Tomándose unas vacaciones en una paradisíaca isla griega, Leda Caruso (Olivia Colman) es una profesora universitaria que disfruta tanto del mar como de perderse en sus libros y notas de trabajo. Un poco huraña y distante, pero aparentemente cómoda en su soledad, intenta ignorar a una ruidosa familia greco-estadounidense que constantemente interrumpe su descanso. Pero es en ciertos intervalos en que, a la distancia, nota a Nina (Dakota Johnson), una madre joven que por momentos parece extenuada intentando criar a su pequeña hija. Un momento de silenciosa empatía le arranca a Leda unas lágrimas. Este intrínseco entendimiento parece dejar caer una de las tantas barreras detrás de las cuales se esconde nuestra protagonista.
La ópera prima de Maggie Gyllenhall no es una película fácil de digerir para todo el mundo, las ambigüedades que atraviesa son una decisión consciente, adaptando el texto de Elena Ferrante, labor que le valió el premio a Mejor Guion en la 78° edición del Festival de Cine de Venecia.
Filmada con una llamativa cantidad de primeros planos, cada encuadre de Gyllehaal parece buscar las grietas que nos permitan espiar aquello que los personajes guardan recelosamente. Y es que gran parte de la película se basa en lo que no se dice, en lo tabú. Culturalmente, pocas cosas se le cuestionan tan duramente a una mujer como su aptitud para la maternidad, el mandato de ese rol que debe ser abrazado naturalmente, mientras que para los padres en muchas ocasiones es simplemente aceptado como una condición opcional.
Entrelazando la historia con una serie de flashbacks, vamos de a poco descubriendo las vulnerabilidades de Leda, dando lugar a que Colman demuestre la gran presencia escénica a la que ya nos tiene acostumbrados. Pero es a remarcar también la interpretación de Jesse Buckley, representando al mismo personaje en su versión más joven. En ella vemos la lucha para hacer malabares al criar a sus jóvenes hijas, mientras su marido es acaparado por su trabajo y Leda intenta llegar académicamente mucho más lejos de lo que su propia madre pudo. Hay un resentimiento ahí, una marca apenas nombrada, que no por ser poco visible carece de profundidad. Impresiona un poco ver a Buckley en el papel, logrando copiar casi perfectamente el tono de voz de Coleman, hasta engañarnos si cerramos los ojos y simplemente la oímos mientras entrega todo en el rol.
La película se desarrolla lentamente, creciendo con ella esta latente y constante sensación de violencia, tanto por heridas emocionales que sangran cada vez más profusamente, como por el entorno que rodea a la protagonista. Leda intenta mostrarse fuerte y marcar límites a todo aquel que la antagoniza, pero es Will (Paul Mescal), un joven irlandés que trabaja en el lugar donde ella se hospeda, quien le da un consejo: “Lo que hizo fue increíble, pero no vuelva a hacerlo de nuevo.” Hay un precio detrás de sus decisiones, por más admirables que resulten dentro de su subjetividad, respuesta a sus necesidades más inmediatas.
The Lost Daughter (2021) no habla simplemente de una niña perdida o una madre que juega su papel de manera casi fetichista en la seguridad de cargar a una muñeca. En el relato, Gyllenhall señala una herida colectiva, transgeneracional y cultural. No encontramos una bajada de línea dogmática respecto a si el deseo por maternar es aquello que determina las actitudes frente a la tarea, sino una honesta mirada a la multiplicidad de sensaciones y maneras de afrontar una situación tan cotidiana como titánica.
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