Algunas películas son engañosas por su simpleza. Cuando además estamos hablando de animación, gran parte del público -e inclusive la crítica- tiende a desvalorizar la profundidad que se camufla en lo sencillo. Ese es el caso de Mi amigo robot (2023), una coproducción hispano-francesa basada en el comic del mismo nombre de Sara Varon. Con un dibujo naif y sin la necesidad de diálogos, nos presenta un estudio sobre lo que es la soledad y cómo los vínculos, a pesar del tiempo y las circunstancias, son transformadores.
Nos encontramos en una Nueva York en la década de los ochentas, cuando las películas todavía eran vistas en VHS y algunos hits de música disco todavía sonaban en pesados grabadores. Dog es un perro que vive solo en un modesto apartamento y que pasa buena parte del día en su sofá, viendo películas o cenando con la única compañía de su televisor. El asiento le queda grande y la falta de compañía es algo que le pesa. Combatir esta soledad tiene una solución rápida, le asegura una publicidad. Tan solo basta con una compra y pronto un repartidor deja en su puerta a su nuevo amigo: Robot.
Esa química inicial se fortalece con el pasar de los días. Acompañamos a estos dos personajes mientras Dog hace de guía a Robot, compartiendo con él cada una de sus aficiones y cosas favoritas. Robot responde con inocencia y asombro, maravillado por cada pequeño descubrimiento y la rutina compartida parece conectarlos cada día más.
Hasta que un fatídico día un inocente error separa al dúo, dejando al robot oxidándose en la arena, mientras Dog no tiene otra opción más que dejarlo atrás. Presenciamos la angustia de Dog al ver pasar el tiempo, contado los días para que el predio reabra y poder rescatar a su compañero. Robot, inmovilizado, no tiene otra salida más que soñar.
De España al mundo
Si bien a simple vista parecería ser la gran sorpresa entre las nominadas a Mejor Película de Animación de los premios de la Academia, Robot Dreams no solo tuvo su estreno mundial en el Festival de Cannes, sino que ganó esa misma categoría en los Goya y también se llevó el premio al mejor largometraje en Annecy, el festival de animación más grande del mundo.
Tan solo basta adentrarse un poco en la historia para comprender que detrás de lo que parece una caricatura no tan distinta a aquellas que veíamos en la infancia, se despliega una película que explora con profundidad los diversos matices del antes, mientras y el después de una relación. La colección de gags que compone la rutina del dúo va dando lugar a una historia más madura, explorando las posibilidades de lo onírico al buscar una mayor complejidad en el relato visual.
Es así como Pablo Berger (Blancanieves) entrega una película que toca estos temas con gran emotividad, logrando transmitirlos de manera magistral sin la necesidad de diálogos. Ahí es donde hace aparición la música, enfocada sobre todo en grandes hits de la década del ochenta y como un lenguaje universal que no solo ambienta las fantasías más surreales, sino que se convierte en el vehículo para conectar con el otro sin la necesidad de palabras. No es algo que se reserva solo para los protagonistas, sino que también se da en la gran cantidad de pequeñas historias individuales que suceden a su alrededor con los habitantes antropomórficos de esta ciudad.
Como si de contestar la pregunta de Philip K. Dick se tratase, puede que no haya cameos de ovejas eléctricas, pero cada uno de los sueños de Robot vuelven a un punto con el que todos podemos conectar. Es la misma reflexión que hace que nos sintamos representados por las vivencias de un perro y su soledad en una de las metrópolis más grandes del mundo. Tal como Past Lives (2023) abordó el tema, Mi amigo robot logra representar esa chispa única e irrepetible que tenemos con ciertas personas, así como del agridulce reconocimiento de que ciertas relaciones son desafiadas por el destiempo, al a veces coincidir con la persona correcta en el momento equivocado.
Logrando contemplar los distintos ángulos de la relación, Berger jamás define si lo que está plasmando es romántico o una amistad. ¿Acaso duele más alejarnos de una pareja que de una amistad tan cercana? Platónico o no, estamos hablando de un amor palpable, de aquellos que mantienen la noche en vela y que invaden nuestros pensamientos con el pasar de los meses. De la misma forma, logra retratar esas pequeñas cosas que el amor resignifica, cuando una comida o una canción inevitablemente quedan ligadas a una persona.
Y eso es justamente lo que la película logra, que a través de los ojos de un robot y un perro revivamos nuestros propios pasajes. Es la conciencia de que todos, así como Dog y Robot, en algún momento miramos para atrás con el corazón un poco roto, para llegar a donde debemos ir.
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