La cuarta temporada de The Bear (2022-) comienza con un hermoso, emotivo y encantador flashback en que Carmy (Jeremy Allen White), comenta con Mike (Jon Bernthal, en un cameo) sobre su deseo de abrir un restaurante. La conversación es divertida, corta y emotiva, pero lleva a un punto central: la serie de Christopher Storer nunca ha sido realmente sobre la cocina, sino sobre algo más emotivo, profundo y elegante.
Se trata de un retorno a lo esencial de la serie, luego de una tercera entrega irregular que dejó muchas dudas en el aire. Pero la cuarta temporada de The Bear tiene una claridad inesperada sobre sus objetivos, motivos y personajes. No solo corrige varios errores del pasado, sino que entrega un cierre que se siente genuino, trabajado y emocionalmente coherente. El temor inicial de que la acumulación de conflictos sin resolver continuara fue, por suerte, infundado. Esta nueva tanda de episodios se enfoca con mayor precisión en las tramas centrales y consigue que todo lo anterior cobre más sentido.

También es evidente una intención clara de redondear arcos y de permitir que cada personaje tenga su espacio, sin caer en el exceso o en el drama innecesario. La serie, que alguna vez parecía a punto de ahogarse en su propio caos, encuentra aquí un equilibrio notable entre lo íntimo y lo coral.
El ritmo general ha mejorado, las decisiones narrativas son más audaces, y el tono, aunque aún tenso, tiene momentos de respiro que permiten a la audiencia conectarse de forma más profunda con lo que está en juego. No se trata solo de una mejora técnica, sino de una evolución emocional. Por lo que esta entrega no solo es más efectiva: también es más honesta con su propio legado.
Viejos problemas, nuevos escenarios
Una de las constantes en The Bear ha sido su elenco. Desde el primer episodio, el reparto mostró una sincronía poco común en televisión, y esta temporada no hace más que reafirmarlo. Jeremy Allen White sigue dando vida a Carmy con un nivel de tensión interna que resulta casi agotador de observar, pero que no pierde credibilidad ni un solo segundo. Su interpretación sigue siendo consistente, aunque en esta ocasión, otros actores logran destacar aún más.

Por otro lado, Ayo Edebiri encuentra — ahora sí — su lugar como el corazón emocional de la serie. Su trabajo como Sydney es contenido pero intenso, y sus escenas, tanto en solitario como en interacción con el resto del reparto, son algunas de las más memorables de toda la temporada. La química entre ella y personajes como Marcus o Richie tiene una fuerza inesperada.
Además, se nota su trabajo detrás de cámara: participa en el guion de uno de los episodios más logrados, en colaboración con Lionel Boyce, lo cual refuerza su peso narrativo. En términos generales, hay un esfuerzo por dar espacio a más voces y eso hace que la serie gane en matices. Nadie está ahí por simple adorno; cada personaje cumple una función clara y necesaria, algo que no siempre fue el caso en entregas anteriores. Entre los personajes que ya venían dejando huella en temporadas anteriores, dos regresan con fuerza: Richie y Donna.
Ebon Moss-Bachrach entrega una versión más equilibrada de su personaje, sin perder ese filo emocional que lo define. Ya no es solo el tipo ruidoso y sentimental que deambula por la cocina; ahora transmite madurez sin volverse irreconocible. Su evolución se siente progresiva, como si cada temporada le hubiera ido quitando una capa. Aunque no alcanza los niveles de intensidad del episodio que lo convirtió en favorito en la segunda temporada, sigue siendo una presencia estable, uno de esos personajes que sostienen escenas sin necesidad de grandes parlamentos.

Jamie Lee Curtis, por otro lado, se convierte en una pieza esencial. Lo que comenzó como una aparición para sorprender ha crecido hasta ser una figura clave dentro del drama familiar. Su interpretación aquí está lejos del histrionismo inicial: es más contenida, más rica. Donna ya no es solo una madre impredecible; ahora se le permite mostrar matices, contradicciones, cicatrices. Asimismo, brinda mayor coherencia a toda la idea de que los Berzatto no solo cocinan y comen juntos. También crecen y maduran.
Cameos, estrellas y reuniones
Durante mucho tiempo, los cameos de The Bear generaron opiniones divididas. Lo que para algunos era una forma de enriquecer el mundo de la serie, para otros parecía una galería de famosos metidos con calzador. La tercera temporada llevó eso al límite, especialmente en su episodio final, saturado de rostros conocidos hasta rozar lo paródico. Sin embargo, la cuarta temporada logra revertir esa tendencia. El episodio más largo de la temporada — que supera la hora de duración — reúne nuevamente a la familia extendida, pero con un enfoque distinto.

Esta vez, la reunión no se siente como una excusa para presumir elenco, sino como un espacio legítimo para explorar relaciones y tensiones que habían quedado en pausa. No hay diálogos con aspiraciones de brillantez forzada. En lugar de eso, se construyen escenas más sobrias, centradas en lo emocional. Las interacciones entre Richie y Frank, o el reencuentro entre Carmy y su tío Lee, están tratadas con una sensibilidad que se agradece. Incluso cuando aparece un nuevo nombre de peso — otro actor famoso que se suma al clan Berzatto — , el impacto no es tan disruptivo como podría haber sido.
Si bien hay un guiño evidente al espectador, no interfiere con el flujo narrativo. Está claro que Storer ha aprendido de los excesos del pasado y ha optado por una ejecución más cuidada, menos enfocada en el impacto inmediato y más en la coherencia interna de los personajes. En este episodio, todo encaja como debería.
Una decisión llamativa en la cuarta temporada es cuánto se aleja la acción del restaurante. Lo que antes era un escenario casi exclusivo, ahora funciona más como punto de partida que como núcleo. Esa elección permite explorar conflictos personales con más calma, sin el ruido constante de ollas ni el frenesí del servicio.

El resultado es un ritmo más controlado y escenas que respiran distinto. Se siente como si los creadores supieran que el final necesitaba espacio para hablar, no solo para mostrar. Esa pausa permite cerrar ciclos, enfrentar tensiones arrastradas desde la primera temporada y darles un cierre más humano.
Un cierre que sabe cuándo dejar la mesa
Si The Bear no regresa para una nueva temporada, lo hace despidiéndose en el momento justo. El último episodio elige un enfoque distinto: no apuesta por el espectáculo ni por grandes montajes. Lo que ofrece es una conversación larga, contenida, donde los personajes finalmente se dicen todo lo que han callado durante años. No hay trucos. No hay distracciones. La escena, que podría haber sido torpe en otras manos, funciona porque todo lo previo le ha dado el peso necesario.
Es un cierre emocional que no se siente artificial. Al contrario, es justo lo que debía pasar. La serie, que desde sus inicios evitó explicar más de la cuenta, ahora decide hablar con claridad. Ese giro no contradice su esencia, la completa. Durante tres temporadas, todo fue caos, tensión, esfuerzo. Ahora es momento de pausa y reconocimiento.
No hay nostalgia forzada ni finales felices de manual. Solo una especie de tregua emocional. Aunque deja puertas entreabiertas, la sensación general es la de haber completado un ciclo. ¿Podría haber una quinta temporada? Posiblemente. Pero no hace falta.
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