La segunda temporada de The Last of Us (2023-) arranca envuelta en la decadencia estética que caracteriza su universo: paisajes erosionados por el tiempo, enemigos mutados por el hongo Cordyceps y una violencia que, lejos de sacia, deja un gusto a vacío existencial. Pero más allá del atractivo visual, la serie propone una meditación sobre la justicia y la moralidad en un entorno donde el Estado ya no impone orden.
Jackson, ese oasis precario en medio del caos, se convierte en el escenario de un debate ideológico que enfrenta la lógica del castigo contra el ideal del perdón. Las tensiones entre venganza y pacifismo no solo articulan el conflicto externo, sino que también reflejan la fragmentación interna de sus personajes. ¿Es posible mantener una brújula ética cuando la civilización se ha venido abajo?
El conflicto que atraviesa la serie — sobrevivir sin perder el alma — se reconfigura esta temporada con mayor ambigüedad. La relación entre Joel (Pedro Pascal) y Ellie (Bella Ramsey), que en la primera entrega funcionaba como el núcleo emocional del relato, ahora está teñida de silencios incómodos y heridas que aún supuran.
Difíciles decisiones

La decisión de Joel de sacrificar la posible salvación de la humanidad por proteger a Ellie pesa como un cadáver sin enterrar. Ellie, ya adolescente, comienza a intuir que su figura paterna ha cometido una traición irreversible. Esta sospecha flota en el aire, ensombreciendo cada interacción. Si en la primera temporada el amor parecía un refugio frente al horror, ahora se presenta como un terreno minado de egoísmos encubiertos y dilemas morales no resueltos.
La introducción de Abby funciona como detonante de una narrativa circular, donde la violencia engendra más violencia en una espiral que no promete redención. Su deseo de vengar a las Luciérnagas no es un simple acto de represalia: es una misión que pone en tela de juicio los límites de la humanidad frente al dolor.
Al mostrar el rostro del “enemigo” con tanta cercanía, la serie cuestiona las dicotomías simplistas de buenos y malos. No hay héroes aquí, solo sobrevivientes que hacen lo que pueden con lo que tienen. Y eso, irónicamente, hace que cada decisión pese más. El espectador no es guiado, sino confrontado: ¿es legítimo asesinar para hacer justicia si esa justicia se convierte en crueldad?
Un problema que resolver

A nivel narrativo, esta segunda temporada no tiene el ritmo vertiginoso ni la precisión quirúrgica de su predecesora. El guion se dispersa entre varias tramas y personajes secundarios que apenas raspan la superficie de lo que podrían ser. Abby (Kaitlyn Dever) e Isaac (Jeffrey Wright), por ejemplo, son introducidos como figuras clave, pero su desarrollo se siente más funcional que emocional.
Aunque hay momentos de brillantez, especialmente cuando la serie se atreve con preguntas incómodas sobre el perdón, la mayoría del tiempo navega en piloto automático, estirando su argumento como si temiera quedarse sin gasolina antes de llegar a la tercera temporada. Hay una sensación de transición más que de culminación.
Pese a esas debilidades, The Last of Us sigue siendo visualmente cautivadora. Las ruinas, los silencios, los espacios devorados por la naturaleza: todo está impregnado de una melancolía casi poética. El equipo de producción merece una reverencia. Sin embargo, hay un problema latente: la serie, al igual que Joel, parece estar atrapada en una mentira que se cuenta a sí misma.
Quiere ser más que una adaptación, pero en su empeño por elevar el material original, a veces olvida la chispa narrativa que convirtió al primer juego en una experiencia emocionalmente demoledora. La estética de videojuego sigue presente, pero la carga emocional ya no se siente tan urgente ni tan sincera.

En resumen, esta segunda temporada coquetea peligrosamente con el síndrome de la secuela: visualmente ambiciosa, pero temáticamente dispersa. Las interpretaciones siguen siendo de primer nivel — Bella Ramsey está formidable en su contención emocional, y Pedro Pascal continúa habitando a Joel como un espectro de culpas — , pero el guion titubea al intentar balancear acción, drama y filosofía moral.
Cuando quiere filosofar, se queda en el titular de una postal de Instagram; cuando quiere emocionar, recurre a fórmulas que ya no impactan igual. Aun así, The Last of Us mantiene el tipo y supera con creces a otras adaptaciones televisivas. Solo que, esta vez, el corazón de su historia late más débilmente… como si ya estuviera infectado.
La comparación inevitable

En su segunda temporada, The Last of Us se arriesga a trasladar a la pantalla uno de los videojuegos más divisivos de la historia reciente, y aunque reproduce el envoltorio — la violencia, la decadencia y los hongos psicodélicos que parecen diseñados por Lovecraft en ácido — , pierde parte de la complejidad emocional que hizo del juego una experiencia tan visceral.
En The Last of Us Part II (2020), el dilema de la justicia se aborda con crudeza: no se trata de una discusión civilizada en un consejo comunitario, como en Jackson, sino de una guerra emocional donde la venganza es un veneno que se consume lentamente. En la serie, esta tensión se vuelve más discursiva y menos vivida; los personajes hablan de justicia, pero rara vez la encarnan. El medio televisivo obliga a articular lo que en el juego se sentía, y esa traducción a veces suena forzada.
Una de las joyas narrativas del videojuego es el progresivo desgaste emocional de Ellie, que se refleja en sus animaciones, en su forma de tocar la guitarra, en sus silencios. La serie intenta capturar eso, pero le cuesta porque la introspección en televisión depende de diálogos o miradas sostenidas, no de mecánicas. En el juego, eres Ellie; en la serie, la observas.
Esa distancia cambia todo. La fractura entre ella y Joel, detonada por la mentira que él le contó al final de la primera temporada, se explora con flashbacks y miradas fugaces, pero no tiene el mismo peso que en el juego, donde cada descubrimiento lo haces tú. Lo que era una traición íntima en TLOU Part II se vuelve un secreto a voces en la serie, tratado casi como un giro narrativo, no como un trauma que se arrastra.
Una distancia insalvable

La introducción de Abby — la gran apuesta estructural y ética del videojuego — pierde contundencia en la adaptación. En Part II, el jugador debe encarnar a Abby durante horas, entender su mundo, amar a sus amigos, vivir su dolor. Es una jugada narrativa maestra que desafía la empatía del jugador.
En cambio, la serie reduce esa vivencia a una presentación convencional: la vemos enojada, decidida a matar, pero no vivimos con ella. La carga emocional de su decisión se disipa, y lo que era un experimento moral se transforma en una venganza de manual. El guion no logra que la audiencia la odie, la entienda y la perdone. Solo la observa. Así, lo que en el juego era un ejercicio de empatía radical se vuelve aquí una trama paralela que aún no cuaja del todo.
En términos de ritmo, el videojuego mantiene una tensión constante: no hay episodios flojos, solo momentos de respiro necesarios para que el trauma se asiente. La serie, en cambio, sufre por su estructura episódica. Donde el juego entrelaza acciones y consecuencias de forma circular, la temporada dos se siente episódica en el mal sentido. El flashback que intenta replicar el episodio de Bill y Frank fracasa porque no hay peso emocional suficiente ni la libertad narrativa que tenía aquel capítulo.
La televisión tiene limitaciones, sí, pero también oportunidades: expandir el mundo, mostrar matices. Sin embargo, esta temporada opta por lo funcional, sin arriesgar como lo hizo el juego. Y eso se nota. Isaac, por ejemplo, es una sombra de lo que podría ser, mientras que la WLF (Washington Liberation Front) y los Serafitas apenas se esbozan.

Visualmente, la serie sigue siendo impecable, pero incluso ahí el juego le da batalla. Part II es, sencillamente, uno de los juegos más bellos jamás creados, y su arte tiene intención narrativa: la nieve que cubre una masacre, los edificios inundados donde el peligro acecha en cada sombra, los santuarios de los Serafitas plagados de símbolos religiosos enfermos.
La serie replica algunos de estos momentos, pero sin el peso del control. Cuando tú eliges avanzar hacia el horror, es más impactante que cuando te lo muestran. Y eso no es culpa de la serie, sino de la naturaleza del medio. Aun así, parece extrañar esa valentía estética que el juego sí tuvo. Y mientras Part II te obliga a mirar lo que no quieres ver, la serie a veces desvía la mirada.
Al final, lo más frustrante es que The Last of Us parece tener miedo de ser tan cruel y honesta como su material original. El juego es una tragedia griega disfrazada de shooter: te hace cometer atrocidades, te obliga a cuestionarte, te destruye para que entiendas. La serie, aunque intenta replicar esa complejidad, termina siendo más moralizante. Abby no es el monstruo que la gente cree, y Ellie no es la heroína que la gente desea.
En el juego, ambas son reflejos distorsionados de lo que la venganza puede hacerte. En la serie, ese espejo está empañado. ¿Es buena televisión? Sí. ¿Es una buena adaptación? En muchos aspectos, también. Pero no logra capturar el impacto psicológico que solo el control y la inmersión del videojuego pueden generar. En ese sentido, esta versión de The Last of Us es como jugar con el control desconectado.
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