Yorgos Lanthimos logró lo que parecía imposible o al menos, algo lo suficientemente difícil para volverse un desafío cinematográfico mayor. Contar el relato de Frankenstein de Mary Shelley desde un punto de vista por completo nuevo. O al menos, reinventar la conocida historia de crecimiento tétrico de un monstruo desolado, para analizar la moralidad y la ética de nuestra época. Por eso, puede parecer que Lisa Frankenstein (2024) de Zelda Williams, es un logro opacado por el éxito de Poor Things (2023). Incluso, convertido en una especie de copia barata de una premisa superior. Solo que no lo es.
De hecho, uno de los puntos más interesantes de la cinta — con guion de Diablo Cody, conocida por Juno (2017)— es encontrarle un sentido por completo emocional al libro. En otras palabras, analizar a una criatura permanentemente adolescente, desde los cambios que ocurren en su vida, sin que sepa qué los provoca.
Pero Cody no toma la vía sencilla de recorrer la idea de la evolución de un monstruo a partir de su perspectiva, sino que lo hace desde la de Lisa (Kathryn Newton), huérfana de madre y tratando de enfrentar la vida de la secundaria a finales de los años ochenta. Lo anterior añade una capa visual a la película, que hace de Lisa una chica en busca de identidad que se tropieza con fenómenos de la cultura pop como contexto. Más aún, la noción de la ambición y el amor romántico a toda prueba que tan popular fue durante algunas décadas. Por lo que esta chica solitaria y angustiada, también intenta adivinar quién es.
Lo curioso es que, tanto su directora Zelda Williams como la guionista Diablo Cody encaminan la historia de Lisa a parecerse, en la medida de lo posible, a la de la mismísima Mary Shelley. De modo el personaje atraviesa el paisaje de la muerte desde la curiosidad por el duelo. Es interesante que la cinta se aleja de tópicos macabros — aunque incluye varios — en favor de la una exploración amable acerca de la ausencia y el dolor.
Lisa se define a través de la muerte de su madre, de lo que pesa en su futuro, de lo que significa para su presente. Por lo que sus relaciones con su padre (Joe Chrest), su madrastra (Carla Gugino) y su hermanastra (Liza Soberano) están signadas por no pertenecer a un mundo en el que no se comprende la muerte como ella lo hace.
La experiencia que Mary Shelley incluyó en el libro Frankenstein — una revaluación del dolor póstumo bien lograda — encuentra, en esta versión, un terreno fértil para analizarse y profundizarse. Buena parte de la primera parte de la película muestra a Lisa tratando de encajar en un mundo en que nadie le comprende ni mucho menos, le interesa comprenderla.
La noción de morir — o en cualquier caso, el dolor de lo que pueda ocurrir en un momento inexplicable — se muestra en la película a través de ideas básicas. Lisa va y viene al cementerio, calca lápidas, siente el dolor y no sabe cómo manifestarlo. Hasta que lo imposible ocurre: un monstruo nacido para y por la muerte, se convierte en su objeto del deseo.
El amor a la muerte
Que el personaje central se enamore de un hombre muerto (Cole Sprouse) es subversivo, hasta que la película muestra sus reales ideas y construye un sentido sobre la necesidad de ser comprendido que conmueve. De modo que la aparente rebeldía adolescente, es, también, una búsqueda de ideas y versiones sobre el bien y el mal, que la cinta explora con cuidado. Uno de los puntos más interesantes es que este amor, destinado a la condena y a lo trágico, se transforma en una manera en que el guion reflexiona acerca de la fugacidad de la identidad.
Vida y muerte, amor y desamor. Todo confluye en un escenario lleno de todo tipo de referencias a películas de los ochenta y avanza para mostrar que, incluso en un escenario sangriento — con el que la cinta coquetea con sentido del humor —, la búsqueda del sentido de la existencia transita lo que creemos puede ser la frontera en el dolor.
Para su final — que no es feliz, pero sí lógico — Lisa Frankenstein encuentra una mirada de sensible delicadeza a la ausencia y el amor destinado al horror. El punto más adulto y denso, en una película que juega ingeniosamente a no serlo.
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