La hora de la desaparición

Weapons: la pesadilla de lo desconocido que acecha a la vuelta de la esquina

En la nueva película del director de “Barbarian”, el miedo no viene de monstruos ni asesinos, sino de algo más incómodo: la paranoia cotidiana.

por | Ago 7, 2025

Desde que Halloween (1978) de John Carpenter demostrara que los corrientes y silenciosos barrios estadounidenses podían albergar monstruos, la noche suburbana se ha transformado en territorio de pesadillas. Después de todo, la quietud de las ventanas cerradas y las calles en apariencia vacías, no es la calma bucólica que anuncian los folletos inmobiliarios, sino un silencio espeso, como si algo estuviera acechando entre los setos recién podados. Una versión del terror más sofisticada y menos evidente que solo un escenario fatídico. En Weapons (2025), Zach Cregger capta este tipo de inquietud con una precisión escalofriante. 

De modo que sus primeros minutos no necesitan de monstruos ni sangre para hacerte sentir que algo no está bien. Basta con mostrar a unos niños saliendo de sus casas en la madrugada, sin una palabra, caminando como si obedecieran a una fuerza invisible. Esa simple imagen, reforzada por las tomas de cámaras de seguridad domésticas, analiza la visión terrorífica de un hecho inexplicable que se vuelve rápidamente trágico.

También, un tipo de terror donde todo lo que parece cotidiano se desdobla en una interpretación retorcida. Por lo que la película explora en un linaje moderno de cine de horror que sabe que el mal no siempre grita: a veces susurra. No es el primer intento de Cregger por trabajar con estos códigos, pero aquí logra pulir su estilo, creando una introducción que atrapa sin necesidad de subrayar nada.

El miedo a lo corriente

Pero más allá de querer solo crear una atmósfera densa para profundizar en sus personajes, la cinta de inmediato toma un sentido retorcido. La posibilidad de que el evento sobrenatural — niños desapareciendo en la oscuridad en lo que parece una huida orquestada por una fuerza invisible — sea una pieza en un escenario aún mayor.

Así que desde sus primeras escenas, Weapons explora la tradición del cine coral, pero no lo hace como ejercicio de estilo gratuito. Aquí la multiplicidad de voces no es ornamento, sino una estrategia para abordar algo más profundo: el miedo como fenómeno colectivo. 

Con la premisa de que casi toda una clase escolar desaparece de forma simultánea en una pequeña comunidad, la película intenta abarcar lo que un hecho semejante puede provocar a todos los involucrados. Lo que sigue es un juego de puntos de vista, donde distintas líneas narrativas se cruzan como en un rompecabezas perturbador. Se nota la influencia de Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson o de la estructura fragmentada de Pulp Fiction (1994), pero en clave oscura, sin redención. 

Este tipo de formato permite que el terror funcione por acumulación: lo extraño se vuelve opresivo cuando se repite en diferentes escenarios, con distintos personajes, pero siempre con ese mismo fondo de desconfianza. Cregger no busca solo asustar; quiere que sientas que el mundo ha perdido sus reglas. Cada personaje es una pieza rota, y el horror aparece justo en los espacios entre esas grietas. La historia no te da respuestas rápidas, y ese retraso no frustra: inquieta, que es mucho mejor. Porque en Weapons, lo que da más miedo no es lo que está pasando, sino que nadie sabe por qué.

La contradicción y la angustia

Los personajes de Weapons están marcados por la sospecha. No hay héroes aquí, solo personas rotas tratando de entender algo que los sobrepasa. La maestra Justine Gandy, interpretada con una mezcla de vulnerabilidad y torpeza por Julia Garner, es la primera en ser señalada. Su alcoholismo, apenas sugerido, sirve como excusa perfecta para cargarle el peso de la tragedia. Sin embargo, lo interesante es que Cregger no la victimiza ni la redime. Ella es una mujer que toma malas decisiones, pero lo hace desde la confusión, no desde la malicia. 

A su alrededor, otros adultos proyectan su propio miedo. El personaje de Josh Brolin, un padre enfurecido por la pérdida de su hijo, encarna esa rabia canalizada hacia donde sea, con tal de sentir que se está haciendo algo. Y en este ecosistema de paranoia, hasta el policía local (Alden Ehrenreich), con sus propios secretos, parece más parte del problema que de la solución.

Cada interacción se siente contaminada por algo no dicho. Todos sospechan de todos, y eso en sí ya es aterrador. El guion tiene la inteligencia de no dar explicaciones forzadas. Aquí nadie está a salvo ni es completamente confiable. Y eso genera un tipo de miedo más profundo: el que se construye sobre la certeza de que algo se quebró y nadie tiene idea de cómo repararlo.

El miedo a la vuelta de la esquina

Lo que diferencia a Weapons de muchos thrillers con niños desaparecidos es que no se obsesiona con resolver el caso, sino con explorar lo que revela sobre quienes están involucrados. No hay detectives infalibles ni giros imposibles. Hay gente común atrapada en una situación que los rebasa.

La dirección de Cregger mantiene un equilibrio entre el drama íntimo y el horror latente. Cada uno de los personajes parece estar cargando algo más que su rol en la trama: llevan culpas, secretos, rencores. El niño que no desapareció, Alex Lilly, funciona como una presencia incómoda, una anomalía dentro del misterio. Él es testigo y sobreviviente, y la película lo trata con ambigüedad. 

En lugar de forzar explicaciones, deja que las preguntas floten. Es una jugada arriesgada, pero efectiva: como en Barbarian (2022), Cregger apuesta por el desconcierto sostenido. El guion no esconde que eventualmente revelará lo esencial, pero se toma su tiempo, permitiendo que el espectador se hunda en esa sensación de que nada está del todo claro. Y cuando finalmente se revelan las piezas, no se siente como un truco, sino como la confirmación de que el horror siempre estuvo ahí, escondido en el fondo de lo cotidiano.

El mal oculto en el misterio

El enfoque de Cregger sobre el mal no es metafísico ni sobrenatural, aunque por momentos coquetea con esa estética. Lo verdaderamente perturbador en Weapons es que todo lo terrible parece posible en la vida real. Es un terror urbano, pero trasladado a esa versión maquillada del campo que son los suburbios. Casas con césped perfecto, calles con nombres florales. Sin embargo, bajo todo eso, hay una tensión constante.

Cregger sabe que lo monstruoso no necesita disfraz si se alimenta del miedo colectivo. Y en la cinta, ese miedo se nutre en la incertidumbre. También por el contexto: una sociedad donde la histeria moral, la desconfianza institucional y la necesidad de culpables están al rojo vivo. 

A diferencia del slasher clásico, donde el mal es un ente con máscara, en Weapons el peligro es más difuso, más insidioso. Puede estar en una conversación casual, en una mirada desviada, en la forma en que alguien evita contestar una pregunta. Esta ambigüedad es lo que hace que la película funcione. Y lo que la convierte en un comentario incisivo sobre cómo el terror se camufla en nuestras estructuras más comunes: la familia, la escuela, la comunidad. Un escenario de horrores en que cada elemento del terror tiene el rostro de cualquiera. Un giro escalofriante que convierte a esta película en una de las mejores del año.

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