En un Hollywood más preocupado por vender entradas que por contar historias que seduzcan a un público maduro, y una juventud cansada de ver desnudos en sus pantallas, Anora irrumpe en el panorama actual para brindar una lectura sobre el rol de la sexualidad y la inteligencia emocional en el cine.
Una encuesta realizada por UCLA a jóvenes estadounidenses de entre 13 y 24 años sobre los consumos mediáticos de la Generación Z ganó notoriedad en 2023 por la publicación de sus resultados en Variety. En dicha nota, el informe anual titulado Teens & Screens señaló que más de la mitad de los entrevistados prefieren ver menos escenas sexuales en el cine y la televisión. Y, en una cifra similar, consideran que este tipo de escenas son innecesarias para la trama.
Lo relevante de este estudio es que casi un poco más de la mitad de los 1300 chicos encuestados expresó interés en ver más contenido con relaciones amistosas y platónicas, ya que sienten que “el romance está sobreexplotado”. En este panorama cinematográfico actual —saturado de contenido sexual mainstream dirigido a adolescentes— se estrena Anora (2024).

La comedia romántica nos presenta a una stripper de 23 años llamada Ani, cuya vida da un giro rotundo cuando conoce a Ivan, el joven e irresponsable hijo de un oligarca ruso que le promete una vida digna de un cuento de princesas. Pero pronto esa idílica fantasía se rompe cuando la familia de su flamante marido quiere anular el matrimonio y la joven se ve enfrentada a aceptar que los finales felices solo ocurren en las películas de Hollywood.
El filme de Sean Baker que reversiona Pretty Woman (1990) y la traslada al siglo XXI, pretende ser una representación más agridulce —y por lo tanto, más parecida a la realidad— de una joven trabajadora sexual que ve en el matrimonio por conveniencia un portal hacia una vida mejor, una en la que puede no haber amor, pero si comodidades materiales.
“Tonight this could be the greatest night of our lives. Let’s make a new start. The future is ours to find” dice la letra de la canción de Take That que suena al comienzo del filme y resulta casi profética.

Los primeros minutos marcan el tono: chicas muy chicas con poca ropa bailando sensualmente en el regazo de sus clientes masculinos bajo luces neón. No hay edulcorante, esta es la realidad de Ani y muy posiblemente la de cientos de jóvenes en esa línea de trabajo. Sin embargo, Baker no se propone cuestionar las condiciones estructurales que han llevado a Ani a trabajar como stripper y esta es una crítica frecuente, pero no es el objeto del presente análisis.
El primer encuentro sexual entre Ani e Ivan es explícito, no hay espacio para la sugerencia y es así como el espectador puede ver que para ella, esto es solamente una transacción. El acto es rápido y agresivo. No hay intimidad, sensualidad, pasión ni amor en esa escena, ya que Anora actúa en función del deseo y satisfacción del cliente.
Así de fría es la dinámica puesta en escena que, a mi parecer, no es un capricho del director para mostrar los cuerpos de los actores y causar polémica, sino que pone en evidencia la naturaleza transaccional del sexo para la protagonista y esto solo se refuerza conforme avanza la historia.

Entonces, la exposición de la dinámica entre Ivan y Ani resulta relevante para el impacto de la escena final: cuando Igor le ofrece la alianza a Anora —que ahora simboliza la ruptura de la fantasía—, ella no sabe cómo reaccionar. El gesto la toma desprevenida y su primer instinto es intentar tener sexo con él para compensarlo como cree que a él le gustaría. Él intenta besarla, conectarla al momento. Frustrada por la situación, Anora rompe en llanto e Igor la consuela.
El beso tiene una doble función: por un lado se convierte en catalizador emocional para el derrumbe de la fortaleza autoimpuesta de la protagonista —para afrontar su trabajo y conseguir esa vida que desea— y la obliga a reconocer sus emociones y las de Igor. Y por otro, es la muestra última de vulnerabilidad, amor, intimidad y complicidad para estos dos casi extraños que están completamente vestidos, pero con su corazón al desnudo.

¿Hollywood se volvió puritano?
«El sexo es importante porque más allá de la supervivencia, es uno de los grandes motivadores del comportamiento, muestra afecto, amor y también es sobre ser elegido”.
Estas fueron las palabras de Jane Campion por el 20° aniversario de In the Cut (2003). El thriller erótico de la directora neozelandesa no fue bien recibido por la crítica y la audiencia en su momento. Hasta se dice que fue el último clavo en el cajón del subgénero tan popular a finales de los ochenta y principios de los noventa.
Pese a su pobre recepción, en los últimos cinco años gozó de un momento de revisión, que apreció su visión de la mujer moderna y el rol del deseo femenino en un género que popularmente mostró a la mujer como objeto de deseo del hombre, contado desde la perspectiva masculina.

Paul Verhoeven —director de Basic Instinct (1992), Showgirls (1995) y Benedetta (2021)— argumentó que se subestima la importancia de la sexualidad en la cotidianidad. ¿Verhoeven tiene razón? Si nos volvimos más puritanos —en nuestra vida privada y como espectadores—, significa que Hollywood también.
En esta línea, cuando Gael García Bernal decía en el Criterion Closet que ya no se hacen películas como Y tu mamá también (2001) se refería a la falta de películas que muestren al sexo como la expresión definitiva de la vida, la libertad y aquello que nos hace humanos, no como algo extraordinario o ajeno a la experiencia humana.
La mudanza de las escenas de sexo del cine a la televisión tiene sentido cuando observamos que de las películas más taquilleras para mayores de 16 años en la última década solamente se encuentra Fifty Shades of Grey —recaudó alrededor de USD600 millones en 2015— y a partir de comienzos de los 2000 las películas de presupuesto medio —entre 20 y 100 millones de dólares— fueron mermando, dando pie al modelo “go-big-or-go-home” de los blockbusters.

Muchos de los thrillers eróticos tenían un presupuesto medio, de entre 20 y 100 millones de dólares. Este margen le permitía a los grandes estudios otorgarle a directores cierta libertad creativa sin pérdidas monetarias significativas, en el caso de que la película no tuviera los números esperados en taquilla. En el caso de los blockbusters es todo lo contrario: a mayor presupuesto, menor control creativo. Los estudios no quieren perder dinero, por lo que priorizan los relatos dirigidos a todas las audiencias posibles y eso saca al erotismo explícito de la ecuación.
No es casual que las películas de superhéroes que han colmado salas y cautivado a todas las audiencias en los últimos 17 años casi no tienen escenas de sexo. Y se limitan a mostrar cuerpos femeninos y masculinos —hegemónicos y trabajados en el gimnasio— parcial y cuidadosamente desnudos para contentar de forma superficial a los ojos curiosos.
Esta manera de hacer, ver y pensar el cine es, al mismo tiempo, causa y consecuencia del cambio en los hábitos del espectador y cómo este se relaciona con el cine como institución. Es decir, qué historias quiere ver sí o en en la gran pantalla y qué prefiere ver en la intimidad de su casa.

En paralelo, el rápido crecimiento de las plataformas de streaming —que se convirtieron en distribuidoras y productoras de contenidos originales y exclusivos— tampoco alentó mucho a la realización de relatos adultos de bajo o mediano presupuesto. En este sentido, el streaming rápidamente se fue mimetizando con los legendarios estudios a pesar de haberse presentado inicialmente como una alternativa para los creativos y un nuevo espacio para las audiencias, o mejor dicho, consumidores.
Por lo tanto, lo que cambió fue el ámbito en el que los espectadores se sienten cómodos viendo ciertos contenidos, no la demanda de los mismos. La televisión y las plataformas de streaming se convirtieron en el nuevo hogar de series y películas eróticas y dirigidas a un público que se sentía más cómodo viendo este tipo de contenido en el ámbito privado.
Películas y series para jóvenes adultos como la saga After (2019-2024), la trilogía Culpables (2023-2025) de Prime Video, la trilogía A través de mi ventana (2022-2024) y la serie Élite (2018-2024) en Netflix y Euphoria (2019-) en HBO son en partes iguales populares y controversiales por su contenido explícito.

Pero el problema con estas producciones, donde se muestran relaciones tóxicas y hay una hipersexualización de los menores de edad, radica en que los jóvenes —su audiencia— no encuentran en estos relatos de ficción representaciones que puedan reflejar o acompañar su exploración sexual en la vida real.
¿Qué quiere ver “la generación de cristal”?
Una encuesta reciente de Cosmopolitan a jóvenes mayores de 18 años arrojó que el 86% estaba de acuerdo con ver escenas de sexo en sus pantallas. ¿No era que la Generación Z temía ver ese tipo de escenas (que reflejaban su estilo de vida aparentemente más casto en contraste con otras generaciones)?
Resulta que muchos jóvenes no sólo buscan en la ficción representaciones que los interpele, sino también que las escenas de sexo den cuenta de una conexión emocional y consentimiento entre los personajes. El problema reside en los desnudos “injustificados”.

Tal vez, Anora sigue siendo un tema de conversación porque contiene escenas de sexo con sustancia, que resultan necesarias para entrar en la cabeza de la protagonista, comprender su visión del mundo y cómo se relaciona con otros. Es posible que la complejidad del guion se vea opacada por desnudos “innecesarios” que, en caso de suprimirlos, no cambiarían la esencia del film. Mientras y en tanto sean funcionales al desarrollo de los personajes y el avance de la trama. Cabe destacar que, de igual manera, entre todas las escenas de sexo y los desnudos no deben representar ni el 15% de la totalidad del filme.
Otra película del año pasado que tiene presencia regular en redes sociales es Challengers (2024) de Luca Guadagnino. El filme sigue a tres tenistas —interpretados por Zendaya, Mike Faist y Josh O’Connor—, en un triángulo amoroso a lo largo de los años. Por lo que hay muchas escenas que podrían progresar a algo explícito, pero eso nunca ocurre. Sí contiene un par de desnudos parciales, pero el lema de Challengers es: “una sugerencia vale más que mil fotogramas”.

La sugestión de que ocurrió algo más funciona porque la química entre los actores es palpable y el guion aprovecha eso para construir escenas cargadas de tensión y erotismo, que no dejan al espectador con la sensación de que hubo una censura. En este caso, sería redundante forzar escenas que no aportan profundidad a la trama y no cuentan nada nuevo sobre los personajes.
De 9½ Weeks (1986) a In the Cut (2003) y Anora (2024) hubo grandes cambios en la industria cinematográfica, pero también una constante silenciosa: el cine independiente. Sin Neon no existiría Anora —hecha con unos modestos 6 millones de dólares— y sin A24 Halina Rejn no hubiera hecho Babygirl (2024) —una suerte de Secretary (2002) aggiornada a los tiempos que corren.

Sin embargo, esto no quiere decir que Neon y A24 salvaron al cine independiente ni mucho menos. Sí lograron construir su marca de manera que cada película financiada o distribuida por ellos se convierta en un evento en redes sociales. Y además, signifique un compromiso de pluralidad de voces y relatos que quedaron afuera del modelo de producción más conservador de legendarios estudios como Warner Bros, MGM, Paramount y Disney (antes conocido como 20th Century Fox).
El cine independiente, discreto pero seguro, sigue apostando por relatos arriesgados, más representativos en cuestiones de perspectiva de género e identidades sexuales y que cumplen con las demandas de los nuevos espectadores. Que lejos están de temerle al sexo y más cerca de encontrar historias que los acompañen en su crecimiento.



0 comentarios