El moderno prometeo

«Frankenstein» de Guillermo del Toro: El horror y la belleza en un único escenario

El cineasta mexicano logra dar vida a una obra monumental que reformula el mito clásico con la precisión y certeza de un relojero obsesivo.

por | Oct 22, 2025

La novela de Frankenstein de Mary Shelley, publicada el 1 de enero de 1818, no solo es el origen de la ciencia ficción, tal y como la conocemos. También es la génesis de la idea de la creación como un abismo de la tragedia. Esa visión sobre la fatalidad está presente en cada toma de la adaptación de Guillermo del Toro de la obra. En especial, porque la película — grandilocuente, elaboradísima y madura a nivel simbólico — se enfoca en dos puntos esenciales que la hacen brillar por encima de cualquier otra versión. 

Por un lado, la conciencia de que Mary Shelley escribió el libro en medio de la desolación de la pérdida de un bebé, lo que le brindó una violenta perspectiva sobre la capacidad de crear vida. También, porque la cinta cuida al extremo un giro que usualmente es la parte más débil de todas las ocasiones en que la novela ha sido revisitada en el cine: la criatura. A lo largo de las décadas, el monstruo sensible, complejo y brutal imaginado por Shelley se convirtió en un Golem protocientífico, torpe y mudo. Por lo que perdió parte de la tesitura y brillante elegancia del original. 

De Boris Karloff a Lon Chaney Jr, a la extrañísima versión de Bela Lugosi. Pasando por la de Glenn Strange, hasta la brutal, siniestra y sin mayor profundidad de Robert De Niro. La criatura de Frankenstein parecía destinada a ser solo la sombra de su versión literaria. No obstante, Guillermo del Toro, obsesionado por la cualidad monstruosa y la naturaleza del mal, encontró la forma de dotar a la creación más tortuosa y dolorosa del género de terror de, finalmente, un alma. Mucho más, de una inquisitiva, brillante y agónica visión sobre la vida, que se convierte en el punto central de la cinta. 

Un autor en plena forma para su película soñada 

Guillermo del Toro, que por años se obsesionó con adaptar la obra de Mary Shelley, encuentra en Frankenstein (2025) el punto más alto, elaborado y profundo de su visión acerca de la orfandad del monstruo solitario y la búsqueda de la redención monstruosa. Su adaptación no pretende simplemente recontar el mito, sino redescubrirlo desde la sensibilidad del siglo XXI. No es una recreación gótica al uso, sino una reflexión sobre lo que significa fabricar vida en una era que idolatra a los inventores y empresarios visionarios. 

El director construye una historia reconocible pero transformada por completo en una alegoría sobre la angustia, como el propio monstruo. Su estética combina la precisión científica con un tono emocional devastador, recordando que la criatura de Mary Shelley nació del miedo a la soberbia humana más que del terror a la carne cosida. Jacob Elordi, interpretando al monstruo, encarna esa contradicción: un cuerpo perfecto con una mirada rota. El suyo no es un engendro grotesco, sino un espejo triste de nuestra obsesión por la perfección. 

Del Toro lo filma como si fuera una invención tecnológica, una especie de androide con alma, diseñado para fascinar y repeler al mismo tiempo. Lo que el espectador percibe no es horror físico, sino una profunda melancolía. En cambio, el director desplaza el miedo del laboratorio al mundo contemporáneo, donde la creación artificial ya no es fantasía, sino negocio.

Su Frankenstein es el sueño febril de un niño que nunca dejó de amar a los monstruos, pero que ahora comprende que el verdadero peligro no está en ellos, sino en quienes los fabrican. Del Toro no solo realiza una película de terror, sino un ensayo visual sobre el ego científico, el capitalismo del alma y la necesidad humana de controlarlo todo, incluso la muerte.

Una obsesión que deja huella 

El proyecto de Frankenstein ha acompañado a Del Toro desde su infancia, casi como un fantasma recurrente que se negaba a soltarlo. Desde los primeros bocetos que mostraban a una criatura inspirada en Boris Karloff con elementos radicales de un objeto del deseo moderno, hasta la actual interpretación de Jacob Elordi, el concepto ha evolucionado junto al propio cineasta. El resultado final conserva el espíritu de los monstruos que el director siempre defendió: los incomprendidos, los que viven en los márgenes de lo humano. 

Aquí, sin embargo, el miedo no proviene del cuerpo deformado, sino del sistema que lo engendra. La película reimagina la Europa de 1850 como un antecedente de una ciudad moderna, donde la ambición científica y el capital se mezclan con la arrogancia de quienes creen poder conquistar la vida misma.

Victor Frankenstein (Oscar Isaac) ya no es el héroe trágico romántico, sino un empresario disfrazado de visionario, alimentado por el dinero de su mecenas Heinrich Harlander (Christoph Waltz), un hombre tan rico como indiferente. Waltz interpreta al inversionista con una ironía glacial, representando al capitalismo que disfraza la inmortalidad como un producto de lujo. 

La relación entre ambos resume la filosofía del poder sin límites. En esa dinámica entre el científico y su benefactor se encierra la crítica más feroz del filme: la de un mundo que confunde genialidad con narcisismo. Del Toro mantiene viva la sátira de Shelley, actualizando su advertencia sobre los riesgos de jugar a ser Dios con la excusa del progreso. La idea de la inteligencia artificial, el cuerpo modificado y la inmortalidad como negocio no son conceptos futuristas, sino versiones refinadas del viejo pecado de Frankenstein.

Dolor, angustia y miedo

La película ofrece una nueva lectura del joven Victor Frankenstein, interpretado con matices perturbadores por Oscar Isaac. Su infancia, marcada por el abuso de un padre severo (Charles Dance), lo convierte en un hombre que confunde la crueldad con la disciplina. Del Toro explora esa herida emocional con precisión, pero sin perder el sentido emotivo de profundizar en el personaje desde la oscuridad. Víctor no busca conocimiento, sino redención. 

Su ansia por crear vida proviene de una necesidad infantil de ser amado, no de una genuina curiosidad científica. En ese vacío emocional se gesta el verdadero horror. Isaac construye un personaje que se desmorona bajo el peso de su propio narcisismo: un científico que no comprende los límites del afecto ni de la moral.

A su lado, Mia Goth brilla en un doble papel como Claire, la madre del joven Victor, y Elizabeth, la prometida de su hermano. Ambas figuras femeninas funcionan como espejos que exponen la ceguera masculina frente a la empatía y la creación natural.

Elizabeth, en particular, se convierte en un personaje fascinante: una mujer de mente científica que ve en la anatomía una forma de belleza y conocimiento, pero que reconoce en Victor la arrogancia de quien confunde poder con virtud. Del Toro utiliza esta relación para resaltar el subtexto feminista de la novela original, esa advertencia sobre los hombres que buscan parir sin comprender el costo emocional del acto.

El Frankenstein de Isaac no solo teme a su monstruo, sino a la ternura que ese monstruo despierta en los demás. Esa incapacidad para amar es lo que lo condena, y es ahí donde Del Toro encuentra el corazón de su tragedia: en la soledad de un creador que no entiende su propia creación.

La belleza del horror

Guillermo del Toro articula Frankenstein como una sinfonía visual donde cada encuadre respira el cuidado de un artesano obsesionado con el detalle. La película inicia en el Ártico, retomando el final de la novela de Mary Shelley, y de inmediato establece una tensión entre la desolación exterior y la devastación interior de sus protagonistas. El relato invierte el clásico juego de cazador y presa: aquí ambos son reflejos, espejos distorsionados por la culpa.

Victor persigue a su criatura, pero también la huye; el monstruo, interpretado por Elordi, se convierte en testigo y juez de su propio nacimiento. Del Toro entrelaza la estética gótica con un realismo casi táctil, construyendo un mundo donde la ciencia vibra como un hechizo.

Los interiores del laboratorio, repletos de engranajes y fluidos eléctricos, son un homenaje al Frankenstein de James Whale, pero también una expansión espiritual. El monstruo de Elordi no ruge, reflexiona. Su voz temblorosa revela inteligencia, deseo y una tristeza abrumadora por existir sin propósito. 

El filme rehúye la caricatura del científico loco: en cambio, nos muestra a un hombre destruido por la obsesión de trascender la muerte. Victor se mueve como si cada paso lo acercara a la condena, incapaz de distinguir entre redención y control.

La atmósfera visual, diseñada por Tamara Deverell, y el vestuario de Kate Hawley hacen del cuerpo del monstruo una metáfora viva: su piel se asemeja a placas tectónicas unidas a la fuerza, una geografía de sufrimiento. Los tonos carmesí y negro dominan la puesta en escena, recordando que Del Toro filma con el corazón de un pintor barroco.

La música de Alexandre Desplat acompaña con insistencia, golpeando los sentidos como una plegaria que se desangra lentamente. Lo que podría haber sido una historia de horror se transforma en una elegía sobre la existencia.

Una criatura doliente para una película que hará historia 

La segunda mitad de Frankenstein intensifica el conflicto entre creador y creación hasta convertirlo en una tragedia cósmica. La criatura de Jacob Elordi, consciente de su origen y su abandono, inicia un viaje que lo lleva de la furia a la comprensión. Su interpretación combina fuerza física y vulnerabilidad espiritual, una dualidad que Del Toro captura con una sensibilidad poco común en el cine de terror. 

La cámara observa su cuerpo con la misma fascinación con la que contemplaría una obra de arte herida. Su rostro, cubierto de cicatrices suaves, no inspira miedo, sino compasión. En una escena particularmente conmovedora, acaricia un ratón, gesto mínimo que concentra toda su humanidad.

El monstruo es más humano que su creador, y esa inversión define la tesis del filme. Mientras tanto, Victor, cada vez más consumido por la culpa, se enfrenta al vacío de su propia lógica. Cree haber desafiado a Dios, pero en realidad ha construido su propio infierno. 

Del Toro estructura la narrativa como una sucesión de espejos: cada acción de Victor tiene su eco en la criatura, cada intento de control se convierte en pérdida. La atmósfera se vuelve más claustrofóbica, como si el mundo entero se cerrara sobre ellos. El espectador asiste no a una historia de terror, sino a un réquiem. El director retoma el subtítulo original de Shelley, “El Prometeo moderno”, para recordarnos que la arrogancia humana es una constante histórica.

A través de un lenguaje visual hipnótico, Del Toro sugiere que la ciencia sin empatía es apenas una nueva forma de locura. En este duelo entre dos almas rotas, el monstruo se convierte en el espejo de toda una civilización que ha confundido el progreso con la inmortalidad.

Al final, el sufrimiento

El cierre de Frankenstein condensa la visión más amarga y luminosa de Guillermo del Toro: el reconocimiento de que la creación es un acto inseparable del fracaso. La confrontación final entre Victor Frankenstein y su criatura no es una batalla física, sino una confesión mutua. Ambos se descubren como prisioneros de un mismo deseo: ser vistos, ser comprendidos. Del Toro filma este encuentro con un respeto casi religioso, eliminando todo artificio. 

El hielo del Ártico se convierte en una metáfora del aislamiento absoluto: no hay fuego, ni redención, solo la conciencia de haber cruzado un límite. En ese silencio, la criatura articula su última verdad. Un eco directo del espíritu de Mary Shelley, que entendió antes que nadie que la ciencia y el ego pueden ser la misma forma de ceguera. 

“El milagro no es que hable, sino que ustedes escuchen”.

El director transforma esa idea en un espejo contemporáneo: los nuevos Frankensteins ya no cosen cuerpos, sino algoritmos; ya no buscan vida, sino control. En este sentido, la película deja de ser solo una adaptación y se vuelve un ensayo visual sobre la tecnología, el poder y la deshumanización. 

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