Todos aquellos que disfrutamos de la presencia de un perro o gato en nuestras vidas, seguramente pasamos por este momento. En la oscuridad de la noche, nuestra mascota de pronto mira fijamente una esquina de la habitación en donde parece no haber nada. Tras llamarlo y no poder distraerlo de su vigía, una pregunta nos roba el sueño: ¿acaso estaba percibiendo algo o alguien que yo no puedo ver?
Ben Leonberg tuvo una idea tan simple como potente para su ópera prima. Porque si bien tener animales como la amenaza principal es todo un subgénero dentro del cine de terror, nunca antes nos encontramos ante historia contada puramente desde la perspectiva de un perro. Es una idea similar a la que a principio de año vimos en Presence (2024), en donde una cámara subjetiva nos ponía en el lugar de un fantasma.
Leonberg hace algo distinto. El lente baja para acomodarse a la altura de la mirada de Indy, nuestro can protagonista, convirtiéndonos en su silencioso acompañante mientras nos comparte el mundo de la manera única en que el animal lo percibe. Las proporciones de lo que nos rodea se sienten distintas, ya que estamos casi a la altura de las rodillas de su dueño.

Es una perspectiva que recuerda vagamente a aquella de los adultos en las aventuras de Snoopy y Charlie Brown. Los únicos diálogos en toda la película vienen del entorno como algo periférico. Lo que realmente guía la historia es nada más ni nada menos que la sorpresiva expresividad de Indy.
Mucho más que dar la patita
Acompañamos entonces a este perro mientras vela por la seguridad de su amo. Desde un comienzo lo notamos angustiado, consciente que la salud de Todd (Shane Jensen) está viéndose afectada por una entidad que acecha en aquellos oscuros rincones de la habitación. Su dueño, buscando un cambio en su vida, decide irse con Indy a la casa en el campo que su abuelo le heredó. Aquella de la que los perros de la familia también huían y que le ganaron fama de estar embrujada.
Es un relato engañosamente sencillo. A simple vista la propuesta puede ser juzgada de efectista, como un truco que después de un rato pierde su gracia. Es innegable que cae en algunos lugares comunes dentro del género. Planos amplios en una casa casi sumida en la oscuridad, así como una cuidadísima edición de sonido, hacen que constantemente busquemos por toda la pantalla a una posible amenaza al acecho.

Leonberg se toma muy en serio la primera regla que el maestro Spielberg marcó con Tiburón (1975), poniendo peso en la insinuación por sobre la exposición. Los efectos prácticos están resueltos con la misma e inteligente simpleza, haciendo que los breves momentos en que vemos a la amenaza, esta se sienta tan tangible como la honestidad de este protagonista que no es consciente de que está actuando.
Leonberg marca la diferencia en la ejecución, haciendo que una idea que parece más adecuada para un corto funcione perfectamente en un largometraje. Y es que la pasión del director también es palpable. Al fin y al cabo, este es un guion que comenzó a escribir en 2012.
Decidido a que su propio perro (llamado Indy también en la vida real) fuera su estrella, el director y su esposa Kari Fischer le dedicaron tres años a la filmación. Trabajando primero en un elaborado storyboard, la fotografía principal tomó aproximadamente 400 días de rodaje. El tiempo para trabajar diariamente era limitado, entre una y tres horas diarias, ya que la pareja ante todo buscaba no estresar a un animal que nunca fue entrenado para este tipo de tarea.

Hay definitivamente una labor artesanal en cómo Leonberg abordó el proyecto, ya que es uno que difiere mucho a cómo el reloj corre a las producciones audiovisuales, ni hablar aquellas que vencen en taquilla y a veces dan inicio sin siquiera tener un guion terminado. Good Boy tiene un cuidadísimo trabajo de edición, que en el meticuloso armado de un rompecabezas visual logró hilar una historia y dar un contexto ficticio a la sensible mirada de un perro.
En ningún momento se siente una disonancia o algo forzado en la narración, ya que comprendemos exactamente todo lo que Indy siente, así como intuimos sus pensamientos. Hasta los momentos más oníricos, como son sus pesadillas, no pierden fluidez. Somos testigos de una lucha interna y desapercibida por los humanos, una que desespera al dejar en claro las vulnerabilidades de un animal que poco puede hacer frente a una puerta cerrada o las trampas que esperan a un zorro desprevenido.
Por algo es nuestro mejor amigo
Desde la literatura con novelas clásicas como Colmillo Blanco de Jack London o el Azabache de Anne Sewell, hasta el cine con películas como El Oso (1988) de Jean-Jacques Annaud o la más reciente Flow (2024), estas historias lideradas por animales tienden a ser asociadas con aquellas que disfrutamos en la infancia o compartimos con toda la familia.

Good Boy acarrea una nostalgia inesperada, muy distinta a la cual estamos acostumbrados a discutir en una época llena de remakes y franquicias revividas. Deja una sensación de rememorar aquel vinculo tan primario que tuvimos en la niñez con un animal, o el anhelo por tenerlo. Es la primera impresión de encontrar compañía en un ser con el que no nos podemos comunicar verbalmente, pero que no necesita de palabras para generar un vínculo.
Ahí está la clave, la razón por la cual desde el comienzo ya conocemos a su protagonista. Indy no es cualquier perro, es aquel que -todos los que fuimos bendecidos con un animal en algún momento de nuestra vida- podemos reconocer como propio. Funciona porque va mucho más allá del miedo que nos causa la posibilidad de que rompa con una de las reglas más primordiales del terror, aquella que indica que jamás hay que matar al perro.

Va mucho más allá, ahondando en la conexión emocional que despierta en el espectador, generando angustia al ver la desesperación de Indy por proteger a su mejor amigo. Así crece nuestro propio malestar, con la necesidad de que aquel perro que proyectamos como propio, se salve.
Es una historia sobre la lucha contra lo inevitable y la lealtad en los más duros momentos. No es solo un relato sobre cómo el perro puede ver entidades sobrenaturales; es un retrato en primera persona del amor incondicional que profesan los animales.
💡 PopCon Tip:
Si te quedaste con ganas de ver algo similar, te recomendamos Bad Moon (1996). Un hombre es atacado por una bestia y regresa a su hogar junto con su hermana y sobrino para recuperarse. Thor, el ovejero alemán de la familia, es el único que presiente el peligro y deberá protegerlos con la llegada de la luna llena.
Gran exponente del cine de licántropos, está basada en la novela Thor (1992) de Wayne Smith. Si bien en ambas versiones el perro es uno de los protagonistas, el libro está narrado completamente desde su punto de vista.
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