Cine en ruinas

Babylon y la escatológica venganza de Damien Chazelle contra Hollywood

La nueva película del director de La La Land (2016) y Whiplash (2014) pretende homenajear el cine, pero en lugar de eso demuestra odiar la industria.

por | Feb 13, 2023

Fui a ver Babylon casi sin saber nada del argumento, sin expectativas y sin haber leído mucho detalle sobre la recepción que tuvo entre el público. Simplemente sabía que giraba en torno a la decadencia del cine mudo a partir del nacimiento de las talkies y que la gente la amaba o la odiaba, no había punto medio. No puede ser tan terrible ni tan genial, pensé, pero me equivocaba. Es realmente terrible.

En mi humilde opinión, Babylon (2022) es una película sobre el desprecio al cine como arte y su reivindicación como forma de entretenimiento vacía y escapista, sin contenido ni sustancia. Una idea reforzada a lo largo de todo el film a través de escenas efectistas, diálogos con doble sentido y otros bien subrayados, recursos técnicos utilizados sin fundamento alguno y homenajes fallidos que prácticamente caen en la categoría de sátira.

Desde un Brad Pitt hablando falso italiano à la Inglorious Basterds (2009) hasta un cuadro calcado de Phantom Thread (2017) con evidente inferioridad de cualidades técnicas y estéticas, hasta la elección de Margot Robbie en el protagónico como una actriz malograda que va al cine a ver sus propias películas -como en Once Upon a Time… in Hollywood (2019)- pasando por la incorporación de Tobbey Maguire, un actor deglutido y desechado por la industria en la vida real que -en un guiño a Boggie Nights (1997)- encarna al proxeneta de los espectáculos más grotescos.

Todo en Babylon pretende ser un homenaje desenfrenado a los logros de la industria y sus altos costos (además de su propio diálogo con Whiplash y La La Land, a través de referencias visuales y sonoras), pero aterriza como una burla irreverente y deshonesta a otros directores reconocidos y celebrados por Hollywood como Quentin Tarantino y Paul Thomas Anderson, disfrazada de diálogo o incluso adulación. Aún el clásico en el que se basa fuertemente, Singin’ in the Rain (1952) de Gene Kelly -al cual el director perjura amar- queda ridiculizado.

No hay mejor alegoría de esto que la secuencia de Nellie LaRoy (Margot Robbie) perdiendo la compostura delante de sus supuestos benefactores y vomitando hasta las entrañas sobre su preciada alfombra. Casi como si Damien Chazelle se estuviera vengando de Hollywood con esta película denunciatoria, poniendo en evidencia las miserias de la industria, sus mecanismos internos y por supuesto sus concepciones de éxito y prestigio- con el premio de la Academia como mayor estandarte. 

No en vano un abatido Jack Conrad le suelta a su esposa, una snob del teatro y la alta cultura, que su éxito se mide en números y no en críticas. El mismo razonamiento que mueve a nuestro protagonista, Manuel, quien en el fondo siente un desprecio supino por la industria y su funcionamiento. Y que equipara al cine con la industria misma, y a la industria con la mafia, como si Hollywood fuera el ombligo del mundo.

“Babylon” de Damien Chazelle: Las luces y sombras de un Hollywood sin lustre

Cuando Manny entra a un cine, no ve la pantalla ni se emociona por lo que está pasando en ella. La primera vez se queda mirando al vacío, reflexionando, hasta que se percata de las reacciones de aquellos a su alrededor. Eso es para Manuel la industria: un negocio. La gente representa números. Por algo no es productor ni director, sino ejecutivo del estudio, algo que se encargar de remarcar con efecto cómico. Es un hombre de negocios, dispuesto a todo por prosperar. Alguien que pierde de vista quiénes son sus amistades y qué es lo realmente importante.

Manny le vende su alma al diablo. Y la segunda vez que entra a un cine, muchos años después, abatido por los recuerdos, lo despierta la enorme y aplastante comprensión de que todo aquello que hizo en el pasado, el sacrificio de las mejores décadas de su vida, fue en vano y no le dejaron absolutamente nada más que muerte y sufrimiento. Aquello que él pensó que era eterno, era en realidad descartable. Nadie lo reconoce ni lo recuerda, y la sala es un cúmulo sin alma de espectadores a los que no atraviesa la más mínima emoción. Él mismo se queda dormido.

Y entonces llega la escena final a coronar con una enorme frutilla el postre de estiércol y vómito que la película se encargó tan gráficamente de mostrar: para Chazelle, el cine no es arte. Con un montaje bastante caprichoso, el director recopila lo que quizás él considera cine “de verdad” y anuncia “el fin del cine” con un cartón de la época silente, esos que también fueron descartados a través de la figura de Lady Fay Zhu (Li Jun Li). A partir de ahí, aparecen los dinosaurios de Jurassic Park, los bichos de CGI de Avatar y todo lo que el nuevo Hollywood -y nosotros, como espectadores- amamos.

Es una cruel ironía que la película comparta cartelera con The Fabelmans (2022) de Steven Spielberg. Una obra explícitamente autorreferencial que muestra al cine como arte más allá de la industria y más allá de la técnica. Sobre el despuntar de un adolescente que concibe el cine como testigo de la vida y busca la verdad con su cámara, mientras va desarrollando su propia visión del mundo. Una coming of age sobre lo que significa amar el cine y darlo todo por él, buscando generar profundas emociones a través de esas historias.

Pero en Babylon, dar todo por el cine es deshacerse en mil pedazos. Es dejar cuerpo, alma y humanidad en el proceso de encajar en un estándar imposible, de amoldarse a una industria caprichosa y cruel. Lo que Chazelle pretende narrar en tercera persona es su propia concepción de la industria del cine -y puntualmente de Hollywood- como simple escapismo y no como arte. Algo que verbaliza y subraya a través de los personajes de Nellie y Manny en una de sus primeras escenas juntos. Ambos ven al cine como verían al circo: mero entretenimiento. Con mierda de elefante y bufones incluidos.

Un espectáculo burdo, divertido o simplemente bonito, dependiendo de la suerte del cineasta, carente de esencia y significado. Un resultado azaroso del desenfreno, los caprichos y la falta de visión del director (o el productor) de turno. Una mera cuestión de billetes y de éxito medidos en cantidad, nunca en calidad. La versión de Chazelle sobre el método hollywoodense elige creer las sórdidas fábulas de Hollywood Babilonia (1959), el infame libro basado en rumores y fantasías, que le asigna a la industria aún más perversiones de las que quizás era capaz.

Incluso las escenas seleccionadas para el infame montaje final parecen dar cuenta de eso, con la célebre transición al Technicolor de The Wizard of Oz (1939), a costa de la salud mental y física de Judy Garland, o el fugaz cuadro de 2001: A Space Odyssey (1968), con un Stanley Kubrick reconocido tanto por su genialidad y perfeccionismo, como por sus maltratos detrás de cámara y ambiente tóxico en el set de filmación. En este punto resulta evidente que lo que el director pretende presentar como un emotivo homenaje, es en realidad una denuncia al injusto sistema sobre el que se construyeron algunos de los más grandes clásicos del séptimo arte.

A su vez, Chazelle hace rezongar a sus personajes contra los códigos de moral modernos, pero no duda en oscurecer sus escenas más explícitas y obedece a la misma industria que pretende criticar. Es más, termina condenando a la muerte o al ostracismo a sus imperfectos protagonistas, mientras le otorga un glorioso final al único personaje decente en toda la película, remarcando sus cualidades hasta el último segundo y denunciando el suicidio asistido de una estrella hecha y derecha. Su discurso suena profundamente reaccionario. No solo contra la industria que le negó su Oscar, sino también contra todos los que lo antecedieron y le abrieron el camino.

Por último, subestima a su público con la mayor cantidad de vulgaridades efectistas y escenas escatológicas posibles, haciéndonos cómplices y víctimas a la vez de su provocación de niño mimado y “edgy”. Y finalmente envuelve todo en papel de seda barato para convencernos de su supuesto amor por el cine. Con un discurso sensiblero, la chimentera encarnada por Jean Smart apacigua a un atribulado Jack Conrad diciéndole lo que quiere escuchar, con un cinismo digno de una de las mejores actuaciones de la película. Cuando termina, nos vamos de la sala como Jack, agradecidos de que nos hayan dado lo que creímos necesitar.

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Ana Manson

Editora