Regreso a Pandora

Avatar fuego y ceniza: una secuela tan abrumadora como redundante

James Cameron vuelve a las salas con otra entrega de la saga que cuenta más de lo mismo bajo el imperativo de la superación técnica.

por | Dic 18, 2025

Cuando se estrenó la primera secuela, Avatar: el camino del agua (2022), a trece años de la película original, dos preguntas flotaban en el aire: ¿existía una justificación narrativa para la expansión del universo?, y ¿se repetiría el éxito comercial a tantos años del estreno de la película que inició la saga?

La segunda pregunta fue respondida con resultados más que contundentes: la película tuvo un costo de alrededor de 450 millones de dólares entre producción y promoción, uno de los más altos de la historia, y tuvo una recaudación global de más de $2.32 mil millones de dólares. Se convirtió así en la tercera película más taquillera de todos los tiempos, por encima de Titanic (1997). Es decir que, de las cinco películas más taquilleras de la historia, tres fueron dirigidas por James Cameron.

Respecto a la primera pregunta, la respuesta es muy subjetiva. Sin embargo, lo que sucedió con El camino del agua se siente también, incluso de una forma más notoria, con Fuego y ceniza: un mundo que crece y se expande en la medida en que sirva como excusa para desplegar una artillería visual impactante, cada vez más perfecta desde lo técnico, pero sin verdadero sentido narrativo.

Como ya se había mencionado en la reseña de El camino del agua, la historia se vuelve a repetir: Fuego y Ceniza se vive como una experiencia inmersiva más que una película, como una entrada que se paga para meterse por un rato en esa creación tridimensional que es Pandora, algo más cercano a un espectáculo de feria que al cine. Un artificio luminoso y e hiperrealista en el que no hay sustancia ni corazón.

Virtuosismo técnico por sobre emoción

Entre las críticas que se le hicieron en su momento a la primera Avatar (2009) había una idea común de señalar su simpleza narrativa, de reducirla a una especie de reversión de Pocahontas (1995) en clave intergaláctica. Sin embargo, la película era redonda en la ejecución de su premisa, y el mensaje ecologista y antibélico era muy claro.

Esa asertividad se fue diluyendo en las secuelas y eso se siente especialmente en esta última entrega, en la que se prioriza el hiperrealismo de la experiencia 3D y la exageración en la sucesión de conflictos por sobre el valor del mensaje y la construcción de un dispositivo narrativo que realmente le llegue al espectador. No hay transformación después de ver Fuego y Ceniza: uno sale abrumado por la duración de la película y por la sobredosis de estímulos, pero nada queda, nada conmueve.

Una batalla tras otra (2025) dura 162 minutos y el tiempo parece volar al verla, no se siente que le sobre ni un plano. Fuego y ceniza, en cambio, apenas pasa las 3 horas de duración en lo que se vive como un devenir caótico de conflictos que parecen estar puestos con el fin de estirar la acción, y así poder desplegar más y más escenarios construidos deslumbrantes con CGI.

Muchas de esas situaciones a sortear por los personajes podrían ser removidas sin alterar la estructura narrativa de la película. Y es tal el exceso en todos los aspectos que, paradójicamente, nada en la experiencia es memorable. Pero acaso lo más significativo sea el hecho de que durante gran parte de la película los personajes corren por su vida en coreografías de escape y persecución imposibles, y si bien la acción logra ser -por momentos- atrapante por la construcción misma del dispositivo, solo eso funciona: no hay nada que realmente haga que nos importe lo que le pase a los protagonistas desde lo emocional.

La amenaza interna

Hasta ahora, el universo de Pandora fue retratado de una forma idílica, construyendo una lógica maniquea en la que la sociedad Na’vi vive en su planeta en perfecta armonía con la naturaleza, y los invasores humanos llegan en el rol de villanos saqueadores.

Esta construcción un tanto simplista venía a subsanar de alguna manera la imagen racista que el cine ha reflejado sobre muchos pueblos conquistados, mostrados como seres violentos y salvajes. La primera Avatar revirtió con éxito ese estereotipo, pero Cameron arruinó su propio trabajo al introducir en esta última secuela al clan Mangkwan. Esta tribu se presenta como el costado oscuro de Pandora, los embajadores del fuego y la ceniza del título, repitiendo con su representación bárbara y cruel ese mismo estereotipo con el que la primera Avatar antagonizaba.

Liderados por Varang (Oona Chaplin, que interpreta al personaje más mágnético e interesante de la saga hasta ahora), una especie de sacerdotisa que le da la espalda a Eywa (la deidad suprema de Pandora) y se dedica a matar y saquear junto a sus lacayos. Varang se alía al Coronel Quaritch (Stephen Lang, cuyo avatar sigue vivo) para ayudarlo a conquistar Pandora y apresar a Jake Sully (Sam Worthington), complotando así en contra de su propia raza.

Además de la estética seleccionada para identificar a esta nueva tribu, claramente inspirada en las civilizaciones precolombinas de Mesoamérica, Varang constituye una referencia directa a la Malinche. También conocida como Malinalli, fue una mujer de origen nahua que vivió en el México prehispánico.

Según las fuentes históricas, Malinalli desempeñó un rol clave en la conquista del imperio Azteca por los españoles. Fue intérprete, consejera, intermediaria y amante de Hernán Cortés, con quien llegó a tener un hijo. Hoy su figura sigue generando polémica, ya que para una parte de la población de México la Malinche configura el arquetipo de la traición, mientras otros consideran que fue tan solo una víctima del choque cultural que se produjo con la llegada de los colonizadores.

En ese sentido, y teniendo en cuenta la forma en la que Varang es presentada en la película, es más que evidente la referencia histórica a la que responde la introducción de este personaje.

Un creador consumido por su obsesión

El peligro de la acción del hombre y su ambición desbocada, causante de su propia destrucción, no son temas nuevos para James Cameron. Analizando su filmografía, esa preocupación se ve plasmada tanto en las dos primeras películas de Terminator (1984 y 1991) como en Titanic (1997). En El abismo (1989) llegó incluso a plantear la idea de un contacto del tercer tipo con una raza alienígena que le da una especie de lección a los humanos con el fin de pacificar la Tierra, algo que ya mostraba indicios de lo que vendría después.

Con Avatar profundizó su visión sobre la capacidad destructora del hombre y el abuso del que es capaz para generar ganancias, combinada con una bajada de línea ecologista. El cuidado del medio ambiente se convirtió en su nuevo norte creativo, con un nivel de compromiso tal que le ha dedicado más de 20 años a la saga, desde que concibió la idea en los años 90 hasta las secuelas.

De hecho, fue esta cruzada la que lo trajo hace dos años a la Argentina, en el marco de una conferencia sobre el cuidado del medio ambiente realizada en la Rural. La charla de Cameron (moderada por Iván de Pineda) se trató principalmente sobre sus inicios como realizador y sobre el cine general.

Fue una visita que no estuvo exenta de polémica, ya que al día siguiente el cineasta denunció haber sido engañado por la organización, que en su opinión había utilizado la excusa del cuidado ambiental para traerlo y enmascarar propaganda minera.

Cameron no solo se apartó de cualquier otro proyecto, si no que muchos de esos años estuvieron dedicados al desarrollo de la tecnología que la construcción de Pandora requería. Y he aquí la contradicción más grande a nivel filosófico: el hombre como agente aniquilador y voraz versus una vida pacífica en perfecta armonía con el entorno son narrados, justamente, por un artificio que es posible gracias a los límites que Cameron corrió y rompió a nivel tecnológico para que ese mundo exista. Por la acción transformadora del hombre en su máxima expresión. Esa parece ser, en definitiva, su verdadera obsesión.

Taquilla e impacto cultural

Si bien las primeras críticas de Fuego y ceniza son muy negativas y ponen a la película en lo más bajo de la filmografía de Cameron, es más que probable que esta secuela sea un éxito comercial como sus predecesoras. Lo curioso es que algo que puede entenderse como un fenómeno de masas no se traduzca en impacto cultural.

Las películas se ven y se olvidan, con todo lo que eso implica: no hay frases memorables ni personajes icónicos que convivan con nuestra cotidianidad, como sí sucede con otras sagas. Y aún más curioso es que esto suceda con la obra de un director que también nos ha dado Terminator, acaso una de las mitologías más sólidas e inexorables de la historia del cine de ciencia ficción.

Quizás, esta vez el suceso de recaudación tenga que ver con otra cosa. El ritual de pagar una entrada de cine y meterse en la sala oscura para dejarse atrapar por lo que sucede en la pantalla grande siempre fue una forma de evadir la realidad. Con todo lo que estamos viviendo en estos tiempos, puede ser aún más seductora que nunca la posibilidad de meterse en otro mundo por un rato, en una experiencia más cercana a un videojuego que a ver una película. Y si la ilusión funciona durante esas tres horas en Pandora, bienvenido sea para quien pueda disfrutarlo.

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Rocío Freire Castro

Ex publicitaria, realizadora audiovisual y artista autodidacta. Tarantino es mi pastor.