Hay más de una generación para la cual las películas de Rob Reiner representan la calidez de la infancia y del hogar. Aquellas amistades finalizadas, el amor perdido, la devoción de los padres por sus hijos, la libertad infinita de la niñez, el complejo paso a la vida adulta y la no menos difícil toma de decisiones en una existencia siempre cambiante. Justamente, la característica que nos demuestra que estamos vivos y que tenemos que hacer algo con eso.
Los personajes de las películas de Rob Reiner, sobre todo los de las primeras comedias, desde Cuenta Conmigo (1986) a Cuando Harry conoció a Sally (1989), están en esa búsqueda. Una pesquisa por encontrar un rumbo, un sentido, y también por encontrarse en un otro. Nada distinto a una experiencia de vida promedio. Y ese fue el valor de esas películas imperecederas, valiosas en cualquier época, inmunes al paso del tiempo.

Vayamos, por ejemplo, a Cuando Harry conoció a Sally. ¿Por qué caló tan hondo en distintas generaciones alrededor del mundo al punto de ser hoy un clásico absoluto e indiscutido? Porque es verdadera. Verdadera en el sentido de que es un tipo de cine que muestra la vida tal como es.
De todo corazón
Hay, claro, una estetización en la película –el uso de la música, la elegancia del guion con sus arrebatos de humor, la delicadeza visual de la puesta en escena–, pero nunca deja de ser un intento de fundir lo más que se pueda el arte con la vida. Dos personajes –Harry y Sally– que miran Casablanca (1942) mientras nosotros los miramos a ellos. Y alguien, a su vez, una generación posterior, nos mirará a nosotros. Y así sucesivamente.

Siempre estamos mirando –eso pareció ser siempre, para Reiner, el cine– y es ahí donde se configura el deseo. No importa la época: Harry y Sally van a encarnar invariablemente a quienes sea que busquen encontrarse, así como la vida va a buscar siempre la vida. Por eso la película le gana al tiempo y luce como una piedra preciosa en el fondo del mar: porque es capaz de mostrarse como nueva cada vez que la vemos.
Así, una asignatura universal como el amor nos fue mostrada, gracias a la calidez de Reiner como director y a la sutileza de Nora Ephron como guionista, con el nervio de la vida cotidiana, con sus pequeñas alegrías y sus largos períodos de enojo y frustración. Con sus avatares a través del terreno y de las estaciones del año, los encuentros y desencuentros con amigos, la frustración y la esperanza.

¿Si Reiner y Ephron imaginaban un fenómeno así al acometer la película? Difícil esperar un alcance de ese calibre, sobre todo porque el film fue catapultado directamente a la categoría de pieza de culto (popular). Pero podemos suponer que algo intuían: no por nada la película está regada de parejas de ancianos recordando sus historias de amor, cómo empezaron, cómo se interrumpieron, cómo siguieron, hasta dónde llegaron. Cómo seguirán.
En definitiva, un ciclo vital que termina y vuelve a empezar. Tan potente que ni la trágica muerte de Rob Reiner puede interrumpir. La noticia de su partida nos rompe el corazón a los cinéfilos, especialmente por las desgarradoras circunstancias de su fallecimiento, junto a su esposa Michele Singer. Pero el legado que dejó la pareja es tal, que cambió incluso el final de la película.
Cuenta la leyenda que el director se encontraba tan enamorado al momento de filmarla, que decidió que Harry y Sally deberían terminar juntos, regalándonos una de las escenas más icónicas del cine.




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