Cuando hablamos de directores icónicos y sus orígenes, muchas veces imaginamos a chicos jugando en su jardín con una cámara, filmaciones caseras de niños que no sospechaban que ese iba a ser el primer paso hacia una fascinación con esa forma de arte. Pero ese no fue el caso de William David Friedkin, cuyo interés empezó como espectador.
Fue su amor por la televisión lo que lo llevó apenas terminó el secundario a conseguir un trabajo encargándose del correo del canal de televisión WNG de su Chicago natal. Desde abajo, fueron llegando pequeñas oportunidades escribiendo guiones y dirigiendo. Incluso llegó a encargarse de algunos de los programas más conocidos del canal, espectáculos en vivo y hasta algunos episodios de The Alfred Hitchcock Hour (1962-1965), la serie antológica de uno de los padres del horror.
Pero sus inicios en el cine fueron algo completamente fortuito. Tras escuchar la historia de un hombre que decía haber sido injustamente condenado a la pena de muerte, Friedkin se preguntaba si contando su historia podría ayudarlo. Fue entonces cuando se decidió a pedir a su jefe que le financiara el documental The People vs. Paul Crumb (1962), película que efectivamente logró cambiar la condena del hombre, salvándole así la vida. Si bien hasta sus últimos días Friedkin se disculpaba por la técnica amateur detrás de ese primer trabajo, también admitía que eso le hizo darse cuenta del poder del cine como creador de sentido y medio transformador, dando así comienzo a una impactante carrera.
“Me cambió la vida. Me hizo entender que el cine es un medio artístico y una forma única de contar historias que yo antes nunca había considerado. Empecé a ir regularmente. Esa fue mi única educación fílmica. Estaba ansioso por hacer algo sin tener la menor maldita idea de qué era.”
Tras ganar múltiples premios gracias al documental, sus próximos proyectos pasaron inadvertidos. Good Times (1967), protagonizada por el querido dúo musical Sonny & Cher, solo le había conseguido malas críticas. Pero el mundo no tardaría en reconocer el talento del joven director cuando al poco tiempo estrenó de The French Connection (1971). Adaptando una novela de Robin Moore que a la vez estaba basada en hechos reales, los inicios de Friedkin con su incursión en lo documental sin duda influenciaron el tono tan particular que tiene el film.
Hay una cualidad áspera, una sensación de realismo en la manera en que estaba contado este policial, con un manejo de la cámara que deja una falsa sensación de espontaneidad. Una adición de último momento fue además la persecución que para muchos es considerada la mejor en la historia del cine, aquella en la que el detective Popeye (Gene Hackman) maneja salvajemente por las calles de Nueva York mientras persigue al tren en el que intenta escapar un maleante.
excelente día para un exorcismo
El guion llevaba semanas en su valija antes de que William lo notara. Tras decidir darle una media hora de su tiempo, terminó envuelto durante horas en la historia que luego se convertiría en The Exorcist (1973). Friedkin no perdió el tiempo. Gracias a los cinco premios Oscar que había ganado por el policial (incluidos los de Mejor Director y Mejor Película), el joven cineasta ahora tenía el peso suficiente para elegir el proyecto que quisiera, además del poder para que su visión fuera respetada por el estudio. Fue gracias a eso que la crudeza y el realismo con el que fue encarada la historia de la niña poseída por el demonio Pazuzu logró aterrorizar a generaciones.
“Creo que las películas más importantes que hice son sobre la delgada línea entre el bien y el mal. Sobre el hecho del que el bien y el mal está en todos nosotros y es una lucha constante para que prevalezcan nuestros mejores ángeles.”
Mucho se habla de los incidentes en el rodaje y él no desmintió esos rumores. Al fin y al cabo, el misterio y la complejidad de la fe es algo central no solo en la historia, sino en la manera en que Friedkin encaró el proyecto. Cada minucioso detalle se pensó de tal manera de hacer que la historia se sintiese lo menos ficticia posible. Logró hacer lo que directores de casting consideraban imposible: convertir a la dulce Linda Blair en una criatura blasfema, diabólicamente sexualizada y manipuladora.
La suya es una bestia que sádicamente juega con todo aquel que quiere salvar a la niña rehén de su propio cuerpo. ¿Pero por qué la película resulta tan espeluznante? Probablemente sea por lo fácil que resulta creer que todos podríamos caer presos de una pesadilla semejante.
Sin lugar para los finales felices
Los últimos minutos de Sorcerer (1977) remarcan de ese tono agridulce y la ambigüedad de la que el director tanto gustaba. Aquel primer plano de Roy Scheider, el peso que acarrea en su mirada, dice más que mil palabras. Para Friedkin era de suma importancia el dejar los suficientes cabos sueltos para dar rienda suelta a la libre interpretación de sus finales.
Hoy más que nunca vivimos en tiempos en donde las películas sobreexplican y reafirman ciertos mensajes. El cine comercial parece demandar finales con una cuota esperanzadora. Pero, ¿The French Connection sería igual de potente si su final no fuera tan frustrante? El mundo real tiene pocas verdades empíricas y puede sentirse injusto, sensaciones de las que Friedkin empapaba su trabajo.
“No hacemos las películas para los críticos o los premios. Los premios son efímeros. Mis películas ganaros varios premios y no recuerdo ni qué diablos son. Pero sí recuerdo estar ahí cuando la audiencia las apreció o no.”
Convertirse en el mal que sus antihéroes intentaban destruir era una constante, algo que marcaría la carrera de Popeye Doyle así como el trágico final del Padre Karras (Jason Miller). “Los mejores policías piensan como los criminales,” aseguraba Friedkin, un lema que define al personaje de Al Pacino en Cruising (1980).
La película no gozó con la mejor de las críticas y fue foco de varias controversias, al considerarse que demonizaba a la comunidad LGBTQI+ a la vez que se cuestionaban los métodos con los que fue filmada. Con buena parte del metraje tomado en secreto en verdaderos clubes gay, la línea entre ficción y realidad se borraba una vez más mientras se exponían la privacidad de aquellos a quienes había capturado en cámara.
Este método era uno que Friedkin continuó utilizando, por suerte de manera un poco más ética, en futuros proyectos. Al elenco de To Live and Die in L.A (1985) se le decía que solamente estaban ensayando mientras las cámaras rodaban, y las primeras tomas llegaban a ser muchas de las que se utilizaron en el corte final. Tan solo basta con observar la multifacética interpretación de un joven Willem Dafoe para comprender el logro que esto supuso.
Volver al origen
En sus últimos años, Friedkin cumplió con una promesa que había hecho décadas antes: regresar al formato documental si es que una historia lo suficientemente interesante llegaba a sus manos. Esto se manifestó en The Devil and Father Amorth (2017), después de que uno de los exorcistas más experimentados dentro de la diócesis de Roma lo invitara a registrar uno de sus casos.
Mostrando un par de locaciones de su película a la vez que reflexionaba sobre la ficcionalización de esta práctica, acompañamos al director no solo a través del exorcismo, sino también en sus charlas con otros profesionales mientras considera posibles explicaciones racionales así como sobrenaturales sobre la experiencia.
Tras haber perdido al director el pasado 7 de Agosto, Friedkin nos recuerda su generosidad al dejarnos un último regalo. El próximo 3 de Septiembre, el Festival de Cine de Venecia tiene planeado estrenar su obra póstuma, The Caine Mutiny Court-Martial (2023), un drama legal en donde un abogado debe defender a un oficial que lideró el motín en un navío, presumiendo que su capitán y sus decisiones eran un peligro para su tripulación. El juicio cuestionará las verdaderas intenciones detrás de los hechos, con un Friedkin que una vez más parece haber querido que saquemos nuestras propias conclusiones sobre todo aquello que pone en pantalla.
“Para mí, el arte del cine es como el arte de la pintura. El artista toma un medio bidimensional y te da la ilusión de la profundidad. Si mirás a cualquiera de las más grades pinturas, tenés ahí la ilusión de profundidad. Lo mismo pasa con las mejores películas.”
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