Harper (Jessie Buckley) decide alquilarse una casona en la campiña inglesa en su búsqueda de sanar luego de un doloroso incidente. Explorando el pueblo y el bosque a sus alrededores comienza a cruzarse con los distintos habitantes del lugar, muchos amables, algunos no tanto, otros extraños. Pero algo los une, ya que todos y cada uno parecen tener el mismo rostro independientemente de su edad, profesión u origen.
Nos guste o no el trabajo de Alex Garland, hay algo que debemos admitir: su obra es por lo menos interesante y el imaginario que utiliza para dar forma a sus ideas rara vez pasa desapercibido. Su debut como director y más sólido trabajo, Ex Machina (2014), se convirtió en una de las más aclamadas historias en tocar el tema de la inteligencia artificial estos últimos años. Por otra parte, Annihilation (2018) plantea visuales e ideas más jugadas, pero camina entre el homenaje y la más absoluta dependencia del clásico de Andrei Tarkovsky, Stalker (1979) tanto en sus algunos de sus temas, estructura, o hasta las visuales que plantea, pero descomplejizándola.
Sobre Men (2022) hay algo primordial y es que Garland deja poco lugar para la sutileza. El comienzo de la película es muy sólido, la atmosfera que construye a lo largo del metraje su punto más fuerte. Vemos como la absoluta paz que Harper encuentra en la naturaleza o hasta en la soledad de su propia compañía se desvanece cuando las presencias masculinas alrededor suyo generan incomodidad cuando menos. Las tensiones van aumentando, convirtiéndose en claras señales de peligro que llevan a la total pesadilla. Y ahí es cuando el simbolismo empieza a cobrar poder.
¿Quiénes son el Green Man y Sheela-na-gig?
Lo inhumano, creado a imagen y semejanza del hombre o viceversa, parece ser un punto en común en todas las obras del director. En este caso, Garland hace referencia a dos figuras del folclore británico y herencia aparentemente grecorromana. Por un lado tenemos al Green Man, un símbolo masculino de renacimiento y resurrección, el hombre verde que se renueva con la primavera y en cierta manera podría ser un equivalente en su concepto a la Madre Naturaleza o la Pachamama.
Con menos frecuencia podríamos llegar a oír de Sheela-na-gig, quien data de por lo menos el siglo XII y de un origen no tan claro, con los historiadores originalmente describiéndola como una figura grotesca ideada para atemorizar a los creyentes cristianos en representación del pecado y la lujuria. Con los años estas ideas cambiaron y más recientemente se empezó a considerarla como una deidad en sí misma, la manera en que las Sheelas exponen sus exageradas vulvas un aparente símbolo de fertilidad.
Históricamente, la Iglesia católica ha resignificado ritos, festividades o dioses para así también integrar a sus creyentes a su propio culto. En Latinoamérica un claro ejemplo de esto fue la pérdida de deidades de cerros o montañas para reemplazarlas con las supuestas apariciones de la virgen en esos lugares. Teniendo en cuenta esto, no debería sorprendernos encontrar al Green Man o las Sheelas en iglesias británicas que datan de tiempos medievales. De hecho, es más que común ver tallas de ambos, sobre todo de él, en la arquitectura de diferentes pueblos o castillos. Las Sheelas por el contrario, tendían a ser más escasas o estar escondidas.
Más allá de las claras referencias a la figura de Jesucristo, el Green Man de Garland solidifica la idea de una cosmovisión en dónde Adán es la reproducción de un ser primordial y sus motivaciones algo propio de la naturaleza en sí misma. Hasta en su pasividad muestra una agresividad latente. Eva, tal cual como en el mito cristiano, se consideraría entonces su producto y transgresora de límites, causante del pecado original. La mujer tiene una carga entonces, su sexualidad algo que controlar, la tentación personificada y el camino al pecado. Alguien a quien aleccionar.
La misoginia como cuestión de herencia
Es la inclusión de estos símbolos aquello que termina siendo el gancho más interesante en la historia. Porque, si bien es claro que Garland intenta explorar el tema de las culpas o el del rol de la religión como semilla de muchas de las agresiones a las cuales las mujeres son sometida, estos son meros vehículos para la metáfora principal. Toda sutileza que el director maneja corre el riesgo de ser opacada por la literalidad de un mensaje que para la segunda mitad del filme empieza a mostrarse repetitivo, una decisión que es claramente adrede pero, como un arma de doble filo, puede desmerecer el surrealismo tan atrapante de la propuesta.
Todos los hombres en la película, a excepción del marido de Harper, tienen el rostro de Rory Kinnear (Black Mirror) convirtiéndolo también en un símbolo, en una identidad generalizada en donde la agresión se convierte en característica innata. Así como es debatible es innegable lo común que resulta oír el famoso dicho de que “todos los hombres son iguales”, pero lo innovador aparece en la manera en que se da forma a esta idea, casi logrando que perdonemos lo efectista y redundante que puede llegar a ser.
La creatividad que el director demuestra al hacer una representación visual de estos temas es aquello que lo destaca, porque a pesar de lo literal que es para hablar de la reproductibilidad de la toxicidad masculina, esto da lugar a un espectáculo visual que por debajo de la obviedad esconde muchos capas. Hasta aquellas masculinidades que consideramos exentas de las más evidentes agresiones, que no siguen un patrón, no son más que un eslabón en una cadena de violencia. Es en estas sutilezas donde la historia realmente sale ganando.
La primera incursión de Garland en el terror propiamente dicho es una de esas películas que, irónicamente y a pesar de tener tantos puntos medios, logra dividir a su audiencia. El talento de Buckley es innegable, con sus recientes participaciones en The Lost Daughter (2021) y I’m Thinking of Ending Things (2020) de a poco volviéndola una cara conocida. Se agradece que -a pesar de cómo su Harper podría estar definida por el trauma y las agresiones a las cuales esta expuesta- la lucha primordial del personaje se encuentra en cómo una y otra vez se niega a ser una víctima. Por otra parte, Rory Kinnear hace tiempo se viene mostrando como un intérprete muy versátil, que sin duda destaca por demostrar justamente eso, el abanico de personajes a los cuales trae a la vida y la intensidad a la que es capaz de llegar.
Un eco que gana fuerza
Men es una película magistral en el sentido técnico, con una fotografía, uso del color y sonido brillantes, donde la belleza todo el tiempo contrasta con lo grotesco como si de las dos caras de la misma moneda se tratase. Es un filme desafiante, que cuando llega a su final nos deja con la ganas de ver más de ciertas cuestiones, pero igualmente fatigados por algunas de sus decisiones.
¿Hubiera sido beneficioso diluir esa literalidad, lo repetitivo que llega a convertirse? Eso me pregunté una y otra vez mientras escribía y borraba mis conclusiones, analizando mi propia experiencia con una película de la cual no podía definir algo tan básico como si me había gustado o no. Constantemente la comparaba a otros filmes que tocaron temas similares, pero esa era una crítica injusta. No podía hablar de la película que yo hubiera querido ver, sino la que vi y como esta me había incomodado. De lo que no dudaba es que Garland sabía muy bien lo que quería contar, del rechazo o hasta incómodo humor que podía llegar a causar en su público.
Men es una película visceral, que se queda con nosotros y que sabe que va a impactar, ya sea por su dedo acusador o por lo difícil que es ver el ascenso de sus agresiones. Me pregunté: ¿hubiera estado más cómoda si la contara una mujer? Probablemente, pero ¿por qué no la va a contar un hombre cuando se autopercibe partícipe, entregando un relato cuidadoso -que en ningún caso se excusa, sino que se hace cargo de una generalización- de un dicho popular que podría considerar injusto para su género?
Fue semanas más tarde de haber visto la película por primera vez, cuando la revisité y -donde ya pasado el impacto original- logré apreciar sus matices. Men es un relato en donde conviven lo obvio y lo críptico, que explora conceptos muy acertados y un imaginario único pero que puede sentirse regular cuando cae en lugares comunes. Es -ante todo- distinta, algo que se agradece en el cine comercial de hoy día. Es una película a la cual le fui tomando cariño y fascinación a medida que reescribía esta crítica, lo que me llevó a verla por segunda vez.
Las luces se prendieron en la sala mientras yo, sorprendida, afirmaba lo mucho que me había gustado en esta nueva oportunidad.
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