Jurassic World: Rebirth (2025) es un intento tibio, pero consciente, de revitalizar una franquicia que parecía agotada. Para la labor, el director Gareth Edwards retoma la idea de los dinosaurios, en su versión más salvaje e impredecible. Por lo que, de inmediato, remite a la ya mítica primera trilogía, que no solo revolucionó los efectos especiales a un nivel por completo nuevo, sino que relanzó el cine de aventura. Pero desde el debut de Jurassic Park en 1993, lo que era una combinación efectiva de ciencia ficción, comentario ético y espectáculo visual ha pasado por una serie de reinterpretaciones de calidad irregular.
La película original, dirigida por Steven Spielberg, logró establecer un estándar difícil de igualar gracias a su dominio narrativo y técnico. Desde entonces, cada continuación ha lidiado con la expectativa de replicar esa mezcla entre maravilla y peligro sin terminar de conseguirlo. Jurassic World: Rebirth, que le rinde homenaje con insistencia y en ocasiones, con menos habilidad de lo necesario, es un regreso más medido, que apunta a reconectar con las emociones básicas del primer filme. Pero sin renunciar del todo al modelo de entretenimiento masivo que define a la saga moderna.

Por lo que la cinta llega en un contexto de agotamiento creativo y comercial, con una última entrega que decepcionó tanto a crítica como a público. De modo que el retorno de David Koepp al guion marca una decisión estratégica. Su participación no revoluciona la narrativa, pero introduce un ajuste necesario en el tono. Así que la historia vuelve a centrarse, aunque con matices, en la tensión entre humanidad y biotecnología, ahora filtrada a través de personajes nuevos que, si bien carecen de complejidad, son algo más que piezas en un tablero salvaje en perpetuo intento de huir de los dinosaurios.
Una escala colosal
Pero el elemento que más diferencia a Jurassic World: Rebirth de sus predecesoras inmediatas es la dirección de Gareth Edwards, que imprime al filme un sentido del espectáculo más controlado y atmosférico. Su experiencia previa en el cine de monstruos y ciencia ficción como The Creator (2023) le permite manejar con mayor precisión el suspenso y la escala.
Aunque la película no escapa a los lugares comunes del blockbuster contemporáneo, hay secuencias donde el peligro se construye de forma más efectiva, recuperando el temor primario que provocaban los dinosaurios en sus primeras apariciones. En lugar de saturar la pantalla con acción sin respiro, Edwards apuesta por momentos de tensión sostenida. No reinventa la franquicia, pero al menos la orienta hacia una versión más sobria de sí misma.

La historia comienza en un mundo ya acostumbrado a la existencia de dinosaurios, un tema que ya se tocó en Jurassic World: Dominion de 2022. Sin embargo, la convivencia entre especies humanas y prehistóricas sigue siendo compleja y la mayor parte del tiempo, peligrosa. No obstante, el mundo científico de la historia comienza a entender con más claridad las ventajas que pueden brindar las bestias prehistóricas para diversas investigaciones. En ese escenario, Martin Krebs (Rupert Friend), un empresario ligado a la industria farmacéutica, decide explotar genéticamente el ADN de dinosaurios para fines médicos.
Para lograrlo, recluta a la mercenaria Zora Bennett (Scarlett Johansson), paleontólogo Henry Loomis (Jonathan Bailey) y al capitán de barco Duncan Kincaid (Mahershala Ali). Este trío, que parece diseñado con molde narrativo, sirve como catalizador para una aventura que vuelve al esquema de expedición en isla remota. Sí, hay una isla secreta. Sí, hay dinosaurios imposibles. Y sí, hay problemas desde el minuto uno.
Más de lo mismo
La premisa, sin embargo, no es del todo desechable. La idea de usar genoma de dinosaurio como base para avances médicos es un giro que al menos intenta justificar la aventura desde otro ángulo. Lo que sabotea esa intención es el guion, que trata estas ideas con una ligereza preocupante. Hay momentos donde la trama parece al borde de una reflexión interesante, pero rápidamente se descarta para dar paso a otra escena de persecución.

El contraste entre la ambición temática y la ejecución superficial es evidente. Aun así, el universo que explora Jurassic World: Rebirth resulta más coherente que el de sus dos predecesoras. Aquí hay reglas, hay un mundo con consecuencias, y aunque la lógica a veces se tambalea, se percibe un intento de construir algo más sólido. Es un paso, quizás mínimo, pero necesario para brindar personalidad a la cinta.
Aun así, uno de los principales conflictos de Jurassic World: Rebirth es su dificultad para encontrar un equilibrio entre la acción y el desarrollo narrativo. La primera mitad del film transcurre casi en su totalidad a bordo de un barco, lo cual podría haber servido para profundizar en las relaciones entre los personajes o construir una tensión sostenida.
No obstante, no lo hace. En lugar de aprovechar ese espacio cerrado para un thriller con carga psicológica o dramática, la película se pierde en diálogos insustanciales, escenas alargadas y una sensación general de espera sin propósito. Cuando finalmente los personajes llegan a la isla — casi una hora después de comenzar la cinta — el ritmo no mejora de inmediato. Aparece otro grupo de personajes, apenas conectados con los protagonistas, y con su aparición, el relato se fragmenta aún más.

Un nuevo monstruo al acecho
El “nuevo” dinosaurio estrella, el D-Rex, es quizás el síntoma más claro de que la franquicia no sabe bien cómo seguir sorprendiendo. La criatura, que debería ser el centro del asombro y el terror, tiene una apariencia genérica. Y no lo ayuda la paleta de colores verdes y grises, que lo hacen confundirse con piedras y troncos. Su diseño rompe por completo con la lógica visual de los dinosaurios anteriores y se siente ajeno al tono que Jurassic World: Rebirth intenta recuperar. En lugar de generar impacto, su aparición provoca confusión. Y lo que es peor: apenas aparece.
Se lo introduce al principio, se lo guarda hasta el final, y en el medio, simplemente, desaparece. Su función narrativa es mínima, su amenaza es difusa, y su potencial visual se desaprovecha. En un universo que ha mostrado T-Rex, velociraptores, mosasaurios y toda clase de híbridos exagerados, este monstruo ni siquiera logra ser memorable.
Esto no sería tan grave si no fuera porque la película claramente lo promociona como su principal atracción. El marketing lo vende como la gran novedad, la criatura definitiva, el villano biotecnológico que pondrá todo patas arriba. Pero no. El D-Rex entra con fanfarria y sale por la puerta de atrás, sin haber dejado huella.

Y es ahí donde la falta de ideas se vuelve evidente. Después de siete películas, la fórmula ya no da para más híbridos sorpresa. Lo que se necesita no es otro dinosaurio con esteroides, sino una nueva forma de pensar la amenaza, el conflicto, el misterio. El problema no es el diseño de la criatura, sino el vacío creativo que representa.
Buena dirección, guion fallido
Si hay algo que Jurassic World: Rebirth logra — aunque sea de forma parcial — es recuperar cierta atmósfera perdida en las entregas anteriores. No por completo, ni con la consistencia que uno desearía, pero al menos hay fragmentos donde el sentido del asombro y del peligro regresan, aunque sea a cuentagotas. El mérito mayor, sin duda, recae en Gareth Edwards y su mirada precisa sobre lo monumental.
Algunas escenas transmiten ese equilibrio extraño entre lo maravilloso y lo letal que convirtió a la película original en un fenómeno cultural. Cuando la acción finalmente se suelta, aunque tarde, hay un par de momentos que realmente funcionan. No porque sean espectaculares en sí mismos, sino porque están construidos con ritmo, tensión y una idea clara de lo que el espectador espera ver.

Pero también es cierto que para llegar a esos fragmentos efectivos hay que atravesar demasiados tramos de relleno, demasiadas decisiones narrativas seguras y demasiado temor a innovar de verdad. El guion nunca arriesga, la estructura es predecible, y la película parece más interesada en preparar secuelas que en cerrar bien lo que propone.
Jurassic World: Rebirth no se siente como una obra con identidad propia, sino como una extensión cautelosa de una fórmula ya explotada. Por lo que hay nostalgia y poco riesgo. Y eso, en una franquicia que empezó con la idea de desafiar lo natural, es una contradicción bastante incómoda.
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