Sammy (Miles Caton) irrumpe en la capilla de su padre, cubierto en sangre de pies a cabeza y sin poder dar explicaciones. Viene a cumplir con la promesa de ser parte del sermón matutino, pero el trauma de lo que pasó en las últimas 24 horas lo silencia. Con la vuelta de sus primos, los hermanos Smoke y Stack (ambos interpretados por Michael B. Jordan), este pequeño pueblo de Mississippi no va a volver a ser el mismo.
Tras su paso por Chicago y habiendo aprendido una que otra cosa de Al Capone, los gemelos traen consigo un cargamento de armas como recuerdo de su paso por la Primera Guerra Mundial. En su camión también hay bastante alcohol, robado de distintas mafias, siendo un néctar difícil de conseguir en esa parte de los Estados Unidos. Pero, aún más importante, tienen suficiente dinero para derrochar y abrir su negocio propio.
Esa misma noche planean inaugurar una cantina en donde hacer accesibles la cerveza irlandesa y el vino italiano para sus hermanos y hermanas que se rompen la espalda en las plantaciones de algodón. Aunque, todavía más atractivo, es la pureza del sonido del blues que promete su establecimiento.

Si bien para muchos la película de Ryan Coogler recordará inmediatamente a ese híbrido que Quentin Tarantino había hilado con tanta habilidad junto a Robert Rodríguez en Del crepúsculo al amanecer (1996), Coogler consigue entrelazar todavía más temas. El cine de acción y el terror más puro se unen a la ficción histórica y al comentario social al que ya nos tiene acostumbrados en trabajos anteriores.
Así como la serie de Watchmen (2019) la había incorporado en la ficción, Pecadores (2025) posiblemente hace referencia a La masacre de Tulsa, un incidente de 1921 en donde durante dos días supremacistas blancos atacaron a la población negra del pueblo, matando hasta 300 personas y destruyendo hogares y negocios.
Desde el primer minuto al último, hay una tensión constante, cosa que se enfatiza con la llegada de las amenazas sobrenaturales. Estas reflejan el lado más oscuro de la humanidad, pero la realidad misma del día a día es igual o aún más cruel que estos escenarios de pesadilla. La única diferencia es que la opresión nos acostumbra a la monstruosidad diaria.

Me and the Devil Blues
Sammy, el joven prodigio de la guitarra, recuerda a la leyenda de Robert Johnson, un famoso músico de la década del treinta cuyo talento se dice fue obsequiado por el mismo diablo tras un pacto faustino. Pero el mito que Coogler crea es uno que trasciende la experiencia individual y las distintas culturas.
El blues mismo y su enorme impacto en la tradición musical a nivel global es un tema tan central que prácticamente se vuelve un personaje más. Es rebelión y refugio, pero también es ritual. Una experiencia tan inmersiva que crea un mito propio, uno en el que varias generaciones conectan con las mismas emociones que genera la música. Uno que atraviesa el velo del pasado, presente y futuro, así como el de los vivos y los muertos.
“A medida que empezaba a estudiarlo e investigarlo quedó claro para mí que podés argumentar que la música blues es el género musical americano más importante que hay. Por su contribución a la cultura global, a la cultura popular global. La forma en que despegó y se impregnó en todo, convirtiéndose en el rock and roll y después fue a Europa y transformó la teoría musical. Es darte cuenta de que la gente que lo estaba haciendo, por el mismo acto de hacerlo, reafirmaba su humanidad en un tiempo donde eso se les negaba.”
– Ryan Coogler

El gran poder de estos himnos despierta algo en la noche. Remmick (Jack O’Connel) es un viajero que junto a sus acompañantes comparten melodías irlandesas, pidiendo que se les deje entrar a la cantina, muy a pesar de la clara segregación y la protección que provee a aquellos que tienen una piel oscura. Remmick debate que no hay que temer, no hay diferencias, somos todos humanos.
Ahí aparece una de las críticas que Coogler marca, en donde aquellos que pretenden que todas las experiencias humanas son universales tienen una mirada que carece de interseccionalidad. No entender el dolor y la violencia que son ajenas solo las invisibiliza. Cuando llega, la metáfora colonizadora se vuelve evidente. Desde la fantasía, señala la apropiación cultural, al tener al vampiro queriendo alimentarse del don heredado por la cultura afro. Es un reflejo de la falta de conciencia en la actualidad respecto a cómo tantos de los ritmos que hoy disfrutamos le deben sus bases al blues, obviando sus orígenes, significados e impacto.

Pero el monstruo que Coogler construye va más allá y tiene mucha más complejidad que la del salvador blanco. Es terrorífico y brutal, pero tiene una perspectiva casi sectaria en su pensamiento de enjambre. Las palabras con las que intenta endulzar a sus víctimas no son vacías. Hay un anhelo genuino por conectar con ese otro tiempo, así como con lo prohibido por la sociedad. Hay una búsqueda por encontrar amor en una comunidad utópica, celebrando aquella única experiencia que todos los seres humanos compartimos: la muerte.
Michael B. Jordan (Creed) brinda dos excelentes interpretaciones con los gemelos, marcando distinciones entre ambos sin caer en la obviedad ni la caricaturización. Puede que Smoke sea más violento y parco que el pillo optimista que es Stack, pero estos son dos hombres criados a pura violencia, sobrevivientes de su mundo.
Por otra parte se destaca Hailee Steinfeld (Edge of Seventeen, Hawkeye), recordándonos las razones que le valieron una nominación al Oscar por True Grit (2010) a la tierna edad de catorce años. Su Mary es el punto medio en ambos mundos. A pesar de tener un pie en ambas comunidades debido a su descendencia mulata, su amor por Stack es uno de un futuro imposible, negado para evadir la tragedia. Confrontativa pero dulce, acarrea una particular tristeza, así como un rebelde erotismo, preámbulo de cómo la pasión tiene otra faceta en la ferocidad.

Miles Caton, exitoso exponente del R&B y cantante de soporte de la banda H.E.R., sorprende con su debut cinematográfico y fascina por su talento. Vuelve completamente creíble aquella mitología de la que habla Annie, la antigua amante de Smoke, respecto a cómo ciertos dones no se definen ni por el ahora ni las fronteras naturales. Annie es otro exponente de las tradiciones que Coogler celebra, una practicante de la magia hoodoo.
Wunmi Mosaku, a quienes algunos probablemente reconocerán como B-15 en su paso por Loki (2021-2023), debería ya ser celebrada por los fans del horror tras la brillante His House (2020). En Pecadores vuelve a entregar otra gran actuación como una mujer tan sabia como melancólica.
Más que una película, una experiencia inmersiva
Filmada para IMAX, este gótico sureño saca total provecho a las proporciones visuales que le ofrece este tipo de pantalla. Una escena en particular y momento bisagra de la historia, es hecha con particular valentía al llevar al surrealismo aquella capacidad tan única e hipnotizante de la música. Coogler encuentra la manera de que, con particular épica, los ritmos se vuelvan salmos, rituales. La melodía se convierte en el vehículo de una experiencia anacrónica. Es una sensación con la que todos podemos conectar, brindando solidez al mito que nos propone.

Pero nada de esto funcionaria sin el oído de Ludwig Göransson, compositor que ya había colaborado con Coogler en la saga Creed. También lo acompañó en ambas entregas de Black Panther, logrando en estas un profundo estudio de los sonidos provenientes de África, así como los de la cultura Maya y Azteca para su secuela.
En este caso, su creatividad lleva a que la música misma sea una imponente presencia, un personaje más. Llega hasta a cambiar de forma extradiegética, derribando barreras históricas del cine para hacer uso de instrumentos de otra época apenas el relato fantástico le otorga ese permiso.
La banda de sonido consigue estar a la altura de la enorme ambición conceptual de Ryan Coogler, convirtiendo a la película en una ópera blues. Acompañada además de una excelente edición, ciertos segmentos bien podrían ser uno de esos videos musicales de hace décadas, aquellos que se asemejaban a cortometrajes.

Retomando un subgénero clásico como el del blaxploitation, Ryan Coogler entrega uno de esas maravillosas rarezas que demuestran que un blockbuster no tiene por qué depender de una franquicia o carecer de profundidad. Una mezcla de cine de gángsters con el terror más puro y pochoclero, así como el drama histórico y una celebración a las tradiciones. Esta es una de esas películas que, mientras más las pensamos, más capas van floreciendo.
Con una primera parte que se permite tomarse el tiempo de explorar la complejidad de sus personajes y sus relaciones, nos lleva a una experiencia sensorial completamente inmersiva, en un relato en donde las problemáticas sociales, el arte y el amor traspasan las épocas, la vida y a la misma muerte. Desde ya, de lo mejor de este año.
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