Las luces de la sala se prendieron, mientras todavía corrían los créditos. A nuestro alrededor, algunas parejas sonreían y otras se abrazaban, aún sumergidos en el hechizo estival de ese romance juvenil y platónico, de esa California luminosa que tal vez existió y tal vez no. Con el eco de nuestras risas aún flotando en el aire, faltaba un buen rato para volver a poner los pies en la tierra y abandonar ese otro mundo de inconsciencia adolescente, de veranos interminables y sueños grandilocuentes, de faldas estampadas y pantalones Oxford. Por ahora, seguíamos refugiados en el encanto de ese relato fantasioso e idealizado, tan cerca y a la vez tan lejos del mundo real, mientras nos despedíamos de sus protagonistas.
Por un lado Gary Valentine (Cooper Hoffman) un pibe de 18 años interpretando a uno de 15, hijo del recordado Phillip Seymour Hoffman, amigo de toda la vida de Paul Thomas Anderson. Por el otro Alana Kane, una mujer de 28 interpretando a una de 25, música y musa inspiradora del guionista y director. A pesar de la controversial diferencia de edad, que tanto dio que hablar, la película los construye a ambos como adolescentes, uno ávido de entrar en la adultez y la otra renuente a dejar atrás esa época de libertad y pocas preocupaciones. Mientras Gary crecía, dispuesto a demostrar su talento para los negocios y comerse el mundo, Alana se rodeaba de gente que le recordaba su juventud y le evitaba la angustia de tener que pensar en su futuro y responsabilidades.
En esa intersección de caminos, en Los Ángeles de 1973, ambos se convertían en la mejor versión de sí mismos, viéndose reflejados el uno en el otro. No por nada Alana y Gary se conocen, precisamente, gracias a un espejo. No por nada, Alana llega al final de su viaje frente a uno, mientras presencia el conflicto de otra pareja destinada a no poder estar juntos. En todo este juego de espejos y reflejos, los dos protagonistas descubren quiénes quieren ser a través de la interacción con el otro, en un continuo devenir de sucesos aparentemente insignificantes, que los marcan para siempre.
Licorice Pizza (2021) es una de esas películas donde parece que “no pasa nada”, mientras pasa de todo. Pasa la vida y nosotros, los espectadores, somos testigos de primera mano. Al igual que Alana y Gary, salimos transformados de esa experiencia. Ya sea por el recuerdo de un amor platónico, por la nostalgia de una época que nunca vivimos o por la felicidad de haber encontrado esa complicidad en el otro. En ese título que también parece no decir nada, se dice todo. La metáfora visual perfecta para describir al disco de vinilo, esa pizza de regaliz negro que marcó a varias generaciones. El material del que están hechos los sueños de Alana y de Gary.
Otra cosa que esta película hace muy sutilmente, tanto que es casi imperceptible, es conectarse con el resto de la filmografía de su director. Aunque a simple vista la temática de Licorice Pizza (2021) remite vagamente al romance naif de Punch Drunk Love (2002), todos los temas explorados a lo largo de la carrera de Paul Thomas Anderson están presentes de una u otra manera en su nueva cinta: el sentido de pertenencia de Boogie Nights (1997), las historias cruzadas de Magnolia (1999), la idiosincrasia californiana de Inherent Vice (2014), las obsesiones tóxicas de The Phantom Thread (2017) y hasta la fiebre del oro negro de There Will Be Blood (2007).
Junto con la música, que pinta un retrato de época -al mejor estilo Once Upon a Time in Hollywood (2019) de Quentin Tarantino-, la sensibilidad de PTA para captar los matices de una época que nunca vivió, a través de las experiencias de sus protagonistas y sus encuentros con personajes bizarros de esos early ’70 californianos, la convierten casi en una secuela espiritual de aquella fábula tarantinesca que dibujó un final idealizado para el viejo Hollywood. Una que podría tener varios spin-off alrededor de esa galería de personajes pintorescos como el productor y estilista de las estrellas Jon Peters (Bradley Cooper), el veterano actor venido a menos Jack Holden (Sean Penn) o incluso el divertido cameo de Herman Munster (John C. Reilly), si nos atrevemos a imaginar un universo andersoniano.
De vuelta en la sala de cine, heredera de aquella frente a la que Alana y Gary finalmente se confiesan su amor fundiéndose en un esperado abrazo, de a poco las parejas comienzan a levantarse para irse, luego de compartir risas y lágrimas durante toda la película, con esa complicidad que se genera solo en la experiencia colectiva del cine. Felices y melancólicos al mismo tiempo, bailamos al ritmo setentoso de los créditos, entre las butacas vacías. Salimos con ganas de correr agarrados de la mano y lo hacemos, porque nada nos prohíbe ser libres y despreocupados como Gary y Alana, aunque sea por una noche.
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