Azul desteñido

Pitufos: La vuelta de un clásico animado a la pantalla que se esfuerza por divertir

La nueva versión es un desorden narrativo y visual, que intenta mezclar un melodrama infantil con una comedia meta referencial, sin lograrlo.

por | Jul 17, 2025

Smurfs (2025) de Chris Miller y Matt Landon se vuelve tediosa casi desde el principio. A pesar de su intento evidente y nada disimulado de mezclar sus puntos más fuertes. Por un lado, todo lo relacionado con la amplia y colectivista mitología creada por Peyo (Pierre Culliford) para su obra original en 1958.

Hay mucho de intentar recordar que la comunidad siempre va primero — a pesar de todo — y que los pitufos siempre deciden por el bien de la mayoría, no obstante lo complicado que eso pueda resultar. Ahora bien, todo ese concepto de paz y armonía en esencia conectada con la identidad cultural y étnica — azul — no sirve de mucho. Todo debido a que la cinta es un refrito de muchas cosas a la vez y ninguna buena.

De modo que, aunque la película pretende ser un festín animado, no tarda mucho en mostrar sus costuras. Desde el arranque, se nota que la fórmula no ha cambiado: la película apuesta por el espectáculo musical al estilo pop, con bailes coreografiados como si estuviéramos en un revival de los años dos mil.

La producción se apoya en figuras conocidas: Rihanna presta su voz a Pitufina y se encarga también de algunas canciones, mientras James Corden interpreta a un Pitufo sin identidad, como si el guion quisiera clonar al personaje de Branch en la saga Trolls (2018, 2020 y 2023).

La estructura narrativa, aunque intenta ser dinámica, se siente reciclada: la historia parte del pueblo pitufil hasta que el malvado de turno descubre su ubicación (guiño nada sutil a otras cintas del género), y a partir de ahí el caos se desarrolla saltando entre escenarios y dimensiones paralelas.

La inclusión de un multiverso, aunque suena ambiciosa, más bien sirve para confundir o para justificar un desfile interminable de estilos visuales. ¿El resultado? Una montaña rusa digital que intenta compensar su falta de corazón con muchos colores y nostalgia programada.

Si bien el proyecto intenta revestirse con una capa de familiaridad, no logra conectar del todo con su público más joven ni con los adultos que crecieron con los cómics originales y la serie animada. Los personajes, aunque simpáticos en apariencia, carecen de profundidad real.

Hay una especie de repetición sin fin: todos parecen versiones apenas diferenciadas del mismo molde. Aunque sus nombres intentan darles rasgos únicos — el pensador, el cascarrabias, el musculoso, el tranquilo, etc. — , lo cierto es que actúan como una sola entidad con ligeros matices. 

Este intento de transmitir un mensaje de unidad y trabajo en equipo termina por sonar artificial, porque nunca llegan a tener conflictos genuinos ni evolución alguna. La homogeneidad de sus personalidades los convierte en una masa azul sin fricción dramática, lo que hace que la película dependa más del ruido y la pirotecnia visual que de la construcción emocional. Se agradece el intento de mantener vivo el legado de la historieta belga, pero la adaptación se pierde en su afán de ser una experiencia global e hiperactiva.

Un caos narrativo en tinta azul

El argumento principal gira alrededor de un artefacto mágico con poderes cósmicos, una idea que parece directamente extraída de alguna saga de superhéroes. El villano de turno, Gargamel (con la voz de J. P. Karliak), sigue siendo un mago torpe y megalómano, aunque ahora se le suma un hermano igual de caricaturesco. Ambos personajes, doblados por el mismo actor, encarnan una maldad risueña que ya hemos visto demasiadas veces. Aunque intentan dotarlos de humor y cierto aire extravagante, la dinámica entre ellos carece de sorpresa. 

Por otro lado, los líderes pitufos — una suerte de trinidad de ancianos con voz de celebridades mayores como John Goodman y Kurt Russell — aportan cierta dignidad al conjunto, pero su participación es anecdótica. Sus intervenciones no son suficientes para equilibrar una trama que parece saltar constantemente de un punto a otro sin pausa ni dirección clara. La película confunde ritmo frenético con narrativa, y esa falta de reposo le resta impacto a cada momento dramático.

Los escenarios son variados y, al menos visualmente, logran romper la monotonía. Desde paisajes que imitan postales turísticas hasta locaciones que recuerdan a videojuegos, hay una voluntad de asombrar en lo visual. Un segmento en particular se desmarca del resto al experimentar con diferentes estilos de animación: los personajes se transforman en figuras de plastilina, dibujos escolares, luchadores de anime y hasta avatares ochenteros.

Esos momentos destacan no porque aporten al relato, sino porque son estéticamente refrescantes. En cuanto al humor, hay algunos chispazos, con frases absurdas que apelan a lo ridículo autoconsciente. Pero ese tipo de bromas, por más simpáticas que sean, no alcanzan para sostener una comedia. Son destellos en una oscuridad estructural.

En conclusión, esta nueva versión de Smurfs se esfuerza por ser relevante en un contexto saturado de franquicias, pero se queda a medio camino. La mezcla entre nostalgia, humor visual y aventuras multiversales no logra cohesión. A los niños puede entretenerlos por momentos, gracias a los colores brillantes y el caos controlado, pero es difícil imaginar que algo de esto perdure en la memoria. 

Para los adultos, más allá del reconocimiento de ciertas voces o referencias escondidas, hay poco que rascar. Se siente como una producción construida para cumplir con la agenda del entretenimiento infantil actual, pero sin alma ni identidad clara. En lugar de reimaginar a los Pitufos para una nueva generación, la película los recicla y los lanza al vacío del contenido desechable.

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