Dancing with myself

Matate, amor: Jennifer Lawrence pone el cuerpo como campo de batalla

 Lynne Ramsay regresa con una fábula brutal sobre la maternidad, el deseo y la locura.

por | Nov 6, 2025

Desde su primera secuencia, Die My Love (2025) deja claro que no piensa ofrecer consuelo. Lynne Ramsay comienza su historia con una imagen de Jennifer Lawrence (Grace) reptando por un campo, con un cuchillo en la mano y el llanto de un bebé al fondo. No hay explicación inmediata. Solo el cuerpo, el movimiento, el instinto.

Esa tensión entre lo salvaje y lo doméstico se vuelve el corazón de la película: un retrato del deseo que se transforma en jaula. Lawrence no interpreta a una “madre en crisis”, sino a una criatura que se desintegra intentando entender qué significa amar cuando el amor duele más que sana. Ramsay filma la escena como si el sol quemara los bordes de la cordura.

La película, basada en la novela de Ariana Harwicz, no se interesa por el diagnóstico ni por el alivio. Prefiere mostrar el vértigo emocional, esa línea delgada entre la ternura y la furia. Grace, recién llegada al campo junto a Jackson (Robert Pattinson), parece vivir en un sueño febril: sexo salvaje, risas desbordadas y luego el abismo.

El bebé llega como consecuencia, pero también como detonante. Desde su llanto hasta su mera existencia, todo lo que antes era deseo ahora se convierte en agotamiento. La cámara de Ramsay no observa: acecha, como si supiera que cada gesto cotidiano puede convertirse en amenaza.

El retrato de Lawrence se apoya en una contradicción fascinante. Su Grace ama a su hijo, pero el amor no la salva. Lo que siente no tiene nombre, y esa es la tesis de Ramsay: que hay emociones demasiado grandes, demasiado feas, para caber en las palabras que solemos usar. La maternidad, aquí, es un idioma sin traducción.

Hogar, infierno y papel tapiz

Jackson trabaja lejos. Grace se queda sola, como si la casa rural fuera un escenario diseñado para descomponerse lentamente. El silencio se vuelve un enemigo. Ramsay muestra cómo el deseo no desaparece: se pudre. Hay una escena donde Grace se masturba sin placer, sin deseo, casi como si tratara de expulsar la desesperación de su propio cuerpo. Es una de las muchas formas en que Ramsay destruye la fantasía romántica de la maternidad: no hay ternura redentora, solo supervivencia.

Cuando Jackson vuelve, lo hace con buenas intenciones y torpeza infinita. El hallazgo de unos condones en su coche detona una pelea que pasa del ridículo a la tragedia. “Odio las guitarras”, grita ella, y el espectador se ríe con culpa. Esa mezcla entre humor y locura define el tono del filme: Ramsay encuentra comedia en la desesperación, una comedia siniestra donde la risa es apenas un reflejo del espanto. Pattinson interpreta a un hombre perdido, tan preocupado por ser decente que resulta insoportable.

Sissy Spacek, como la suegra, es la representación del optimismo inútil. Intenta ayudar con consejos de revista: yoga, agua con limón, autocompasión. Ramsay la filma con ternura, pero también con ironía. Nada de eso puede reparar a Grace, y la película lo sabe. En su universo, los gestos amables solo acentúan la distancia entre los vivos y los que fingen estarlo. El humor —negro, incómodo— funciona como espejo de esa impotencia.

Un animal doméstico y otras catástrofes

Jackson trae un perro, pequeño y nervioso. En otra película sería símbolo de esperanza. Aquí es una cuenta atrás. Ramsay evita el sentimentalismo: incluso la muerte del animal ocurre fuera de cuadro, más sugerida que mostrada. Lo que importa no es el hecho, sino el desgaste invisible que deja. Die My Love no es una historia sobre eventos, sino sobre erosión: la del cuerpo, la del deseo, la de la mente.

Lawrence se lanza al abismo sin red. Hay en su actuación algo casi primitivo, un pulso físico que recuerda a Gena Rowlands en A Woman Under the Influence (1974). Cada gesto suyo parece dictado por una fuerza más grande que la lógica. Cuando arranca el papel tapiz de las paredes, uno entiende que no está destruyendo la casa, sino su propia piel. Ramsay la filma con brutal compasión: el dolor no se explica, se contagia.

Y, aun así, la película es preciosa. Seamus McGarvey, director de fotografía, transforma los campos verdes en un limbo luminoso, un lugar donde la belleza se vuelve amenaza. El resultado es un delirio pastoral que oscila entre el sueño y el infierno. No hay certezas visuales: a veces lo que parece real es fantasía, y lo que debería ser fantasía se siente demasiado real. La moto que conduce LaKeith Stanfield atraviesa esta ambigüedad como un cometa erótico: breve, brillante, probablemente inventado.

El cuerpo como paisaje

Ramsay tiene un don: hacer que lo físico sea el lenguaje principal. En Die My Love, cada plano es una extensión del cuerpo de Grace. Su respiración, su sudor, su rabia impregnan la pantalla. No hay música que suavice los golpes, solo sonidos que raspan. Cuando Lawrence baila sola “Mickey” de Toni Basil, lo hace con una energía adolescente que roza la histeria. Es un momento divertido y trágico a la vez: el cuerpo como única forma de protesta.

El contraste con la comunidad rural es brutal. En una fiesta de vecinos, Grace se rodea de madres felices que hablan de sus hijos como si fueran trofeos. Ramsay convierte la escena en una sátira cruel sobre la normalidad: la risa de las otras mujeres suena hueca, casi monstruosa. Grace se ríe también, pero se nota que su mente está en otro lugar. El espectador entiende que su distancia no es arrogancia, sino defensa. En ese mundo, la cordura es un disfraz caro.

Lawrence aporta una corporeidad inusual en su carrera. No interpreta la locura como exageración, sino como erosión lenta. Su rostro, redondo y cansado, se vuelve mapa de batalla. La cámara se queda en sus ojos demasiado tiempo, obligándonos a mirar lo que ella ya no puede. No hay glamour posible, solo humanidad en carne viva.

Amor, furia y soledad compartida

Die My Love podría ser un drama sobre la depresión posparto, pero Ramsay no filma una enfermedad: filma una combustión. Lo que quema a Grace no es solo el desequilibrio hormonal, sino el choque entre lo que se espera de una madre y lo que realmente puede soportar. Cada gesto, cada silencio, cuestiona la idea del “instinto maternal” como verdad universal. Ramsay desmantela el mito sin discursos, solo con imágenes que arden despacio.

Jackson, con sus torpes esfuerzos, encarna a una generación de hombres perdidos ante el dolor femenino. No es un villano, pero su desconexión es letal. En su intento de “hacer lo correcto”, deja a Grace atrapada en una soledad que ni siquiera reconoce como tal. Ramsay retrata esta dinámica sin moralismos, con humor ácido y compasión feroz.

El guion avanza sin una estructura convencional. Ramsay prefiere el caos, el flujo emocional. La película se siente más como un sueño febril que como una narración lineal. Lo importante no es entender, sino sentir. Cada escena es una pequeña detonación emocional que deja marcas.

Risa, horror y redención

Lo más sorprendente de Die My Love es que, a pesar de su oscuridad, es divertida. Ramsay no le teme al absurdo: sus personajes gritan, bailan, rompen cosas y luego se ríen de sí mismos. El humor negro se convierte en un mecanismo de supervivencia. Incluso cuando Grace se desmorona, hay un destello de ironía que evita el melodrama. Ramsay demuestra que el horror y la risa son hermanos siameses: ambos nacen del mismo desconcierto ante la vida.

Visualmente, la película es un espectáculo. Los colores saturados, los encuadres imposibles y la luz cambiante crean una sensación de delirio controlado. Cada plano parece diseñado para desequilibrar. Ramsay, fiel a su estilo, evita las respuestas fáciles. En su universo, el dolor no tiene moraleja.

La presencia de LaKeith Stanfield como el motociclista misterioso añade una nota onírica que rompe el realismo. Su breve aparición sirve para recordar que la fantasía, incluso la sexual, puede ser un refugio. Ramsay mezcla lo erótico y lo trágico con una naturalidad que desarma.

Bailar con uno mismo

Al final, Die My Love no busca redención, sino reconocimiento. Grace no se cura, no se ilumina ni se salva. Simplemente sigue existiendo, y eso ya es una forma de victoria. Ramsay transforma la locura en coreografía: un baile solitario contra el silencio.

Jennifer Lawrence entrega la interpretación más honesta y feroz de su carrera. Su Grace no pide simpatía; exige comprensión. Es el tipo de papel que redefine a una actriz. Ramsay, por su parte, confirma su lugar como una de las cineastas más valientes de su generación: capaz de encontrar belleza en la descomposición y humor en la tragedia.

Al salir del cine, queda una sensación rara, casi eufórica. Die My Love no te aplasta, te despierta. Es una película que duele y libera al mismo tiempo. Una carta de amor a quienes se atreven a mirar su propio abismo sin pestañear. Porque, al final, todos somos un poco Grace: bailando solos en medio del desastre, esperando que el sol no salga todavía.

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