Cuando los restos de un cargamento llegan a las costas de una isla aparentemente deshabitada, el destino lleva a que la robot Rozzum 7134 (Lupita Nyong’o) se active. Ahí, sin una directiva, empieza a acercarse a los distintos animales que se cruzan en su camino, adaptándose a su entorno hasta que finalmente aprende los diversos dialectos de la fauna.
Es tan solo cuando accidentalmente destruye un nido de gansos en que descubre no solo que uno de los huevos todavía está intacto, sino que también ahí está su nuevo propósito. A partir de entonces criará al gansito Brillo (Kit Connor) y deberá lograr que el pichón sobreviva en un mundo que solo parece favorecer al más fuerte.
El amor en todas sus formas
Hay que decirlo todo, no es la primera vez de Chris Sanders, quien ya había ganado nuestros corazones. Sus historias repiten ciertos temas como el de las familias dispares, los prejuicios que cargan quienes son diferentes o el vínculo entre infancias y animales salvajes que terminan demostrado su capacidad de amar. Ya sea en Lilo y Stitch (2002) o en su primera colaboración con Dreamworks, Como entrenar a tu dragón (2010), las películas de Sanders perduraron en la memoria de sus audiencias por el particular corazón que demostraron tener. En esta ocasión, adaptando el primer volumen de la trilogía homónima de Peter Weird, repite esa magia.
El mensaje principal de la película es claro: independientemente de nuestra programación, es el encuentro con el otro que cambia completamente cómo entendemos al mundo. En el caso particular de la sorpresiva maternidad a la que Rozzum debe enfrentarse, no importa en qué forma o especie venga una madre o un padre. Los hijos, así como cualquier pequeña criatura que criemos, no vienen con un manual. El cuidado de un pequeño ser vivo demanda adaptación y muchos desafíos, pero puede recompensarnos con amor incondicional.
Dividida en tres actos, la primera parte se enfoca en la forma en que Rozzum se relaciona con diversos animales, pasando del temor que estos sienten a lo desconocido a poco a poco la aceptación por parte de quienes la rodean. Entre el gran elenco original podemos encontrar a Bill Nighy, Matt Berry, Mark Hamill y Catherine O’Hara, esta última interpretando a Zarita, la zarigüeya. Sobrepasada en su rol de madre, puede que ya no le preocupa perder la cuenta de cuantas crías carga en su espalda, pero con dulzura y firmeza orienta a la robot en sus primeros pasos como guardiana del huevo.
Pedro Pascal se destaca como el astuto Fink, un zorro que en un comienzo quiere hacer de Brillo su almuerzo, pero luego toma un rol de guía, descaradamente enseñando a Roz las leyes de la naturaleza mientras trata de sacar provecho de su amabilidad. Además de recordarnos que la inclemencia del bosque no necesariamente va a perdonar a la inocencia de un pobre gansito, Fink sorpresivamente se encarga de alejar a la robot de sus razonamientos mecánicos y fríos, buscando despertar en ella el sentir y la imaginación. Hasta el más pillo y cínico depredador puede esconder un lado vulnerable.
Una pinturita
Estéticamente, lo primero que llama la atención de Robot Salvaje (2024) es como no encaja en el mar de franquicias y constantes secuelas a las cuales los más exitosos estudios de animación nos tienen acostumbrados, ni en tono ni en su impronta visual. Si bien Dreamworks ya había apostado por experimentar un poco con Los tipos malos (2022) y Gato con Botas: el último deseo (2022), en esta película se nota la intención de acercarse a un trabajo mucho más artesano. Es algo que no habían logrado desde que el estudio dejo de lado las técnicas tradicionales para enfocarse en la animación completamente computarizada.
Tomando como eje a conceptos relacionados con la naturaleza, los personajes aparecen bien definidos, pero están rodeados de pinceladas llenas de libertad que no temen ensuciar el lienzo digital al poner especial atención en las texturas. Mostrando una fuerte conexión con el subgénero de los paisajes en la pintura clásica, los artistas parecen buscar emular algunas de las técnicas que hoy día encontramos en museos.
Así es como los fondos se funden en la bruma como lo haría un óleo o una acuarela. Con el tiempo, Roz se va mimetizando más con el entorno y viéndose cada vez más sucia, ganando también personalidad. Cada marca sobre su cuerpo metálico parece hecha con el mismo pincel casi seco que tambien le otorga frondosidad al pelaje de los animales que la rodean.
El tercer acto marca un gran contraste con las dos primeras partes de la película, siendo muchísimo más dinámico y relacionado al origen de la robot. Si bien en un principio parece chocar con el relato que veníamos viendo, continúa reflejando las diferencias entre ambos mundos, el tecnológico y salvaje, además de subir las apuestas llegado el final. En lo visual, se beneficia al encontrar contraste en las dos paletas primarias que maneja la película.
Por un lado están los verdes y los tonos tierra que abundan en la isla, por el otro los colores fluorescentes que irradia la robot. Esos brillantes azules y rosados no solo dan una sensación casi etérea a ciertas escenas, sino que en las secuencias de acción enfatizan el movimiento, con sus luces trazando resplandecientes líneas en la oscuridad.
Una maquina con gran corazón
Como varios otros títulos de animación, la película aborda la problemática moderna en donde autómatas como El gigante de hierro (1999), Wall-E (2008) o el protagonista de la reciente Mi amigo Robot (2024) nos recuerdan una humanidad que el hombre moderno parece haber perdido. Al mismo tiempo, logra retratar a la naturaleza de una forma que recuerda a clásicos como el mismo Bambi (1942), dando una sensación de ser una fábula de otra época.
Con honestidad, se toca el tema de la muerte como algo con lo que todos los animales están familiarizados y que comprenden como parte fundamental de celebrar a la vida. Las criaturas del bosque no cantan, los depredadores abundan y el invierno puede ser mortífero. La combinación de ambos temas recuerda en gran parte a aquello que Hayao Miyazaki tiende a explorar, por lo cual es muy probable que las similitudes del diseño de Roz con el de los robots de El castillo del cielo (1986) sean un homenaje al maestro nipón.
La película evoluciona para llevarnos a otra reflexión que resuena fuertemente con los tiempos que estamos viviendo: la reivindicación del afecto. Porque si bien biológicamente hablando la supervivencia parece dictada para favorecer a unos pocos, la vida no se reduce a la racionalidad.
En este caso, hasta una robot puede inspiraros a encontrar otra lógica más cercana a la nacida en el corazón, una que dicta que a través del individualismo no hay salvación. En un mundo en donde la crueldad parece instalada y llena de prejuicios, Robot Salvaje nos recuerda que se pueden dejar de lado las diferencias y encontrar el mañana en la solidaridad.
Sanders lo logra de nuevo, entregándonos una película que desde el tráiler prometía lágrimas y consigue emocionar ante la belleza de sus mensajes y en donde la gran mayoría de sus personajes resultan queribles, entregando además un espectáculo visual con el que logra deslumbrarnos.
Sin duda, The Wild Robot es uno de los títulos de animación más fuertes de los últimos años, uno que de antemano nos deja intuir que seguramente va a hacer mucho ruido en la temporada de premios. Pero su mayor logro, tras haber disfrutado cada minuto de sus casi dos horas de metraje, se encuentra en cómo tiene todo para convertirse en un clásico moderno al que revisitaremos con cariño con el pasar de los años.
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