La película de Olivia Wilde representa un caso curioso. Por semanas, no hubo otra producción que acaparara los titulares de los medios, momentos antes de su estreno en el Festival de Cine de Venecia, punto neurálgico de todos los conflictos suscitados en el set que, en cierto modo, terminaron opacando el largometraje en cuestión. Desde las supuestas rispidices entre Wilde y la protagonista de la película, Florence Pugh, hasta el rol clave que habría tenido el leading man, Harry Styles (pareja de la realizadora), todos los aditamentos estaban allí para que Don’t Worry Darling sea desmenuzada por lo que aconteció fuera de la pantalla.
Por lo tanto, al estrenarse con tanto ruido alrededor, en gran medida se la consumió como un placer culposo, desde una posición voyeurista, como si al verla pudiésemos desentrañar el más jugoso gossip. Es síntesis: es muy difícil no contemplarla sin abstraerse de toda esa información previa replicada ad infinitum.
Sin embargo, y en lo que constituye una gran paradoja, el thriller psicológico de Wilde carece de la potencia de esos rumores que lo sobrevolaron y se convierte en una producción fácilmente olvidable al no aportar nada nuevo a un género (o a una premisa) que se ha explorado mejor en otras producciones televisivas y cinematográficas. Don’t Worry Darling (2022) no tiene voz propia, y ese es el escenario más temido para una película que abre debates sobre el feminismo y que busca pronunciarse a través de su protagonista, Alice (Pugh), sobre cómo las mujeres están a merced de los deseos masculinos.
La propia Wilde describió a su película como una obra sobre el placer sexual femenino, una extraña forma de presentarla si tenemos en cuenta que el guion de su estrecha colaboradora, Katie Silberman (quien también coescribió el guion de Booksmart, ópera prima de la realizadora), no solo no se detiene en ese tópico sino que, en todo caso, lo vuelve pesadillesco.
Una película que es víctima de sus influencias
En ese punto, Wilde tomó un riesgo al querer sobreexplicar una historia con el objetivo de “venderla”, reduciendo a su propia película a un solo aspecto, despojándola de profundidad. En esa instancia ingresó Pugh, quien empezó a distanciarse de la visión de su directora al referirse a Don’t Worry Darling como una producción en la que lo sexual no es lo importante, y en la que verla en secuencias íntimas con “la estrella pop más importante del mundo” tampoco suma.
Así, no deja de ser curioso que su protagonista haya esbozado una lectura más completa de Don’t Worry Darling que su directora, lo cual explica la decisión de Wilde de reforzar lo estético (la impronta de Matthew Libatique en la dirección de fotografía eleva el material) en detrimento de un relato que, si bien trillado, siempre resulta atractivo de explorar. Alice (Pugh) vive con su marido Jack (Styles) en una ciudad de California llamada Victory que tiene como factótum a Frank (Chris Pine), el dueño de una compañía a la que los hombres van a trabajar diariamente ante la complaciente mirada de sus esposas.
El look and feel de Victory remite a los 50, pero no es solo la apariencia lo que se vincula con la época: el rol de la mujer está supeditado a lo que el hombre requiere y, si cruza ciertos límites, habrá consecuencias para ellas. O para ambos.
Para no entrar en terreno de spoilers, solo diremos que Don’t Worry Darling se nutre de lo distópico con una literalidad que le resta peso. Como ejemplo de ésto nos encontramos con la secuencia en la que Alice, por un hecho fortuito, se sale de esos límites de Victory, se rebela inconscientemente al confinamiento. Como consecuencia, que la ciudad tenga una restricción geográfica funciona como símbolo de restricciones aún mayores, aquellas que sufren las mujeres de manera permanente.
De esta forma, Don’t Worry Darling se erige como un largometraje poco sutil y bastante reiterativo -el trabajo de montaje de Affonso Gonçalves aquí no termina de funcionar-, sobre todo al momento de desandar el gran misterio que tiene a Alice como la mejor heroína posible.
El trabajo de Pugh, como todos en los que la hemos visto hasta la fecha, es sencillamente descomunal y, en otra de las paradojas que entrega esta película, encuentra en Wilde a su mejor partenaire para escenas que van desde el humor hasta lo más devastador posible. Por lo tanto, más allá del debate que sobrevoló al largometraje y de cómo Wilde redobló sus ambiciones como cineasta, Don’t Worry Darling es una buena idea envuelta en un bello paquete. En su interior, solo promesas del interesante largometraje que pudo haber sido.
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