La vida en un parpadeo

“The Life of Chuck” de Mike Flanagan: una meditación sobre el significado de la vida

El director de joyas como Hill House y Midnight Mass convierte la obra de Stephen King en una metáfora sobre la vida, el tiempo y la realidad.

por | Ago 19, 2025

Durante décadas, el cine ha encontrado en Stephen King no solo a un prolífico narrador, sino a un arquitecto de emociones tan versátil como persistente. No es casual que algunas de las películas más queridas y recordadas hayan brotado del terreno fértil de sus ficciones.

La fuerza de títulos como Stand by Me (1986) y The Shawshank Redemption (1994) reside no solo en la potencia del texto base. También en la traducción emocional que logra traspasar los márgenes de la página para alcanzar una resonancia audiovisual. Desde esa perspectiva, The Life of Chuck (2025), dirigida por Mike Flanagan, se inscribe no como un eslabón más, sino como una nueva forma de leer a King, quizá más íntima, más madurada, más atenta a la fragilidad del existir. 

Aquí no hay terrores sobrenaturales ni explosiones de violencia explícita. Lo que sí hay es una meditación sobre el tiempo, la memoria y el significado que atribuimos a la vida. Flanagan, acostumbrado a lidiar con los abismos psicológicos del autor — como lo demostró en Gerald’s Game (2017) y Doctor Sleep (2019) — , dirige con una sobriedad que permite al espectador deambular por las múltiples capas emocionales del relato sin manipulación ni atajos sentimentales. La película no se limita a representar a King; lo encarna. En ese sentido, estamos ante una obra que no busca el impacto fácil, sino la contemplación honesta del final, del amor, del olvido.

Mike Flanagan ha hecho del universo de King un territorio propio, una especie de laboratorio de alquimia emocional donde los horrores internos se proyectan con la misma intensidad que los espectros externos. En The Life of Chuck, esa alquimia alcanza una madurez notable.

La conexión entre director y autor ya no es solo profesional, sino ontológica: ambos comparten una obsesión por lo que se pierde con el tiempo, por la melancolía de los días contados. Flanagan supo ver en la novela corta incluida del libro If It Bleeds (2020) una oportunidad para explorar no una narrativa cataclísmica, sino una elegía en clave pop sobre la existencia.

La búsqueda de un propósito

Lo magnífico es que el proyecto nace en un momento histórico muy específico: el confinamiento global de 2020. Ese dato no es anecdótico, pues impregna toda la película con un aura de urgencia contenida. La historia, que reflexiona sobre los signos tempranos del colapso y los silencios previos a las catástrofes, adquiere un peso simbólico inmenso. El director no escapa a esa dimensión. 

Más que adaptar, Flanagan dialoga con la fuente: se pregunta, se contradice, y finalmente, reescribe el cuento en términos cinematográficos, sin traicionar el espíritu de King. En ese proceso, aparecen ecos de otras grandes obras que han tematizado el fin con belleza: de Melancholia (2011) de Lars von Trier a The Leftovers (2014-2017) de Damon Lindelof, The Life of Chuck es una pieza que entrelaza lo apocalíptico con lo profundamente humano.

La vida en dos tiempos

La estructura del filme subvierte las convenciones narrativas tradicionales al contarse en reversa. No como un truco de guion, sino como una forma de regresar a lo esencial, a lo que queda cuando todo se ha ido. El segmento titulado Gracias, Chuck abre con una imagen de colapso que recuerda a las grandes ficciones del fin del mundo.

La costa californiana ha desaparecido, las telecomunicaciones colapsan, y un profesor universitario — conmovedoramente interpretado por Chiwetel Ejiofor — debe sostener una clase en medio de la entropía. La desesperanza se manifiesta en suicidios colectivos, en miradas perdidas, en una especie de languidez metafísica que recorre la pantalla. 

Pero incluso aquí, King y Flanagan encuentran espacio para una esperanza mínima, una chispa persistente. Y luego está esa imagen inquietante: una valla publicitaria con el rostro sonriente de un hombre anónimo, corporativo, con el mensaje “¡39 años geniales! Gracias, Chuck”.

Esta figura — tan banal como siniestra — comienza a multiplicarse por la ciudad, adquiriendo una cualidad espectral. Es una presencia omnipresente y absurda que recuerda al “Big Brother” orwelliano. Pero también a los fantasmas más íntimos de nuestra cultura contemporánea.

Entre ellos, el temor de vivir sin dejar huella, de ser recordado solo por slogans sin alma. Este primer acto no solo presenta la muerte del mundo. A la vez, una meditación sobre la visibilidad, la existencia y el absurdo de los legados impuestos. En manos de Flanagan, esta alegoría visual se transforma en una crítica social sutil y devastadora.

Contemplar la inocencia 

El segundo acto, llamado Buskers, se desplaza hacia un tono radicalmente distinto sin perder profundidad. Aquí, el relato gira en torno a un modesto contable — interpretado por un Tom Hiddleston contenido pero profundamente expresivo — que, sin previo aviso, es arrastrado a un éxtasis performativo. Eso, gracias al ritmo hipnótico de una percusionista callejera, encarnada por Taylor Gordon.

En otra película, este segmento podría sentirse como un interludio decorativo. Pero Flanagan lo filma como una epifanía. La ciudad se convierte en escenario de una celebración inesperada, una suspensión momentánea del tiempo. Es imposible no pensar en otras escenas icónicas de baile que escapan de la narrativa central para ofrecer una verdad alternativa — como en Another Round o Pulp Fiction — , y aquí, el efecto es tan potente que el público dentro de la película y fuera de ella rompe en aplausos. 

Este momento aparentemente liviano se revela como una pieza central del rompecabezas emocional. Es el recuerdo que uno quisiera conservar en el umbral de la desaparición. Además, el narrador omnisciente, con la voz envolvente de Nick Offerman, le da al episodio un matiz de cuento oral, como si nos introdujera en una fábula moderna sobre la posibilidad de encontrar sentido en la espontaneidad. En esta danza urbana, en este brote de júbilo inexplicable, Flanagan encapsula la filosofía vitalista de King: incluso frente a la muerte, aún podemos optar por el asombro.

La vida y el tiempo, todo a la vez 

En su última parte, la película nos presenta el origen — el núcleo íntimo — de la figura de Chuck. El título del segmento, Contengo multitudes, funciona como un guiño explícito a Walt Whitman, pero también como una clave de lectura. Chuck no es un individuo en el sentido estricto, sino una suma de momentos, rostros, vínculos.

El espectador conoce ahora su niñez, a sus padres, sus abuelos  — con interpretaciones afectuosas de Mark Hamill y Mia Sara —  y una serie de figuras que han sido parte de su trayectoria vital. Esta parte del relato podría haber caído en la trampa de la nostalgia melosa, pero Flanagan elige el camino más difícil: la contención. Todo está medido al detalle, desde los diálogos hasta la paleta de colores, que se va aclarando conforme retrocedemos en el tiempo.

Aquí se concreta una de las premisas más poderosas de la obra de King. Que lo verdaderamente aterrador no es el monstruo debajo de la cama, sino la posibilidad de olvidar lo que nos hizo humanos. En esta retrospectiva emocional, cada personaje no es solo una figura en el relato de Chuck, sino una huella que configura su identidad.

La fuerza de esta sección radica en su capacidad para convertir lo ordinario en sublime, para filmar una conversación o un gesto con la misma intensidad que una revelación. Es, en definitiva, una oda a la cotidianidad. Una que solo el cine — y el buen cine — puede volver universal.

En un acto de autoría total, Mike Flanagan escribe, dirige, produce y edita esta obra, dejando su impronta en cada fibra del metraje. Esa omnipresencia creativa no es un capricho narcisista, sino un acto de responsabilidad estética. Solo alguien profundamente comprometido con el material de origen y con la dimensión emocional de la historia podía conducir una película tan fragmentada en apariencia hacia un final tan unificado, tan coherente en su diversidad.

Una metáfora de Carl Sagan sobre la pequeñez de la existencia humana en el calendario cósmico sirve como columna vertebral filosófica: nuestras vidas, vistas desde el universo, son instantes ínfimos. Y, sin embargo, como afirma la película con obstinada belleza, hay espacio en ese grano de polvo para el amor, el arte, la risa. En ese microcosmos, se juega todo lo que somos. La historia de Chuck no busca iluminar con estruendo ni cerrar con moralejas. Es una fábula moderna, sí, pero también una elegía espacial, un canto al ahora, al “todavía”.

En lo que evidentemente es un decisión creativa, The Life of Chuck se atreve a ser luminosa sin caer en la ingenuidad, compleja sin volverse críptica, poética sin renunciar a lo narrativo. Y, quizá por eso, se convierte no solo en una de las adaptaciones más sofisticadas de Stephen King, sino también en una de las propuestas cinematográficas más conmovedoras del presente siglo. En su aparente sencillez, se esconde una verdad profunda: toda vida, incluso la más pequeña, es una constelación completa.

💡 PopCon Tip

La serie Midnight Mass (2021) de Mike Flanagan resume la enorme importancia de Stephen King en su trabajo. A lo largo de siete episodios, el argumento explora en el misterio de un grupo de personajes imperfectos, violentos y profundamente humanos, que reflexionan sobre el bien y el mal de manera filosófica. Eso, sin dejar a un lado, el trasfondo de terror. De modo que si disfrutaste de The Life of Chuck, esta puede ser tu opción ideal (y viceversa). Está disponible en Netflix.

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