Misión: Imposible ya está perdiéndose en el horizonte, mientras su última entrega estrena en formato digital y esperamos que llegue pronto a streaming por nuestras tierras. A modo de despedida, este es un buen momento para pensar qué nos deja esta saga que, con los años, terminó convirtiéndose en una experiencia única en la historia del cine.
Mirada integralmente, esta tirada de ocho películas representa una apuesta por lo humano y por lo colectivo como condición ineludible para alcanzar las soluciones a nuestros problemas como especie, en un mundo que fue poniéndose cada vez más complejo, y que las misiones ejecutadas por Tom Cruise supieron retratar.

No por nada la primera entrega, Mission: Impossible (1996, Brian de Palma), presenta a un Ethan Hunt que ya en el comienzo pierde a todo su equipo. Traicionado y abandonado, se ve obligado a trabajar solo, como un forajido, hasta lograr reunir trabajosamente a un nuevo escuadrón de marginales como él. Un cambio radical respecto de la célebre serie televisiva de los ‘60.
Esa fórmula, la del grupo como un ente siempre dinámico y en movimiento, irá creciendo con el correr de las películas. Al punto tal de que, en la etapa que tuvo al mando al director Christopher McQuarrie, ese aspecto se consolidará como el eslabón más importante (si no el único) para cumplir las misiones. Empezamos con Ethan solo, forzosamente solo, y terminamos el recorrido con él como parte de un grupo. Varios grupos.

A lo largo de sus casi 30 años de vida, la saga de Misión: Imposible mostró, acaso sin proponérselo, los devenires del mundo desde finales del siglo XX a los tiempos caóticos e inaccesibles de este presente impersonal e hiper tecnologizado.
Un viaje en el tiempo
¿Qué teníamos en la primera? Un grupo de espías salidos de la Guerra Fría, incómodos con el nuevo orden y desajustados en los tiempos del capitalismo global. Esto los lleva a traicionar a sus propios gobiernos, como el caso de Jim Phelps (Jon Voight), el antagonista de aquella película.
En ese contexto Ethan Hunt debe convertirse en un hábil agente lanzado a un mundo desconocido. Algo similar a lo que ocurría con el rebooteado James Bond de Goldeneye (1995, Martin Campbell), el film que se había estrenado el año anterior y donde el agente 007 también era definido por sus superiores como una “reliquia de la Guerra Fría”. Algo había cambiado.

Ya para Mission: Impossible 2 (2000, John Woo) ingresamos de lleno en el imaginario del nuevo milenio: el fin del mundo había sido anunciado pero al final no llegó. Lo analógico iba despidiéndose de nuestras vidas y las innovaciones tecnológicas empezaban a solucionar muchos de los problemas de la humanidad, mientras por los costados crecían silenciosamente las corporaciones.
Era un reflejo natural, entonces, concebir una película barroca, estridente y exagerada, con motos y armas voladoras, y un Tom Cruise que escalaba montañas mientras hablaba por teléfono quejándose de que le interrumpieran las vacaciones. El mundo estaba de vacaciones, o por lo menos así se recuerdan los primeros 2000. Una fiesta que nadie quería perderse, el cine como reflejo del mundo maravilloso que nos mostraba, con una sonrisa, el siglo naciente. Todo era optimismo, divertimento y pochoclos.

El miedo incipiente
Pero poco tiempo después, y sobre todo a partir del atentado a las Torres Gemelas en 2001, la sociedad occidental encontró en la paranoia el reverso desagradable de aquella efervescencia: los criminales seguían siendo criminales y cualquiera podía poner al planeta patas arriba. Le había pasado a Estados Unidos, el corazón del capitalismo global. Y así, con un experto en aventuras sci-fi como J. J. Abrams, Mission: Impossible 3 (2006) reflejó ese vibrante estado de cosas.
Un año antes, el propio Tom Cruise había protagonizado War of the Worlds bajo las órdenes de Steven Spielberg, una película que utilizó un relato clásico sobre una invasión alienígena como una reacción directa a ese miedo creciente, casi irracional, a lo desconocido. Como en aquel film, el Ethan Hunt que encontramos en la tercera película de Mission: Impossible es un hombre de familia que debe salir corriendo (literalmente) para salvar al mundo.

El villano que compone Phillip Seymour Hoffman para la tercera entrega de Mission: Impossible es, de hecho, el típico malvado corporativo y sin escrúpulos que luego se haría norma no solo en otras películas de la época sino en nuestra realidad cotidiana. La misteriosa pata de conejo. La tensión estaba en el aire y no parecía haber lugar para posiciones entusiastas. Tom Cruise afrontó esa crisis corriendo hacia el siguiente nivel, mientras sobre la marcha iba averiguando de qué se trataba.
Nuevos aires
Y la respuesta estuvo en la animación. El actor y J. J. Abrams fueron a buscar a Brad Bird, un director que había hecho The Incredibles (2004) y Ratatouille (2007) y que nunca se había aproximado al live action, para que tomara las riendas de Mission: Impossible – Ghost Protocol (2011). La entrega en la que el protagonista se colgaría del edificio más alto del mundo en Dubai y daría origen a una larga serie de acrobacias ejecutadas para ofrecer al público el espectáculo más realista posible.
Esa película, que contó con el aporte de un tal Christopher McQuarrie para corregir el guion, se convirtió en la toma de posición ideológica del naciente tándem de Cruise con ese director: el cine como una apuesta total, como vehículo único y definitivo hacia su forma más trascendente.

No lo sabíamos, pero Cruise empezaba por entonces a perfilarse como un factótum de un tipo de cine elaborado exclusivamente para la pantalla grande, la vivencia en las salas como experiencias comunitarias y transformadoras. Grupos humanos sorteando problemas y ejecutando proezas para otros grupos humanos sentados en sus butacas. Un ida y vuelta enriquecedor. A partir de ahí solo quedaba seguir subiendo.
Tiempo de clásicos
Con la sociedad Cruise-McQuarrie vendría la etapa más gloriosa -y final- de la saga. Secuencias de acción superadoras con saltos al vacío literales combinadas con referencias permanentes al cine clásico de espías. Eso fueron Mission: Impossible – Rogue Nation (2015) y Mission: Impossible – Fallout (2018), empresas grandilocuentes dentro del cine del género pero que a la vez potenciaban lo humano como una búsqueda permanente, los amigos como red de soporte y contención.
A esa altura, Benji, Luther e Ilsa eran también aliados nuestros, personajes que veíamos cada determinado número de años y con quienes sufríamos y nos aliviábamos.

Esa fue la apuesta que reforzaron las dos entregas finales de la saga, Mission: Impossible – Dead Reckoning (2023) y Mission: Impossible – The Final Reckoning (2025). Antes, el tándem Cruise-McQuarrie -más Joseph Kosinski en la dirección- habían “salvado” a la industria (en palabras del propio Spielberg) con el arrollador éxito de taquilla de Top Gun: Maverick (2022). El actor debió resistir incluso los cantos de sirena de un “prometedor” estreno en streaming para sortear las restricciones de la pandemia.
Y si efectivamente esa película había salvado al cine, las últimas dos de Mission: Impossible llegarían para hacer un llamado por un “toque humano” en un mundo despersonalizado, histérico y dominado por la inteligencia artificial. La IA es la antagonista de estos films. En el final de su largo recorrido, la saga presenta un villano sin cuerpo, sin moral, sin alma. Pero a esa infección del sistema digital global, que pone a las potencias militares al borde del colapso, Ethan Hunt responde con avionetas y sumergido en un submarino.

“Ya lo vamos a resolver”
El mantra repetido una y otra vez por varios personajes a lo largo de The Final Reckoning representa justamente eso: la esperanza en la creatividad y la improvisación humanas.
Ya habíamos tenido una advertencia sobre esta posición autoral de Cruise-McQuarrie cuando, a punto de desmantelar una bomba en Dead Reckoning, la IA le pregunta a Benji qué es lo que más importante para él. El personaje duda, está bajo presión y no se quiere exponer, pero comprende finalmente que tiene que responder la verdad: “Mis amigos”, dice al borde de las lágrimas. Tal vez dio demasiada información, pero era necesario. La mecha todavía está encendida.
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