El libro Dylan Goes Electric (2015), del músico e historiador Elijah Wald, explora uno de los mitos fundamentales de la historia del rock. El 25 de Julio de 1965 el cantautor Bob Dylan, quien entonces era la figura que lideraba la música folk estadounidense, se presentó en el festival de Newport, el encuentro de música folk más importante del país. En ese momento la música de protesta estadounidense estaba en su punto cúlmine.
A esa altura Dylan ya estaba cansado de interpretar los éxitos que habían cautivado a la audiencia durante los cinco años anteriores. Sus canciones de largas letras, muchos versos y un solo estribillo, solo acompañado de su guitarra y su armónica, combinaban con audacia la crítica social con la sensibilidad de la tradición poética anglosajona. Eso lo había transformado en una leyenda.

Dos meses antes de la presentación, ya había salido a las calles Bringing it all back home, su quinto álbum de estudio. Como todo disco de la época, tenía dos partes. Si bien la segunda tenía canciones de folk acústicas, la primera estaba interpretada por instrumentos eléctricos, tocados por una banda de blues, y letras que, lejos de lo terrenal de sus composiciones anteriores, exploraban territorios más surrealistas y experimentales.
Se cree que su encuentro con Los Beatles, que había tenido lugar un tiempo antes de la producción del disco, influyó este cambio en dirección artístico en el antes llamado “cronista de su generación”.
En esa época, el rock estaba asociado a la música popular que se bailaba en las fiestas, al descontrol y a las juventudes rebeldes de los sesenta. Aunque el folk y la canción de protesta acompañó los movimientos sociales, la extravagancia y la rebeldía estaban muy alejadas del culto a la tradición del festival de Newport. El ambiente del folk estaba todavía reviviendo las tradiciones que habían empezado varias décadas atrás, y al mismo tiempo en el proceso de reconocer la influencia de los artistas negros que contribuyeron a construir esa música que en un punto empezó a ser percibida como blanca, en plena época de segregación.

Por eso cuando Dylan decidió interpretar los temas de esa primera parte del álbum, con una mezcla de sonidos modernos, raíces folk y sonoridades afroamericanas, la audiencia estalló de furia. No era la primera vez que esto le pasaba a Dylan, por eso las memorias de varios recitales distintos se mezclan en una sola, transformando a Newport en un evento mitológico.
Se dice que la gente le abucheaba, que alguien del público le gritó “Judas” y que Pete Seeger (uno de los máximos representante del folk blanco) intentó destruir el equipo de sonido con un hacha para frenar el descontrol. Si los hechos pasaron tal y como se cree, y todos al mismo tiempo en el mismo lugar, es incomprobable. Pero hay algo de lo que no hay dudas: el folk rock (y por lo tanto el rock como lo conocemos hoy) estaba naciendo, y esa parte del público no estaba lista para apreciarlo.

Un Completo Desconocido se propone contar esa historia, y adapta el libro de Wald. Pero para poder llegar a ese punto cúlmine, decide arrancar por los inicios del artista como un pibe raro de diecinueve años que se fue de Minnesota a Nueva York a probar suerte en la música, y a visitar a su ídolo, el gran cantante de protesta Woody Guthrie, leyenda de los viejos años del folk, quien en esa época ya estaba viviendo sus últimos años en un hospital psiquiátrico en Nueva Jersey.
La película fue dirigida por James Mangold, autor de grandes películas basadas en hechos reales, como Ford v Ferrari (2019) o Johnny & June: Pasión y Locura, sobre la vida de otra leyenda del folk: Johnny Cash (una lástima que haya desaprovechado la oportunidad de recastear a Joaquin Phoenix en el papel y crear un multiverso de biopics musicales).
La historia arranca con Bob introduciéndose en el ambiente de la mano de Pete Seeger, interpretado por un Edward Norton afable y querible que parece buscar reconfigurar ese rol antagónico que el músico real ocupó en la versión más conocida de esta leyenda. Vemos la grabación del primer disco homónimo de Dylan, que tuvo éxito moderado, con solo dos canciones propias, ya que el sello lo obligó a grabar solo covers. Y también vemos la grabación de su segundo disco, The Freewheelin’ Bob Dylan, que le daría al músico sus primeros éxitos con canciones como “Girl from the North Country”, “Masters of War”, “A Hard Rain’s a-Gonna Fall” y “Don’t Think Twice, It’s All Right”.

Con palos directos a las autoridades y a la generación de los padres de la audiencia, así como metáforas precisas y contundentes, estas canciones reflejaban el espíritu de una época muy tumultuosa en los Estados Unidos, en el que sentía que algo “se iba a venir”. Estas canciones funcionaban como un síntoma de la disconformidad de la juventud y una advertencia de que el mundo estaba dejando de ser lo que era. Por esos años, la Guerra Fría estaba más tensa que nunca y los movimientos por los derechos civiles estaban en plena efervescencia.
De un modo no demasiado original, ese contexto es presentado en la película a través de segmentos televisivos que se entrometen en la narración. Pero más interesante es el modo en el que se expresa más en los segmentos musicales. Está claro que la idea es que las canciones hablen por sí solas, que suenen. Aunque todas esas letras kilométricas no entran en una sola película, se repite mucho el recurso de poner varias estrofas seguidas de una canción y luego recortar otras, para darle un pronto cierre a la interpretación.

En esos fragmentos es donde se luce la actuación de Timothée Chalamet, que es capaz de imitar con mucho acierto los recursos más característicos del cantante, de un modo que no hace pensar en una burda imitación. La característica voz arenosa y nasal, y el acento de Midwest, están ejecutados con mucha naturalidad. También su clásica actitud entre tímida y desafiante, dando la espalda al público y a sus colegas, está perfectamente lograda. Es imposible no caer en la caricatura con un personaje tan particular como Dylan, pero Chalamet logra encarnarlo con toda naturalidad.
A medida que los sesenta avanzan, Dylan va llamando la atención del mundo del folk y de la cultura pop en general, transformándose en un trovador muy presente, con canciones muy icónicas como “The Times They Are A-Changin’ o “A Hard Rain’s a-Gonna Fall“. En su camino al estrellato y su consolidación, es clave el rol de Joan Baez, una artista que tenía una carrera mucho más consagrada que Bob y ayudó a popularizar algunas de sus canciones haciendo versiones más amenas para el público general.
La relación profesional y amorosa entre ambos es otro de los temas centrales de la película. Monica Barbaro hace una gran interpretación de Báez, en la caracterización del personaje, pero sobre todo en el aspecto musical, recreando la voz de gorrión que hizo mundialmente famosa a la artista.

El problema de la película es que intenta construir un conflicto que no termina de desarrollarse del todo entre ambos personajes, que incluye además a Sylvie Russo, que en realidad es el alter ego de la artista Susan Rotolo, la primera novia seria de Dylan, interpretada en la película por Elle Fanning.
El hecho de que Dylan haya pedido que no use la verdadera identidad de Rotolo en la película parece solo anecdótico, ya que es claro que se trata de ella. Sin embargo, algunos hechos de su historia, como el pasado de sus padres como miembros del partido comunista, y su militancia social, están totalmente desdibujados en la película, y pareciera que la influencia que ella tuvo en su vida haya sido mucho menor que la que tanto ella como Dylan contaron en sus respectivas memorias.

Es el papel de ella el que no termina de cuajar en una historia donde todo se construye en torno a la personalidad de Dylan y unas búsquedas artísticas que lo harían romper desde adentro el mismo ambiente en el que supo hacerse un lugar. Incluso la relación entre Dylan y Báez, aunque tiene una importancia narrativa, no le otorga el componente romántico que podría haber tenido, y la química entre los actores no termina de encandilar. Los actores de reparto, entre los que se destacan Boyd Holbrook como el mítico Johnny Cash y Dan Fogler como Albert Grossman, sí le aportan un matiz interesante a la película, construyendo el ecosistema que acompañaba al músico durante su carrera.
La película no explora demasiado el impacto del episodio de Newport en la historia del rock. No muestra a Dylan con la intención de desvincularse totalmente de la tradición folk, solamente lo describe como un alma inquieta sin rumbo fijo, como la del protagonista de la canción “Like a Rolling Stone”. También deshace el mito de que toda la escena folk le dio la espalda después del fatídico suceso. La película se encarga de dejar en claro de que tanto Woody Guthrie como Johnny Cash lo siguieron apoyando como artista y le dieron su legado. No es casualidad que, de los escandalizados que se venían preparando para lo que se iba a venir, pero no se la bancaron cuando lo que se vino no era lo que esperaban, hoy en día no se acuerda nadie.

Aunque el guion a veces excede en explicaciones, y el clímax no es tan contundente como debería, la película logra construir un imaginario visual que posiciona a Dylan en su tiempo y en su espacio con gran efectividad. La iconografía de sus discos aparece en los planos y sus secuencias. La figura icónica de Dylan contrapuesta a su público, siempre mirando hacia adelante, demuestran que Mangold es un narrador visual nato.
Un ejemplo de esta pericia se da en la secuencia de la armónica. Al principio de la película, Guthrie le entrega a Dylan su armónica. Después de Newport, Bob intenta devolverla pero Woody no se la acepta. Con ese simple gesto, la película logra contar mucho más de lo que pueden decir las palabras.
La historia termina en el punto cúlmine, con un Dylan partiendo en su moto en búsqueda de su libertad. Quienes conocen su biografía sabrán que, luego de sacar dos discos con instrumentación completamente eléctrica que inspiraría a artistas como Los Beatles, Buffalo Springfield o Jimi Hendrix a experimentar con el rock, el blues y la psicodelia, en esa moto tendrá un accidente que lo llevará a no volver a salir de gira durante los próximos ocho años. Una vez agotado su periodo de recuperación, dejaría de fumar por un tiempo corto y volvería a sus raíces folklóricas y acústicas, con letras inspiradas en el lejano Oeste y la Biblia. Eso sería solo el fin de la primera década de un artista que sigue sorprendiendo hasta el día de hoy, y a quien sus letras le valieron ser el único músico premiado con un Nobel de Literatura.

Completamente a las antípodas del film I’m Not There (2007), de Todd Haynes, que exploraba el imaginario simbólico de Dylan de un modo totalmente experimental a través de múltiples personajes que representaban sus influencias, sus obsesiones y sus distintas facetas, Un Completo Desconocido emplea los recursos de la biopic tradicional, oscarizable. Eso no es necesariamente algo malo, considerando que la película de Haynes es casi inentendible para quienes no son fanáticos extremos del personaje.
Mangold, de un modo más terrenal, narra con prolijidad y precisión, y resiste a la tentación de congraciarse en un exceso de épica como la Elvis (2022) de Baz Luhrmann. Por eso se destaca el gesto de buen gusto de simplemente limitarse a contar las primeras dos etapas de su historia, poniendo toda la narración en función de la segunda.
Con actuaciones que están a la altura de los personajes que representan, pero una construcción del melodrama algo descafeinada, la película brilla, pero no electriza. Así todo, cumple su objetivo: que un nuevo público pueda conocer cómo un tipo rarísimo pudo armar una revolución cultural solo por tener la sensibilidad suficiente para entender para qué lado soplaba el viento.
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