Desde el momento en que se encuentran, es claro para el espectador que David (Jesse Eisenberg) y Benji Kaplan (Kieran Culkin) son dos extremos opuestos. David llama compulsivamente a su primo, seguro de que van a perder el avión, chequea todo mil veces y se obsesiona sobre las cosas más pequeñas. Benji, mientras tanto, está relajado en el aeropuerto, charlando con gente.
Sin embargo, sus diferencias no terminan ahí. David es exitoso en su trabajo, está casado y tiene un hijo chiquito, mientras que Benji vive en el sótano de sus padres, no trabaja y está solo. A lo largo de la película vamos a ver cómo estas personalidades contrapuestas, sus miedos, sus talentos, así como sus percepciones de sí mismos y del otro, interactúan en este viaje que los conecta con su pasado común.
“¿Cómo una persona que se salvó gracias a un millón de milagros creó gente como nosotros?”
Esto se pregunta el neurótico David. Benji, en cambio, no se detiene en esas disquisiciones; él es todo sentimiento y espontaneidad. Pero lo atormentan preguntas y emociones parecidas. La película construye a la perfección el vínculo difícil pero irrompible que puede unir a dos personas cuyas identidades están tan profundamente atravesadas por la del otro, por experiencias e historias comunes. Por momentos, el recuerdo del Holocausto parece casi un tema de fondo. Es la destreza del guion lo que permite ese discurrir entre lo personal y lo histórico, lo trágico y lo cómico, lo grupal y lo individual.
La otra gran fortaleza de la película reside sin dudas en las actuaciones monumentales de Eisenberg y Culkin (quien ya cosechó un Globo de Oro y una nominación al Oscar). Los actores logran un balance perfecto entre registros, sin caer nunca en el tono melodramático que podría esperarse de una película con tanta carga simbólica y personal. Y eso es todo mérito del guion y dirección de Eisenberg, quien se nutrió de la historia de su familia: tanto su tía abuela Doris como otros de sus parientes fueron apresados en la misma casa que los personajes visitan en una de las escenas claves de la película, para luego ser asesinados en el cementerio frente al que la producción estacionó sus trailers durante la filmación.
Un dolor real (2024) no es una película sobre el Holocausto, ni siquiera sobre su conmemoración o su recuerdo. Sin embargo, es imposible ignorar la forma en que la historia familiar de Benji y David ha moldeado sus vidas. Ellos son los llamados “sobrevivientes de tercera generación”, nietos de los sobrevivientes, quienes no vivieron el horror en carne propia ni fueron criados por padres que habían perdido todo y a todos, pero cuyas vidas siguen marcadas por el horror y la culpa de haber sobrevivido a la destrucción.
El mismo Eisenberg asegura haber sido “criado por personas paranoicas que fueron criadas por personas paranoicas”, y cuenta que su madre lo despertaba en la mitad de la noche para comprobar que estaba bien luego de soñar que los separaban y no podían volver a reunirse.
Parece que no hay forma de escaparle a la película anual sobre el Holocausto. El año pasado, La zona de interés se llevó varios premios por su representación de la banalidad del mal en los campos de exterminio nazi, usando técnicas experimentales, colores oscuros e incorporando una confusa reflexión sobre el turismo en torno al Holocausto.
Este año, en cambio, Un dolor real es una película luminosa, aparentemente sin pretensiones filosóficas, mucho más sencilla. Sin embargo, tiene mucho más para decir sobre la conmemoración del horror, desde el momento en que Benji describe lo bizarro de un grupo de judíos recorriendo Polonia en un tren de primera clase hasta la efectiva escena en el campo de exterminio de Majdanek.
Eisenberg elige dejar que las locaciones reales hablen por sí mismas. La escena del campo no tiene música y solo usa planos sencillos, cualquier otra cosa le habría sonado irrespetuosa, admite. Finalmente, el clímax de la película ocurre a la llegada a la casa de la abuela Doris, donde los primos descubren lo mundano, lo absolutamente cotidiano que puede ser un espacio que lleva en sí mismo una carga simbólica tan grande.
Un dolor real es una reflexión sobre las complejidades de la memoria, las contradicciones humanas y los lazos familiares que persisten pese al paso del tiempo, las ausencias y las decepciones. La segunda película de Jesse Eisenberg logra capturar la humanidad detrás del trauma generacional, en el choque entre lo trágico y lo cotidiano, lo personal y lo histórico. Una película que puede hacerte reír a carcajadas o dejarte en un mar de lágrimas, pero que difícilmente te deje sin sentir nada.
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