Hay algo depravado y maligno en buena parte del film El Conde (2023) de Pablo Larraín. No solo por toda la mitología del vampiro clásico que el director utiliza, sino en la forma en que eso, convierte al dictador Augusto Pinochet, en una sombra que sobrevive a su propia muerte. La analogía es obvia.
Este villano real, que murió en su cama y sin responder a la justicia por sus múltiples crímenes, es eterno en la medida que sus crímenes quedaron sin respuesta. Pero la alegoría se hace más pérfida en la medida en que la premisa se transforma en una idea global sobre el mal contemporáneo. ¿Qué sobrevive al rápido olvido de nuestra cultura? ¿Qué hace que la necesidad de comprender el bien sea cada vez más exiguo y doloroso?
La cinta El Conde no está construida para responder a esas preguntas, sino que el guion de Guillermo Calderón y el propio Larraín, explora en las consecuencias de esta permanencia retorcida. Luego de fingir su muerte, Pinochet (Jaime Vadell) debe enfrentar lo que viene después. Que, por supuesto, no es el más allá ni tampoco, un castigo. En realidad, es una disputa familiar sobre sus tesoros escondidos, en medio de la desesperación que provoca en sus allegados, la mera idea que este vampiro anciano, ahora quiera morir.
Larraín, que ha logrado que el arte de deconstruir biografías se convierta en una forma de subgénero por derecho propio, no logra con El Conde la sensación dolorosa de segunda interpretación que obtuvo en Jackie (2016) o Spencer (2021). En lugar de eso, este Pinochet vivo, que recuerda sus encarnaciones, que aplasta con el puño la cabeza de una mujer, es una versión sobre la oscuridad de la política que, en ocasiones, se vuelve una imagen burda. ¿De qué? Tal vez, hay demasiadas premisas en las cuales profundizar, en medio de esta travesía por la degradación del ser humano en sus pecados.
La sangre, la política y otros sufrimientos
Por supuesto, El Conde es una rareza de origen. El director juega con los símbolos del vampirismo para explorar acerca de la amoralidad de la política y al final, el rencor colectivo en una sátira retorcida. En especial, cuando la historia descubre que Pinochet una y otra vez ha evadido la justicia de los hombres. Hay una idea perenne en el film, que esta criatura sobrecogedora y voraz, jamás tendrá un castigo. Que el único que puede desafiarle o arrasarle es su propia voluntad de morir.
Pinochet encarna, entonces, el demonio latinoamericano, el que acecha desde una casa lujosa a sus víctimas empobrecidas, desconcertadas o solo, enfurecidas por la ausencia de retaliación. La película se vuelve cada vez más transgresora y dolorosa, rozando la línea de la desvergonzada burla hacia lugares más tenebrosos.
La mansión patagónica en que languidece El Conde, en espera de la muerte o en cualquier caso, decidiendo morir, tiene un parecido en exceso doloroso con los exilios dorados comunes en nuestro continente. Larraín no disimula su crítica a la riqueza mal habida, el desafuero violento del robo y la crueldad al abuso del poder.
El horror y el miedo histórico
Este vampiro devora almas y sangre. Lo cual no es otra cosa, que un camino lento hacia su propio infierno. Pinochet es un monstruo que lame las hojas de la guillotina de los condenados en la Francia Revolucionaria, que arrastra al miedo a las víctimas que acecha. Pero más que eso, es la representación, el egoísmo del autoritarismo, de la abrasiva necesidad de poseer y destruir, de los que se amparan en la impunidad.
El hecho que esta criatura sin edad, apergaminada por el odio, luche por los mismos ideales en la Francia barbárica que decapitaba en plena calle a los enemigos de la ley y en el Chile que aplastó bajo su bota, es un hilo conductor que une ideologías aparentemente lejanas, pero de consecuencias históricas desastrosas. Sin embargo, Larraín no logra profundizar del todo en su singular premisa acerca del mal perdurable y la injusticia como abyecta forma de inmortalidad.
Poco a poco, la película se hace inclemente, violenta, insolente, en su necesidad de mostrar las vísceras de esta entidad alimentada por sangre de generaciones. Para sus escenas finales, el objetivo es obvio. La película es la única expiación que obtendrá Pinochet, el castigo de la historia, de la muerte supuesta, de la oscuridad total. La vergüenza del ridículo. Un punto que Larraín intenta mostrar sin lograrlo del todo, pero que logra profundizar en una dolorosa muestra de la impotencia colectiva hacia la maldad contemporánea.
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