Al infinito y más allá

Elio: La nueva película de Pixar es un viaje intergaláctico directo al corazón

Sin ser la más ambiciosa o innovadora del estudio, Elio recupera lo mejor de la magia animada y gran imaginación de Pixar para conmover y divertir.

por | Jun 19, 2025

Para Elio (2025), Pixar decide no competir en el terreno del drama conmovedor que hizo famoso al estudio, sino explorar una historia que camina por otro eje: uno más ligero en apariencia, pero no por eso menos profundo. Por lo que la cinta es un experimento narrativo que opta por lo excéntrico, lo entrañable y lo raro, todo a la vez. La película no intenta igualar la intensidad emocional de Inside Out (2015) o Up (2009), y eso es parte de su acierto. 

En lugar de esforzarse en ser emotiva por necesidad, Elio prefiere invitar al espectador a una aventura en donde lo insólito se convierte en una forma de conexión emocional. El enfoque apunta a un público amplio, pero mantiene un tono íntimo que no se disuelve en el exceso de espectáculo. No estamos frente a un giro radical en la trayectoria del estudio, pero sí ante una pieza que amplía su lenguaje visual y temático, coqueteando con lo espacial sin perder el enfoque en lo humano. 

Una sencillez funcional

Desde que Pete Docter asumió el timón creativo de Pixar, ha habido un cambio notorio en la forma en que el estudio aborda sus relatos: menos moralejas explícitas, más exploración emocional a través de lo insólito. Elio encaja sin esfuerzo en esta etapa, alineándose con títulos como Soul (2020) y Luca (2021), que se alejan del modelo de antagonista tradicional y priorizan el conflicto interno. 

Aquí, el foco está en un niño que lidia con una pérdida no resuelta y con una familia que parece fracturada por silencios. El relato no se apoya en grandes gestas ni héroes infalibles. En lugar de eso, introduce un universo de ciencia ficción que, en vez de ser fondo decorativo, actúa como reflejo del torbellino emocional de su protagonista. No hay una amenaza espacial al estilo Lightyear (2022), ni una aventura con estructura clásica como en Finding Nemo (2003). 

Lo que hay es un escenario que parece inventado por un niño con acceso ilimitado a marcadores fluorescentes: caótico, colorido, lleno de criaturas imposibles. Pero debajo de ese diseño juguetón, el guion ancla todo en una pregunta sencilla: ¿cómo se sobrevive a la ausencia sin dejar de imaginar? En ese balance entre lo fantástico y lo íntimo, Elio encuentra su lenguaje.

Elio, interpretado con ternura por Yonas Kibreab, vive bajo el cuidado de Olga (Zoe Saldaña), su tía, que carga más peso emocional de lo que deja ver. Ambos están flotando a la deriva después de una pérdida que no se dice en voz alta. Él se aísla, se refugia en dibujos, en lo imaginario. Ella intenta sostenerlo mientras ve cómo su propio sueño de convertirse en astronauta se aleja, disuelto entre trabajos mal pagados y rutinas que consumen energía. Su relación está marcada por intentos fallidos de acercamiento, como si hablaran idiomas distintos. 

Dolor y belleza

En medio de esa distancia emocional, Elio encuentra una chispa en un lugar inesperado: una visita al museo, frente a la sonda Voyager. Ese viejo artefacto enviado al espacio con saludos de la humanidad se convierte para él en una especie de ancla simbólica. Le habla de lo inmenso, de la posibilidad de que allá afuera alguien también esté buscando. Lo que sigue es casi ritual: mensajes escritos en la arena, llamados mudos al cosmos, gestos desesperados envueltos en fantasía. 

En paralelo, Olga empieza a preocuparse por la obsesión creciente de su sobrino con abandonar el planeta. Intenta poner límites, incluso considera enviarlo a una institución militar. Pero Elio se adelanta: se cuela en una base y lanza su propio grito interestelar. Lo que ocurre después rompe cualquier expectativa.

Cuando parece que la historia va a girar hacia un drama terrenal, Pixar da el volantazo y se lanza de lleno al territorio de lo inverosímil: alienígenas llegan, secuestran a Elio y lo transportan a un lugar llamado Communiverso, una especie de foro cósmico donde conviven las inteligencias más raras y sofisticadas del universo. Y ahí, sin mayor explicación, nuestro protagonista es nombrado representante de la humanidad. Es un giro absurdo, sí, pero uno que funciona porque está contado con descaro y humor. 

La alegría de vivir

Aquí no hay lógica científica, ni protocolos espaciales: todo es exagerado, caricaturesco, libre. Lord Grigon, un villano baboso con ínfulas de emperador, aparece como amenaza, pero incluso él se asemeja más un personaje de Monsters, Inc. (2001) que un antagonista real. Su hijo Glordon — una criatura que parece diseñada por alguien con fiebre y acceso a plastilina psicodélica — se convierte en el inesperado mejor amigo de Elio.

Este tipo de relación, construida sobre malentendidos y aventuras compartidas, recuerda al dúo de Ratatouille (2007) o incluso a Mike y Sulley. Lo que Elio propone es una historia de amistad interplanetaria que, aunque ridícula en la superficie, consigue tocar fibras reales. Porque a fin de cuentas, el mensaje es simple: incluso en medio del caos alienígena, lo que salva a un niño es sentirse acompañado.

Lo que hace que Elio funcione más allá del puro artificio visual es su voluntad de jugar. Pixar aquí no intenta construir una ciencia ficción seria ni plausible. No hay reglas tecnológicas ni explicaciones técnicas: hay criaturas con nombres ridículos, máquinas que parecen salidas de un catálogo de juguetes rotos y una estética que mezcla lo psicodélico con lo retrofuturista. Pero todo ese exceso no es ruido: es la forma visual que toma la mente de Elio, un niño cuya vida se ha convertido en caos. En este sentido, el espacio funciona como metáfora emocional.

Por lo que cada planeta, cada escena delirante, cada criatura bizarra es una extensión de su intento por darle sentido a su dolor. Elio no viaja al espacio para salvar a nadie, ni para cumplir una misión. Viaja porque no sabe cómo quedarse. Lo que encuentra allá afuera no es un propósito, sino un espejo. Pixar entiende eso, y por eso no teme al absurdo: sabe que lo importante es lo que ese absurdo revela.

Detrás de las criaturas fluorescentes y las reuniones interestelares llenas de humor y caos, lo que realmente impulsa a Elio es su núcleo emocional. La película no necesita declarar abiertamente su tema para que se sienta. Habla de sentirse fuera de lugar, de la angustia de no encajar, de esa sensación cruda de ser una nota fuera de tono.

En el corazón del relato está la relación entre Elio y Olga, que nunca se vuelve melodramática, pero que carga una tristeza persistente. No hay música grandilocuente, ni lágrimas exageradas: hay distancia emocional, pequeños gestos que pesan más que cualquier discurso. Esa honestidad narrativa es uno de los grandes logros del filme. Porque en medio de un carnaval alienígena, Elio decide hablar de lo humano sin adornos.

Lo humano y lo hermoso

Elio podría haberse limitado a ser una aventura colorida y simpática con personajes extraños y referencias espaciales, pero elige un camino más sutil. Prefiere hacer una exploración suave pero directa del crecimiento, del duelo callado, y de la necesidad universal de ser escuchado. Es una historia sobre la orfandad emocional, esa que no siempre se nota desde afuera. En eso, comparte ADN con películas como The Iron Giant (1999) o Bridge to Terabithia (2007), donde la fantasía no sirve para escapar, sino para entender lo que duele. 

La película de Disney y Pixar no fuerza el mensaje; lo deja flotar, como todo en este universo. Elio no se convierte en héroe porque lo entrene alguien, ni porque tenga poderes especiales. Lo que lo salva es su capacidad de conectar con otros, incluso cuando no hablan su idioma. Esa conexión — con Glordon, con Olga, incluso con sí mismo — es lo que termina transformando la historia en algo más que una space opera familiar. 

Al final, Elio no pretende revolucionar el cine ni romper moldes. Solo quiere contar cómo se siente estar solo en el mundo, y cómo incluso en medio del absurdo intergaláctico, alguien puede vernos por quienes realmente somos. Y eso hace que, en un panorama saturado de narrativas que gritan, es una película que elige hablar bajo. Pero lo que dice, es lo suficientemente importante para dejar huella. A la manera Pixar, ni más ni menos.

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