En Napoleón (2023), Ridley Scott trató de narrar tres historias a la vez. Por un lado, la del hombre que se supuso estaba predestinado a la grandeza por mero influjo de su ambición. Por el otro, un estratega frustrado, que se enfrentó como pudo — y no siempre con éxito — a las fuerzas políticas, sociales e incluso naturales de su época y país.
Y por último, el devoto amante de una mujer portentosa, a la que debía respeto, amor y a la que deseaba y también, necesitaba dominar. Una especie de lucha por la conquista — de la voluntad y el futuro — que iba del campo de batalla a la habitación conyugal.
La cinta no es nada de esas cosas. De hecho, es tan lamentablemente vacía, como hermosa y precisa en el aspecto visual. Enorme, con un músculo épico que deslumbra, la película es una odisea que se traslada a seis momentos esenciales de la historia bélica de Napoleón Bonaparte y otros tantos del ámbito más íntimo. Pero la combinación es en extremo torpe, peor editada y narrada sin pulso. Lo que convierte al largometraje en una mezcla de ritmos y tonos, que tanto puede resultar soporífera, como en involuntariamente humorística.
Entre todo, la actuación de Joaquin Phoenix como el militar francés está más cerca de la caricatura que del retrato, y por momentos peca de pomposa. Mejor suerte corre Vanessa Kirby, que encarna a Josefina con precisión y una rara intuición acerca del poder que ejerce sobre el gran hombre. Pero con todo, la diferencia de edad entre actores rompe por completo la dinámica de una relación marcada en la vida real por la tragedia.
Si en la historia real, Napoleón y Josefina tuvieron que luchar con la carga social de la imperiosa necesidad de engendrar un heredero, en la película el deseo mutuo convierte ese requerimiento en una nota discordante. Es el primero de docenas de problemas de fondo y forma, en una cinta obsesionada por ser vistosa en lugar de profunda. Mucho peor, que en ocasiones solo es lo primero en detrimento de lo segundo.
Vientos de guerra sin música
Ridley Scott es un veterano en crear grandes épicas, que terminan desinflándose por su incapacidad para sostener su sentido del propósito. Esto es: lo que podría haber más allá de las batallas, sangre derramada y grandes luchas a campo abierto bien filmadas. Apenas evitó que le ocurriera en Gladiador (2000), pero el desencanto fue muy visible en El último duelo (2021), en la que convirtió una historia de violación, en una lucha campal entre dos desabridos enemigos. Entre ambas cosas, se encuentra Napoleón, una obra extraña, con tono inclasificable y que, sin duda, es la pesadilla de cualquier historiador.
En esta biopic del dictador francés, el personaje es alto y esbelto, aunque el juego de escalas intenta empequeñecer a Joaquin Phoenix, sin lograrlo. Eso, mientras narra la historia del militar que se convirtió en emperador y lo hace desde la oscuridad de sus malas decisiones, errores tácticos, mal carácter y curiosamente, desde el amor.
No obstante, la película parece hacer equilibrio sobre una línea muy fina. El drama épico — que Scott maneja al dedillo y ofrece escenas asombrosas — y la exploración íntima, que no hace muy bien. De hecho, el Napoleón que emerge entre la pésima edición de la película y los golpes de efecto de recreaciones pictóricas que rodearon la vida de la figura histórica, es frío, sin personalidad. Pero también, una criatura violenta, en perpetuo descontrol de sus impulsos y rendido de amor por su Josefina.
Ahora bien, el problema real que atraviesa el guion de David Scarpa es que la cinta intenta usar la imagen del militar y del monarca a fuerza, para hacer un comentario político moderno. Lo cual no estaría mal — ni sería del todo desdeñable — a no ser por un específico escollo en el desarrollo. Phoenix interpreta a un Napoleón enfurecido, que apenas lanza diatribas con los dientes apretados de furia. Un hombre marginal — en la ficción, se hace hincapié a su origen corzo — que sabe exactamente qué desean escuchar los hombres que le siguen.
Dos puntos de vista que nunca se unen
La eventualidad hace que el largometraje de Scott parezcan dos historias que no terminan de encajar entre sí. Por un lado, está la del hombre que lidera un país a la victoria. Por el otro, el atropellado que murmura y gesticula en pleno paroxismo de cólera. Al extremo de todo eso, el amante, embobado por la belleza y la energía de la mujer en su vida. Y por último, el personaje que creó a través de todas esas cosas. Que elevó a un pedestal a fuerza de coraje, audacia y una evidente incapacidad para escuchar la sensatez.
Napoleón, visto por Scott, está más cerca de la locura que de la genialidad. Un extremo inquietante que arrasa todas sus diatribas con la historia y convierte a las escasas seis batallas — de 61 — que, por razones nunca explicadas, el director llevó a la pantalla. Es evidente que el realizador intentaba salirse del molde de la biografía dramatizada. Originar una paradoja de carne y hueso acerca del mal uso del poder y la forma en que la arrogancia puede convertir cualquier tentativa de conquista — o estrategia de habilidad intelectual — en polvo.
Lo deja entrever en un Waterloo oscuro con tintes de invierno (a pesar de que en el momento real, llovía y el pantano de color cobre de la zona signó la lucha) o en los momentos introspectivos. Muchos de ellos, filmados en primerísimos primer plano, para mayor gloria de Napoleón, sobrepasado, cansado y por último, iracundo contra todo a su alrededor.
No es casual que en esas escenas, Napoleón sea más moderno que una figura de escrutinio ficcional ajustado a la Francia republicana. Mucho de líderes hechos a sí mismos y llevados por el camino del drama y el histrionismo, que saben que dependen justamente de ese músculo melodramático para funcionar y hacerse obedecer. Pero la sugerente idea — que queda a mitad, como otras tantas cosas en la película — no se explora lo suficiente para ser atractiva. En realidad, buena parte de la historia parece cortada a partes, fileteada con mano torpe y vuelta a coser por conveniencia del humor de cineasta. El resultado es una rara mezcla entre muchas cosas, sin que nunca resalte especialmente.
Agua, tierra, sangre y triunfo
Por supuesto, Napoleón es de una envergadura enorme. La cámara de Scott es hábil y en las escasas seis batallas que recrea, hay mucho de lo aprendido en el género dramático y épico en décadas anteriores. Es una epopeya que aspira a tanto, que cuando se desinfla, se lamenta que todo quede en un anuncio.
Que las grandes peleas y las escenas amorosas con Josefina sean más satíricas — sin que sea evidente el motivo — que encauzadas hacia algún propósito. Poco a poco y a medida que la trama avanza con dificultad a lo largo de dos horas y tantos minutos de metraje, el foco de interés de la cinta va de un lado a otro. El político emerge, el gran líder, pero de nuevo, Scott empalma con el hombre amante que corre desde Egipto, enfurecido de celos.
Napoleón es muchas cosas, pero en ninguna forma coherente. En el mejor de los casos, un anuncio de algo que no fue. Pero para el recuerdo, el Napoleón que parece el génesis de todo tipo de líderes nocivos, enajenados e irresistibles, es todavía el elemento más rescatable en el desorden. En una cinta que pudo ser más y termina por conformarse en ser un drama con vicios de épica, es más que suficiente.
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