En el momento que está atravesando el cine en la actualidad, en el que todo es precuela, secuela, remake y spin-off o universo expandido, en el que cada vez cuesta más que la industria apueste por una originalidad que escasea, resulta de todos modos atractivo el anuncio de la nueva versión de un clásico por parte de un autor como Luc Besson, director de películas como Leon (1992) y El quinto elemento (1997).
Se espera que, ante la decisión de reversionar una historia que ya fue contada tantas veces y de formas tan distintas (pueden leer una recapitulación de las apariciones de Drácula en el cine aquí), exista una mirada distinta que justifique la realización de otra película.
No es el caso de Dracula, A Love Tale (2025), que parece más bien una adaptación del Drácula de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola más que de la novela de Bram Stoker propiamente dicha. Tanto el enfoque de la historia como la estética barroca y camp parecen replicados, y en ambas nos presentan a Drácula como un amante torturado a lo largo de los siglos por la muerte de su amada, sostenido en esa inmortalidad no deseada por el único anhelo de volver a encontrarla.
La inmortalidad: MALDICIÓN Y CASTIGO

En Dracula, A Love Tale nos muestran a Vlad/Conde Dracula (Caleb Landry Jones, a quien ya vimos en X-Men First Class (2011) y en Dogman (2023), también de Luc Besson) como un guerrero medieval que, antes de partir a liderar una batalla, le pide al sacerdote de su reino que interceda ante Dios para que proteja a su amada esposa, Elisabetta (Zoe Sidel), en su ausencia.
Vlad vence en la batalla pero no logra salvar a Elisabetta de una emboscada por parte del ejército enemigo, en la que pierde la vida. Atormentado de dolor, le recrimina al sacerdote que Dios no le haya dado lo único que le pidió “cuando él había matado a tantos hombres en su nombre” y le pide un milagro: que Elisabetta vuelva a la vida. Pero al no recibir una respuesta satisfactoria Vlad mata al sacerdote clavándole una cruz en el pecho, ante los ojos de un Cristo crucificado.
Es entonces cuando Vlad recibe la maldición de la inmortalidad, que -a diferencia de otras películas en donde la vida eterna es mostrada como un deseo aspiracional- aquí es representada como un castigo divino. Este comienzo es, junto a la interpretación de Caleb Landry Jones, lo mejor de la película. Está filmado de forma exquisita, con planos bellísimos (especialmente la secuencia en el prado cubierto de nieve en el que Elisabetta muere), y construye una sólida presentación del conflicto.

Pero la promesa que entrañaba ese inicio se diluye en el desarrollo de la historia, que cae en varios sinsentidos narrativos, personajes unidimensionales, y momentos que rozan lo absurdo al no respetar el tono que la misma película se propone sostener en su comienzo.
Un naufragio técnico y narrativo
En ningún momento se explica la relación entre el vampirismo y la maldición, o por qué la misma parece haberle otorgado ciertos poderes mágicos a Vlad, quien se aferra a la idea de encontrar a su Elisabetta reencarnada para soportar el paso del tiempo ante una inmortalidad que no desea.
Esto se convierte en su obsesión, y lo lleva a viajar por el mundo en pos de la creación de un perfume que resulte irresistible para las mujeres, con el fin de lograr que su amada vuelva a él (¿?). Esto da pie a la parte más extraña de la película, en la que Vlad recorre cortes europeas a lo largo del tiempo en busca de a Elisabetta usando el perfume como arma de seducción, en una secuencia que parece más bien salida de la película El perfume (2006) que de una adaptación de Drácula.

Podría decirse que la idea de este segmento -que nada tiene que ver con el libro de Bram Stoker– y la decisión de llevar la acción de Londres a la Belle Époque parisina son los únicos aspectos diferenciales que Luc Besson le aporta a su versión de la historia. Esto y la incorporación de unas gárgolas animadas que son a la vez servidumbre y ejército de Vlad, que tienen la intención de funcionar como una suerte de alivio cómico pero que quedan tan fuera de registro dentro del tono general de la película que parecen salidas de una película infantil e insertadas en el contexto de una tragedia oscura y romántica.
La dirección de arte es impecable: la película muestra una opulencia visual que justifica su presupuesto de casi 50 millones de dólares (una superproducción carísima para lo que suelen ser los presupuestos del cine francés). Sin embargo, propone una estética barroca (y por momentos camp) al igual que el Drácula de Coppola.
Lo mismo sucede con la banda sonora compuesta por Danny Elfman: es correcta y precisa, pero también resulta muy parecida a la que compuso Wojciech Kilar para Drácula de Bram Stoker, acompañando con el mismo tipo de climas la narración. Siguiendo con el aspecto técnico, hay decisiones de montaje en algunas secuencias que al menos proponen una idea, pero que terminan desdibujadas en los baches de la narración.

Las interpretaciones parecen desempeñadas a reglamento (a excepción de Caleb Landry Jones que realmente lo da todo), pero resulta hasta cierto punto comprensible que esto suceda con lo chatos y limitados que están concebidos esos personajes.
Hasta Christoph Waltz (que interpreta a un sacerdote/ detective sin nombre pero que en definitiva cumple con el rol de Gabriel Van Helsing, ya que lleva años tratando de cazar al vampiro) está en piloto automático, entregando una suerte de versión pálida y deslucida de lo que fue su Doctor Schultz en Django unchained (2012).
Sin embargo, es su personaje el que pronuncia la frase más interesante de la película. Una reflexión que dialoga de forma directa con los conflictos que la humanidad está atravesando en la actualidad y que le aporta una capa más profunda a esta relectura de la historia.
“Nadie mata en nombre de Dios. Los hombres matan a los hombres en su propio nombre y por su propio interés”

Dracula, A Love Tale ancla el sentido de su propia existencia en la bajada de su título: “una historia de amor”, una nota que sintetiza la búsqueda de esta versión de mostrar a Drácula como un héroe caído en desgracia que se sostiene en el tiempo por el ideal de un único amor (algo bastante revolucionario para los tiempos que estamos viviendo) más que por su sed de sangre.
Un amante torturado más que un monstruo. Y si bien las comparaciones son odiosas, es inevitable caer en las mismas cuando dos obras presentan tantos puntos de contacto. Esta búsqueda fue la misma de Drácula de Bram Stoker y, aunque pueden reconocérsele algunos méritos, no hay nada en Dracula, A Love Tale que se acerque en sentimiento a la belleza y poesía de la frase inmortal que escuchamos en los labios de Gary Oldman, acaso una de las expresiones más románticas de la historia del cine:
«He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”.
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