viscerales de la carne chamuscada y el hueso serruchado.
Cada golpe, cada corte y cada “avance científico” es presentado con una crudeza impactante, transformando la violencia en un espectáculo repugnante que nos obliga a enfrentar el horror en su forma más descarnada o a mirar para otro lado, incapaces de soportarlo.
De manera similar, convierte la soberbia de su protagonista en un acto patético y autodestructivo, que resulta incómodo ver de frente. Su búsqueda indolente en nombre de la ciencia lo arrastra a un abismo moral, transformándolo en una figura trágica y repulsiva. Un creador que engendra un sufrimiento inconmensurable, condenando a su creación y a sí mismo a un destino de angustia y desolación.

La Frankenstein de Guillermo del Toro es todo lo que cabría esperar de una mente como la suya. Una fábula terrorífica que profundiza en las complejidades de la ambición desmedida y el miedo existencial ante la ausencia de propósito. Un romance gótico destinado a la tragedia, donde el amor y la pérdida se entrelazan de forma inseparable en un fresco de claroscuros.
Es también un estudio piadoso sobre personajes imperfectos y contradictorios, retratados con la característica sensibilidad del realizador. Una historia conmovedora narrada a través de una puesta en escena de escala épica. Con mansiones siniestras que susurran presagios, una atmósfera gótica que conjura pesadillas y escenas tan hermosas como inquietantes.

Todo envuelto en la maravillosa banda sonora de Alexander Desplat, que eleva cada escena a una nueva dimensión emocional. Los tormentos internos de los protagonistas, la solemnidad de la naturaleza y las escasas pausas de serenidad se acentúan con sus composiciones. La música de Desplat no es un mero telón de fondo; es el latido del corazón de la película.
Un legado eterno
Podría seguir escribiendo, y seguramente se escribirán ríos de tinta, diseccionando cada escena y analizando cada detalle, cada simbolismo, cada capa de significado. Esta obra quedará como testimonio para futuras generaciones sobre los temas que nos siguen interpelando y obsesionando como sociedad a través de los siglos.

Y quizás, aunque esté calificada para mayores de 16 años por su violencia explícita y sus temas adultos, la vea algún alma joven e impresionable como aquella que fui a los 13 años. Esa adolescente convertida en una mujer que se sigue conmoviendo con las mismas historias y que ama a los monstruos, casi tanto como los ama Guillermo del Toro.
Porque en sus creaciones, en sus criaturas incomprendidas y marginadas, encontramos ecos de nuestras propias batallas internas y de nuestra eterna búsqueda de un lugar en el mundo. Es un recordatorio de que los verdaderos monstruos no son los que tienen formas grotescas, sino aquellos que habitan en la oscuridad del corazón del hombre.
💡 PopCon Tips
La esperada película del director mexicano estrena en salas de cine el 23 de octubre antes de desembarcar en Netflix el 7 de noviembre. Tanto Guillermo del Toro como Jacob Elordi y Oscar Isaac estarán presentes en la avant premiere de Frankenstein en CDMX el 3 de noviembre.




0 comentarios