28 años después de que aquel virus letal se propagara por toda Gran Bretaña, la endemia fue contenida, dejando al territorio completamente aislado. Olvidado, congelado en el tiempo mientras el mundo continúa y progresa.
En una isla cerca de las costas del noreste, una desgarrada bandera inglesa flamea con el viento, marcando con ironía lo que podría ser un Brexit distópico. Porque si bien a simple vista la aldea parece prosperar, sus habitantes no solo dependen fuertemente de la unidad de su comunidad, sino que muchos de sus recursos provienen de aquello que llaman “el continente”.
En este caso no se trata de Europa, sino de las abandonadas tierras británicas. Ahí, pasando las extensas campiñas y dentro de sus frondosos bosques, habitan los rabiosos infectados. Generaciones pasaron, ya perdieron sus ropas y algunos casi hasta su forma humana. Para quienes sobrevivieron al virus, no son más que carne con una frenética ansia por matar.

En el pueblo, hay una regresión a formaciones más tradicionales. Los varones apenas entran en la pubertad comienzan a entrenarse en el antiguo arte de la arquería. Son niños que aprenden cuáles son los puntos del cuerpo que delimitan una herida letal. En el caso de Spike (Alfie Williams), a pesar de todavía no haber cumplido los quince años, ya le toca hacer su rito de pasaje. Su gente lo festeja, por fin va a tener un rol que cumplir.
Su madre Isla (Jodie Comer), enferma física y mentalmente, pasa su tiempo postrada y torturada por la batalla dentro de su propio cuerpo. Su familia la cuida como puede en tiempos donde la medicina es un recuerdo. Jamie (Aaron Taylor-Johnson) concentra su atención en educar y endurecer a Spike. Abandonando el hogar, lo lleva a atravesar el único camino que, mientras la marea esta baja, los llevará al continente. Ahí su hijo deberá aprender que cada cuerpo al que le apague la vida hará que el siguiente sea más sencillo.

Tiempos superpuestos
23 años después del estreno de Exterminio, Danny Boyle (Trainspotting) vuelve a reunirse con Alex Garland (Men) como guionista, apostando a lo que podría ser una nueva trilogía si la taquilla acompaña no solo a este nuevo capítulo de la saga sino al que veremos el año que viene. Filmadas en simultáneo, Nia DaCosta (Candyman) se calza al hombro la dirección de 28 Years Later: The Bone Temple (2026), la continuación directa de esta película.
Es una apuesta grande, pero tambien una que merece un público que busque más que simplemente un baño de sangre. Al fin y al cabo, así como lo hizo hace dos décadas, Boyle está logrando encontrar frescura en un subgénero en donde todo parecía ya contado. Filmando con iPhones y drones, el director británico una vez más consigue un acercamiento un tanto experimental dentro de su estética, no solo abaratando costos sino que también probando tomas en donde los teléfonos estaban sujetos a cabras o a los mismos actores.
Por más efectista que parezca el dato, la diversidad de juegos de cámara así como la edición son fundamentales, tanto para los climas que va construyendo como para el subtexto. Es así como incluye planos inclinados, acelerados, borrosos a veces, cámaras nocturnas en donde la mirada de los infectados parece brillar como las de animales salvajes.

Tomando un audio de 1915, oímos a Taylor Holmes (Los caballeros las prefieren rubias) recitar Boots, un poema de Rudyard Kipling sobre la marcha de los soldados británicos en territorio sudafricano, un audio usado hasta el día de hoy por la milicia. Boyle muestra a niños entrenando con el arco y la flecha, intercalando las imágenes con los arqueros de Henry V (1944) de Laurence Olivier. Es el eterno retorno. Niños peones de un sistema como lo fueron sus antepasados en el medioevo, como lo fueron los soldados en las grandes guerras de la modernidad. Como lo son aquellos que se matan mutuamente, hoy grabados en 4K.
La nostalgia está muy presente en la manera en que Boyle aborda el relato, abrazando un costumbrismo británico en ruinas. Desde los Teletubbies a platos conmemorativos de Lady Di que decoran una cocina. El retrato de la reina Elizabeth la muestra ahora inmortal, colgada a lo alto de una pared en un espacio comunitario. Observa silenciosa a quienes aún se consideran sus súbditos, en un absurdo recuerdo de lo que el orden representaba en su cultura.
Los isleños festejan que un niño se haya hecho hombre, reuniéndose en los pubs como las anteriores generaciones lo hicieron. Las canciones de Tom Jones ya no se oyen en la radio, sino que se heredan como tonadas folclóricas. Es una construcción del mundo que no solamente se siente sumamente orgánica, sino que entre sus capas tiene casi tanta complejidad como sus personajes.

La dinámica familiar, magníficamente interpretada por el elenco, nos presenta a un niño cuyo padre está lleno de orgullo y es amoroso, pero fue endurecido por un mundo que banaliza la muerte, y al que solo puede afrontar celebrando hasta el olvido al presente. Su madre, irónicamente llamada Isla, parece personificar ese cuerpo de tierra al estar atrapada en un tiempo tan confuso como aquel del territorio en el que viven. Se fuerzan por ser funcionales a pesar de lo insostenible de la situación. Poco a poco, son las grietas que Spike acepta lo que realmente lo lleva a la madurez.
El arte, la vida y el sentido
La película parece dividirse en dos partes, dos viajes. El primero, es aquel en el que Spike acompaña su padre. Es el camino en donde la muerte aparece como una amenaza, así como una incógnita tan grande como el horizonte mismo. Uno de masculinidades arcaicas.
El segundo viaje es en donde realmente el niño crece en joven adulto. Es uno de la aceptación de los ciclos naturales, un viaje por el que comprender el peso de la vida. La presencia femenina marca el camino, mientras que el misterioso Kelson (Ralph Finnes) sorprende por el rol que juega. Es el arquetipo del sabio y guía, pero que no carece de su propia locura.

¿Cómo identificar a un loco en un mundo regido por el caos? A diferencia de la isla, de los infectados o inclusive del antiguo mundo que los abandonó, Kelson se alejó de los roles que brindan practicidad, del oficio tradicional. Bromea al citar a Shakespeare, representando el refugio que encontramos en el arte. Así como un vientre crea vida, la poética se erige como signo de prevalencia.
Nada es inmortal, puede que cambie, pero la cultura se convierte en la huella que deja el hombre. Es a través del arte en donde encontramos sentido, significado detrás de las grandes preguntas o la curiosidad por responderlas. Es una nueva oportunidad para Spike, llevándolo a buscar sus propias respuestas incluso en los momentos más desoladores.
Puede que resulte chocante denominar bella a una película que desde su primera escena da una muestra de la brutalidad a la que nos va a exponer. La naturaleza copta la ruinas de una iglesia como si se tratase de un cuadro. Pero la tensión es constante cuando sabemos que los monstruos están siempre potencialmente al acecho. De un momento a otro pueden aparecer corriendo con resistencia casi sobrehumana y demostrando tal fuerza que sus manos bastan para separar una cabeza de su cuello. Boyle funde la experiencia de contemplar un delicado paisaje con lo macabro.

Es esa cruel naturaleza a la que nos enfrenta, llevándonos a las lágrimas por los ángulos más humanos de su relato. Lejos está de sostenerse en los clichés de historias de muertos vivientes, pero busca tocar su esencia: el conflicto de la convivencia con el duelo, así como las reflexiones sobre nuestra propia mortalidad.
Al ponernos en los zapatos de su joven protagonista, sentimos en carne propia cada paso de su duro trayecto. Boyle y Garland demuestran una vez más ser una combinación ganadora al encauzarnos en un camino que pasa del más crudo horror a tonos de agridulce ensoñación y, quizá, hacia un inocente (aunque necesario) optimismo.
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