La gran tragedia de encariñarnos con un viajero temporal reside en que -en muchos casos- seguimos sus historias ya teniendo el diario del lunes en mano, advertidos de lo que se viene y que nuestro protagonista no puede prever. El tercer y último capítulo en honor al sesenta aniversario de Doctor Who (1963-) solo nos aseguraba una cosa: por segunda vez despediríamos a David Tennant del rol que lo marcó de por vida tanto en lo artístico como en lo personal. ¿Era posible aguantar otra vez que nuestro corazón se rompiera al oír nuevamente aquel apesadumbrado “No me quiero ir”?
Ahí donde La bestia estelar ofreció una cálida reunión y una divertida aventura, La salvaje lejanía azul apuntaba hacia algo más tétrico, explorando las culpas y nuevas interrogantes con las que carga el Doctor. Risitas es el último episodio de esta trilogía especial de aniversario, cuyo ritmo es explosivo de comienzo a final, y en donde sorprende la cantidad de material que Russell T. Davies logró incluir en poco más de sesenta minutos.
Tomando elementos de diversas eras de la serie, el episodio recupera a uno de sus primeros antagonistas: el Juguetero (Neil Patrick Harris). Este ser celestial y eterno tira de los hilos y consigue dominar al mayor enemigo al que la Tierra queda expuesta: la humanidad misma.
Streming con el enemigo
Si hay algo que Doctor Who siempre supo capitalizar es la manera en que logra entrelazar eventos y lugares reales con la ficción que propone, de manera tal de que las aventuras del Doctor se conviertan en algo mítico. Como si de una leyenda urbana se tratase, las historias de la TARDIS son algo con lo que convivimos. Así como en nuestra infancia estábamos seguros de que dormir con un pie fuera de la cama invitaba a que monstruos pudieran atraparnos, aquellos villanos de los que nos protege el Doctor son seres que se mimetizan con nuestros alrededores, Son las estatuas que decoran nuestros parques o se esconden en las redes de wi-fi que misteriosamente se encuentran abiertas al público.
Nos remontamos entonces al Soho de Londres en el 2 de Octubre de 1925, específicamente al momento en que John Logie Baird (John Mackay) logra por primera vez trasmitir imágenes en movimiento del muñeco de ventrílocuo conocido como Stooky Bill, Es un evento digno de un especial de este calibre, utilizar la creación de la televisión misma para que la serie de ciencia ficción más longeva de la historia celebre uno de sus episodios más importantes. Pero lo que en ese momento Baird no nota es que durante el experimento sucede algo inesperado. Es una risita que, como si de una enfermedad viral se tratase, por casi un siglo se transfirió de pantalla a pantalla con cada nueva generación tecnológica.
Apropiándose de la desinhibición detrás de los discursos violentos que vemos a diario en las redes sociales, Davies lleva al Doctor a un mundo no tan lejano a aquel que había propuesto en Years and Years (2019). En la miniserie supo capturar la escalada de violencia de las políticas individualistas, escrita de manera que hoy a muchos nos resulta premonitoria.
Como un reflejo a su maduración como escritor, en la superficie podemos marcar al Juguetero como la mente maestra detrás de esta emergencia, pero con cierto cinismo, Davies remarca este fenómeno que queda cada vez más claro día a día. Apunta a la evidente polarización de una sociedad que se violenta ante cuestiones triviales como puede ser una opinión sobre una película o cuestiones de mayor peso, como lo es un posicionamiento político. Al perderse toda retórica y pensamiento crítico, se da lugar un juego en el que no hay lugar para la convivencia y el humano solo puede perder.
En un guiño al 50º aniversario, vemos cómo un helicóptero traslada a la TARDIS hacia la nueva central de UNIT, una enorme torre al centro de Londres con cierto parecido a la sede de los Avengers. Es ahí donde el Doctor y Donna (Catherine Tate) se reúnen con la cabeza de esta organización militar, una Kate Stewart (Jemma Redgrave) que a pesar de ser tan estoica como de costumbre, nos demuestra cómo hasta las personas más inteligentes son capaces de caer en la paranoia a la cual los humanos ahora están expuestos.
Pero esta no es la única reunión entre personajes que ya son clásicos, ya que recién unida a UNIT se encuentra Mel Bush (Bonnie Lagford), compañera de la sexta y séptima encarnación del Señor del Tiempo. Si bien el episodio tiene demasiado que contar como para detenerse demasiado en ella, mostrarla como una valiosa nueva recluta no solo le abre la puerta a futuras participaciones en la serie, sino que le hace justicia a un personaje que en su momento estaba lamentablemente relegada a hacer el papel de damisela en peligro.
Tras descubrir quién está detrás del caótico escenario en el que nuestro mundo se convirtió, se da lugar a una de las mejores entradas de un villano en la franquicia. Así como en 2007 el Master aterrorizó al Doctor al ritmo de Scissor Sisters o más recientemente bailando Rasputín de Boney M., Spice up your Life de las Spice Girls sonó en lo que instantáneamente supimos se convertiría en uno de los momentos más recordados de esta era moderna whovian.
El breve musical no es un simple gag, sino que encapsula perfectamente la esencia del Juguetero. No solo nos presenta a un personaje pícaro y hasta caricaturesco en sus manierismos, sino que es un ser extraordinario que desafía la física y modela a la materia a su antojo.
Con un enfrentamiento que comenzó con el Primer Doctor en una aventura allá en 1966, el origen del Juguetero estaba ligado a nociones que en ese momento no eran reconocidas como racistas, pero que hoy día notamos en el más sencillo análisis. Davies aprovecha estas características para sumarle otras capas de crueldad al personaje, alejándolo de todo código moral. Indiferente ante sus actos de crueldad, el Juguetero solo obedece aquellas reglas atadas a lo lúdico.
Tu cara me suena
Con cada anuncio de una nueva regeneración, hay un elemento que siempre resulta crítico para la historia: resulta inevitable la anticipación, sea positiva o negativa, que se provoca alrededor de este evento. Puede que nos hayamos encariñado más o menos con la actual versión del Doctor, pero siempre hay una sensación agridulce al despedirnos para dar a conocer a aquel que está por venir.
Es comenzar de cero, crear una nueva relación con el personaje, pero también descubrir nuevas capas del mismo cuando nuevos actores exploran sus distintos ángulos y posibilidades. Para los acompañantes del Doctor así como para muchos de nosotros, resulta un momento melancólico y casi traumático.
El tercero de los especiales sumó otra capa de emotividad a este suceso, ya que es indiscutido que dentro de esta nueva generación de Doctores, el Décimo es uno de los más queridos y representativos de la serie. Inolvidable fue la tristeza que cargaba ese honesto “No me quiero ir,” en donde Tennant dejaba entrever la verdadera pena que sentía al cerrar las puertas de su TARDIS en lo que parecía ser su última vez.
Si bien tuvo una breve aparición para el 50º aniversario, El Día del Doctor (2013) es un episodio que -muy fiel al estilo de Steven Moffat– buscaba ante todo resaltar la épica de este universo. En el sexagésimo, Davies buscó lo opuesto. Al dividirlo en tres especiales, esto le permitió dar un vuelco diferente a la narrativa, tocando puntos mucho más intimistas al poner el foco en analizar el estado emocional del Doctor. Obligándolo a confrontar las consecuencias detrás de lo que fue enfrentando con los años, reconocimos su desgaste y cansancio. Pero ¿cómo justifica esto una regeneración en un rostro que ya conocíamos?
Por primera vez, presenciamos lo que se denomina como un evento legendario, una resolución tan simple y satisfactoria así como también provocativa para los puristas de las serie. Como si de la mitosis se tratase, el Doctor se divide en la llamada bi-regeneración, dando lugar a que su siguiente encarnación se separe de su cuerpo original. Como si de dar a luz se tratase, observamos cómo estos viajeros en el tiempo juntan sus manos y empujan, dando nacimiento así a una nueva era. Ambos ríen, tan incrédulos como su audiencia.
Mucho se dice sobre la importancia detrás de las primeras impresiones, y lo que hace Ncuti Gatwa en el breve tiempo que tiene para presentarnos al Quinceavo Doctor es sin duda memorable. Energético pero sabio, jamás queda a la sombra de Tennant, sino que realmente es creíble como su igual. Siendo su versión todavía mayor, comprende mejor que nadie esa necesidad de lo imposible, de conectar con pares que compartan una carga inconmensurable.
Capaz ahora de verbalizar sus sentimientos y brindar afecto y contención sin dudar, Gatwa aparece como el resultado de la madurez emocional que el Señor del Tiempo fue ganando a través de estos episodios. No es un borrón y cuenta nueva, sino que es una continuación lógica para el desarrollo de quien, al fin y al cabo, resulta ser la misma persona. Sabio, afectuoso y carismático, posee una vitalidad que su otro yo fue perdiendo en su andar, pero que confía que, a su debido tiempo, podrá redescubrir.
Una (bi)regeneración para la serie
En el jardín de la casa de los Noble, la TARDIS se encuentra estacionada. Disfrutando juntos de una comida, el Doctor enfrenta aquello a lo que su décima encarnación temía fervientemente: la domesticación. Por supuesto, no es la primera vez que toma una pausa en sus viajes. Ya lo vimos con el Onceavo (Matt Smith) en Trenzalore o con el Doceavo (Peter Capaldi) y los veinticuatro años felices que compartió con River Song (Alex Kingston) en Darillium.
Pero esta pausa es lo que Donna, quien siempre le fue honesta como nadie, le marcó como una necesidad. El regreso de este rostro anhelaba rememorar mejores momentos, un pasado que lo une a su mejor amiga. El universo ya no depende de él, ya que su otro yo se encuentra revitalizado y dispuesto a protegerlo. Junto a los Noble, el Doctor encuentra una familia. Tiempo para sanar.
¿Significa esto que la TARDIS que se le entregó no va a retomar vuelo? Por supuesto que no, ya que incluso da indicios de haber dado unas cuantas vueltas con su sobrina Rose Noble. Pero este cambio es significativo por otra razón, y es que por primera vez se le otorga al Doctor la oportunidad de estar en paz consigo mismo, de descansar.
Es la recompensa para un viajero que recorrió el tiempo desde el nacimiento de la primera estrella hasta la última. Cada segundo dentro de ese trayecto carga con una herida, un arrepentimiento. Por primera vez, el universo recompensa al Doctor, dándole una gratificación que no podemos más que compartir. Davies decide no repetir un camino ya recorrido. Aquello que no podíamos más que temer que sería otra vez una dolorosa despedida, es una tristeza a la que decide no exponernos por segunda vez.
Es un dolor que el Doctor tampoco merece volver a experimentar. ¿Acaso se trata de una resolución indulgente? Probablemente. Davies gusta de escribir historias que no necesariamente cierran todo cabo de la manera más lógica. No intenta mostrarse más inteligente que el espectador. Pero sabe cómo hacer a una historia fluir, realmente aprovechando a sus personajes y sus relaciones.
Así como sus historias saben reflejar los males y dolores de nuestros tiempos para personificar a sus monstruos, el último especial del 60º aniversario comprende que en estos días tan difíciles, la TARDIS es un vehículo que nos permite soñar con viajes a través de la galaxia, materializar lo imposible. Por primera vez, no hay necesidad de un afligido adiós. El Doctor anuncia nunca haberse sentido tan feliz.
Nos quedamos con esa sensación, con ese abrazo que lo contuvo y que también nos contiene. Es la satisfacción de saber que nuestro héroe está en buen camino para encontrar paz consigo mismo. Mientras tanto, su nueva encarnación continua corriendo, listo para tomar de la mano a un extraño y al grito de “¡Corre!” dar comienzo a una nueva aventura.
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