¿La mejor del año?

Una batalla tras otra: una sátira salvaje sobre el poder y la paternidad

Paul Thomas Anderson vuelve a filmar el presente para hablar sobre la coyuntura sociopolítica de un mundo en cambio y conflicto constantes.

por | Sep 27, 2025

Es muy probable que el germen de lo que se convertiría en Una batalla tras otra (2025) haya surgido hace mucho tiempo en la mente de Paul Thomas Anderson. Sin embargo, la película dialoga con la distopía y la crueldad del mundo que habitamos en la actualidad desde sus primeros planos, que se sitúan en un campo de concentración para inmigrantes ilegales.

A partir de esos primeros minutos la película se convierte de forma literal en lo que su título pregona: los personajes enfrentan un conflicto tras otro durante sus casi 3 horas de duración, que no se sienten por su ritmo frenético y su tensión sostenida.

Paul Thomas Anderson es un narrador prodigioso, con una filmografía de tan solo 10 largometrajes que no podrían ser más distintos entre sí pero que, sin embargo, comparten su inconfundible sello de autor. Una batalla tras otra es la segunda película en la que elige situar la acción en el tiempo presente -solo lo había hecho en Magnolia (1999)- para construir una sátira que se burla de quienes detentan el poder en el mundo, pero también (aunque en una forma mucho más amable) de quienes luchan contra ese status quo.

Lo novedoso es que lo hace con una narración de acción trepidante que nada tiene que ver con el ritmo que caracteriza a sus obras anteriores, y la ejecuta de forma impecable. Da la sensación de que todas las películas anteriores lo prepararon para hacer este ejercicio de síntesis perfecta sobre su visión del mundo y de quienes lo manejan.

La humanidad desencantada

Leonardo DiCaprio es Bob Ferguson -en una interpretación claramente inspirada en The Dude (Jeff Bridges) de The Big Lebowsky (1998)-, un experto en bombas que opera en un grupo de guerrilleros que en esa secuencia inicial irrumpen en el campo de concentración para inmigrantes con el fin de liberarlos.

Su pareja, Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor se adueña de este nombre icónico que será resignificado hacia el final de la película, en un momento musical digno de ser aplaudido de pie), es parte del mismo grupo.

En medio del operativo se ocupa de rebajar al director del centro, el coronel Steven Lockjaw, a cargo de un enorme Sean Penn. En ese momento se forja un vínculo entre ambos, que signará la suerte de Perfidia y el futuro de Bob, convirtiendo a Lockjaw en el enemigo más directo a combatir durante el resto de la historia.

Luego de escarceos varios y un embarazo que parece ser mucho más bienvenido y deseado por Bob que por Perfidia, esa familia ensamblada al calor de la revolución se quiebra. Perfidia prefiere seguir peleando en vez de quedarse en su hogar con su hija recién nacida y con Bob (quien sí parece haber entendido el cambio de prioridades y, en consecuencia, el cambio de vida que la llegada de un hijo implica), y en un acto terrorista que sale mal, Perfidia es capturada.

Tras esta presentación de conflictos y personajes ejecutada de forma sublime durante la primera media hora de la película, hay un salto en el tiempo hasta un Bob retirado y decadente. Tanto él como su hija Willa (Chase Infiniti), que ya tiene 16 años, viven refugiados en un pueblito de inmigrantes bajo identidades falsas.

Mientras Bob solo quiere criar a su hija en paz lejos del peligro de la revolución, Willa trata de vivir una adolescencia normal soportando la indolencia de su padre sin saber mucho sobre su pasado y sobre quién fue su madre.

Esa paz se verá rota cuando Lockjaw, quien está tratando de ser aceptado en una sociedad secreta de supremacistas blancos (es destacable la secuencia en la que nos presentan el lugar en el que esta sociedad opera), vuelva a perseguirlos para cerrar cualquier cabo suelto que pudiera afectar su ingreso en dicha organización.

El trabajo de Sean Penn es descomunal y lo hará muy probablemente candidato a quedarse con un Oscar, ya que su interpretación se roba la película. En una historia en la que lo más interesante son las contradicciones que habitan sus personajes, Lockjaw es el personaje que encarna el paroxismo de la antinomia. Un militar condecorado de conducta implacable que es profundamente racista pero que al mismo tiempo arde en deseo por las mujeres negras, y encuentra en Perfidia el objeto de su capricho y también, de una forma muy retorcida, de su amor.

Es en ese deseo que Lockjaw deja que veamos su vulnerabilidad y su necesidad de ser aceptado, ya sea -paradójicamente- por una guerrillera negra o por una asociación racista. Y ese mismo costado vulnerable va a aflorar nuevamente cuando se encuentre con Willa y con todo lo que su existencia significa, en emociones en extremo contrapuestas, para él.

Por otro lado, Bob es el corazón de la película: DiCaprio encarna a un idealista vencido por un mundo que ya no entiende. Un hombre que renunció a la revolución para preservar a su hija. Y ese amor es el único pilar que lo sostiene en una realidad en la que ya no sabe cómo rebelarse, aunque espiritualmente los ideales sigan intactos (algo que queda muy claro en la secuencia de la extracción y en la conversación en la que le repiten una y otra vez una pregunta para la que ya no tiene respuesta).

Por eso Una batalla tras otra es también una película sobre la paternidad, sobre el amor que se erige como la única verdad en un mundo en el que las demás creencias se desmoronan, sobre el mandamiento irrenunciable al que ni siquiera un hombre rendido a su apatía puede esquivar. DiCaprio logra que ese otrora héroe devenido en un despojo indolente y torpe sea entrañable, y que nos subamos con entusiasmo al viaje que implica acompañarlo en su odisea.  

Con varios puntos de contacto con Once upon a time in Hollywood (2019) a nivel temático (el ocaso y la decadencia de la estrella, sea esta un actor o un guerrillero), hay una escena en la que Bob observa a un personaje no binario que viene a buscar a su hija para ir a un baile en el colegio y exclama “Fucking freaks”, un claro guiño al “Fucking hippie motherfuckers” de Rick Dalton.

Lo curioso es que Rick Dalton se quejaba de los hippies siendo él mismo una representación del status quo, mientras que Bob encarna justamente a uno de esos hippies a los que Rick despreciaba. En ese juego de espejos Paul Thomas Anderson desnuda la contradicción de un personaje que supo combatir a un sistema del que, en alguna forma, también es parte al rechazar a sus nuevos marginados.

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Un collage de géneros

En una película en la que todos los personajes brillan, aún los que aparecen por solo unos minutos, destaca también Benicio Del Toro en una participación memorable que entrega pasos de comedia mucho mejor explotados que lo que supo hacer el otro Anderson (Wes). Los momentos en los que comparte pantalla con DiCaprio vuelan en gracia y química, y uno se queda con las ganas de haberlos visto más tiempo juntos.

Y es que Una batalla atrás de otra es una película de acción, pero también es un thriller que oscila entre el drama y la comedia en una ecuación donde los diferentes tonos están perfectamente amalgamados y balanceados. Es ahí donde se aprecia la madurez de un autor que pone en juego todo lo aprendido para crear una obra fresca y urgente, en la que se apropia de un género inexplorado resignificándolo: la pirotecnia y la violencia son un espectáculo visual, pero también son recursos que hablan de la decadencia de un sistema que usa, explota y escupe a las personas como si fueran simples piezas de descarte.

Es particularmente notable la secuencia de persecución del final, en la que el director juega con el eje vertical en una coreografía que parece abrevar de los maestros (la referencia a Hitchcock es evidente) para ejecutar la idea de una forma totalmente innovadora.

Y es que para hacer buen cine hay que ver mucho cine, algo que se respira en cada una de las obras de un director que parece empeñado en no repetirse a sí mismo ni en caer en lugares seguros y cómodos, lo cual se agradece en estos tiempos donde el cine se subordina cada vez más a los mandatos de los algoritmos.

El arte como herramienta de resistencia

Al principio de esta nota comentaba que este es el segundo largometraje en el que Paul Thomas Anderson elige narrar el tiempo presente, algo llamativo en una filmografía que se caracteriza por explorar emociones y etapas humanas usando instancias del pasado como contexto temporal.

En un momento histórico en el que los movimientos de derecha se alzan cada vez con más fuerza, en el que la libertad de expresión peligra en situaciones que hace tan solo tres o cuatro años nos hubieran resultado inverosímiles, esta elección no es casual.

Sobre todo cuando la película habla fundamentalmente de la lucha entre opresores y oprimidos (rebeldes que intentan con todas sus fuerzas que sus voces se escuchen, pero oprimidos al fin), y de cómo la misma lógica del sistema desgasta a quienes quieren cambiarlo, venciéndolos no en combate sino en la resignación a la que conduce el cansancio.

Los cuerpos se convierten en armas y en mercancías, en objetos que pueden ser apropiados desde lo material y desde lo simbólico, y es por eso que los momentos de erotismo que la película muestra se construyen desde esa lógica en la que el sexo funciona como un instrumento de poder.

Hay una expresión anglosajona, “expand the canvas” (expandir el lienzo), que habla sobre expandir los límites de lo posible. En esta película, Paul Thomas Anderson hace justamente eso: ampliar el alcance de lo posible y de lo esperable, incluso para alguien que hizo del virtuosismo su sello.

En esta película recoge lo mejor de la tradición cinematográfica norteamericana, pero también de los nuevos referentes del cine cool, para sintetizarlo en una obra que es un manifiesto sobre el costado más perverso del capitalismo. Algo como lo que hizo Martin Scorsese en El lobo de Wall Street (2013), una película muy distinta a Una batalla tras otra en lo formal, pero que comparte el ritmo vertiginoso, el tono satírico, y el amor por sus personajes.

Y como muchas veces se ha señalado a Paul Thomas Anderson como el mejor heredero de los maestros (con Spielberg y Scorsese a la cabeza), el final de Una batalla tras otra cobra otro peso en lo simbólico: la antorcha que pasa a alguien que nació dentro de un combate que no eligió, pero del que se termina apropiando para salir a pelear sus propias batallas.

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Rocío Freire Castro

Ex publicitaria, realizadora audiovisual y artista autodidacta. Tarantino es mi pastor.