A esta altura, es innegable que los superhéroes componen el panteón moderno de los dioses de Occidente, los mitos y leyendas en los que nuestra sociedad sublima sus más profundas aspiraciones de poder y belleza, así como sus pasiones y deseos más mundanos.
Hasta ahora, el Universo Cinematográfico de Marvel encaró esa necesidad de representación divina con astucia, construyendo un verosímil cargado de referencias al mundo en el que vivimos. Y apelando muchas veces a la autoparodia para traducir el código de la mitología comiquera a la pantalla, atrayendo al cine a las grandes masas de consumidores con una perspectiva realista que permitiera digerir la propuesta fantástica.
Pero con Eternals (2021) el estudio rompe parcialmente ese pacto con el espectador, trasladando su brillante y divertida fórmula a un mundo habitado desde el principio de los tiempos por seres cósmicos y omnipotentes, que no responden a la misma lógica que el Capitán América, IronMan o incluso Thor.
Los Eternos son la mismísima encarnación de esos dioses legendarios de civilizaciones pasadas, que habitan nuestra Tierra desde hace 7000 años sin dar señales de su existencia, excepto para proteger a la raza humana de otra especie alienígena de depredadores, los Deviants, por obra y gracia de los Celestiales.
Sobre esa lucha maniquea entre el bien y el mal se construye un relato alrededor de los grandes temas de las epopeyas, mitos fundacionales de una cultura: el viaje del héroe a tierras lejanas, su lucha contra las fuerzas divinas y la búsqueda de un propósito, además de elementos como las visiones proféticas, los dilemas morales y los monstruos fantásticos a los que deben enfrentarse sus protagonistas.
No es casualidad que uno de los principales personajes de esta historia esté nombrado en honor a Gilgamesh, el primer poema épico conocido. En los Eternos se encarnan los arquetipos clásicos y las pasiones humanas atribuidas a los dioses, como el amor, la traición y la envidia, disparadoras de los conflictos más antiguos y universales.
Así, entre grandes acontecimientos históricos que abarcan desde los pueblos del Neolítico hasta los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, pasando por el asentamiento de las culturas mesopotámicas y la conquista de América, los Eternos conviven con los humanos y los acompañan en su desarrollo, caminando siempre sobre la fina línea entre ayudar a su evolución o interferir en el gran plan divino de Arishem, su creador.
Nos enteramos de la existencia de este Celestial por la secuencia de créditos inicial à la Star Wars, una suerte de Génesis de estos seres cósmicos nacidos de la imaginación de Jack Kirby, que además marca la primera vez que Marvel Studios utiliza este recurso narrativo.
A través del mismo, se advierte también al espectador sobre una desavenencia entre los hijos y los designios de su creador, que nos mantiene intrigados durante el larguísimo primer acto que introduce a todos los personajes. Si bien Eternals (2021) encuentra su ritmo rápidamente al compás de Pink Floyd y sus sonidos experimentales, tropieza en el camino con un exceso de flashbacks que tienen la función de explicarnos quién es cada uno de estos personajes y cuáles son las dinámicas entre ellos, pero de una manera desordenada y bastante inconexa con los hechos del presente.
Cuando nos reencontramos con estos héroes en la actualidad, el grupo está separado (“como los Beatles”, diría Bruce Banner) por razones que desconocemos y se irán develando a lo largo de las escenas de flashback, aunque nunca termina de quedar del todo claro.
Esta ambigüedad de motivos (y motivaciones) funciona como salvoconducto del guion para no tener que detenerse en detalles ni en relaciones en las que decide no invertir tiempo, en detrimento de sus personajes. De los diez Eternos principales, apenas llega a arañar la superficie de algunos, mucho más interesantes que los protagonistas en cuestión: Sersi (Gemma Chan) e Ikaris (Richar Madden).
La falta de química entre la pareja protagónica le resta fuerza al relato y desperdicia valiosos minutos (de los 157 que dura la película) en mostrar una relación que se siente forzada, a diferencia de la supuesta “agenda progresista” que muchos insisten en señalar.
Si hay algo que la película entiende y ejecuta bien es, precisamente, la representación del ser humano en términos de diversidad, con un elenco que encarna diferentes etnias, capacidades, formas de cuerpo y orientaciones sexuales, acercándose a lo que su productor Kevin Feige describió como una “sección transversal” de la Humanidad. Hubiera sido francamente ridículo ver a puros hombres blancos como Tony Stark o Steve Rogers conviviendo con las civilizaciones más antiguas de la Historia.
De hecho, una de las subtramas más conmovedoras y funcionales al conflicto principal es la de Phastos, el Eterno que en teoría “se dio por vencido con la Humanidad hace mucho tiempo” (75 años, apenas un suspiro en la existencia de uno de estos seres milenarios), pero recupera su fe en los humanos a través de su relación con su familia. De todos los personajes, es quizás quien más claro tiene su objetivo y sus motivaciones, junto con la Sersi de Gemma Chan, enamorada de la Humanidad desde el primer momento en que llega a la Tierra.
Un relato coral desbalanceado
Sin embargo, no todo el elenco tiene la posibilidad de desarrollar en profundidad sus personajes y se desperdician oportunidades como la evidente química entre Druig (Barry Keoghan) y Makkari (Lauren Ridloff) o la milenaria relación entre Gilgamesh (Don Lee) y Thena (Angelina Jolie).
Si bien la incorporación de esta última al elenco es un gran acierto, su inmenso star power opaca por momentos a sus compañeros y ejerce un magnetismo que no se termina de explotar, insinuando una historia compleja en una subtrama que no lleva a ningún lado y solo sirve para plantar pistas que no aportan al resultado final. Con el agravante de que el tema de la salud mental ya había sido abordado con muy poca delicadeza en Avengers: Endgame (2019) a través del personaje de Thor.
Otra de las subtramas que apenas se aborda superficialmente y sin consecuencias reales es la de Sprite (Lia McHugh), una Eternal atrapada en el cuerpo de una niña, que recuerda por momentos a la Claudia de Entrevista con el vampiro (1994). Sin embargo, este personaje atraviesa un conflicto interno que nunca se deja ver hasta que se explicita en palabras de su compañero Kingo (Kumail Nanjiani), traicionando una de las reglas básicas de la narrativa: mostrar, no decir.
Una vez más, lo que podría haber sido un conflicto profundo y funcional a la trama, insinuado a través de recursos actorales y narrativos, es apenas una anécdota perdida en el ambicioso e irregular guion de Eternals (2021).
Esta desprolijidad narrativa tiene su correlato en el aspecto visual, una de las apuestas más grandes del MCU en esta nueva fase, al convocar a la laureada directora de Nomadland (2020), Chloé Zhao. Reconocida por su habilidad para filmar en escenarios naturales con luz solar, la fotografía naturalista de la película y la gran habilidad de Zhao para retratar las relaciones interpersonales a través de su lente, eran dos de las promesas más atractivas de esta propuesta, junto con su llamativo elenco.
A pesar de que en Eternals (2021) Zhao pierde a su habitual colaborador, el director de fotografía Joshua James Richards, logra convencer a las cabezas del estudio para que la dejen filmar en locaciones reales, que le permitan transmitir esa antigüedad a sus escenarios y, por extensión, a sus personajes.
Por un lado, es uno de los grandes aciertos en la identidad visual de la película, que se separa del resto del Universo Cinematográfico de Marvel. Pero, por el otro, contrasta radicalmente con los vistosos poderes de los protagonistas y -sobre todo- con los monstruos de CGI, sin dudas el punto más débil de la película (tanto visual como narrativamente).
Los Deviants son simplemente eso, monstruos depredadores que no justifican su existencia y cuyo diseño requiere de escenarios oscuros en función de los efectos digitales, ensombreciendo secuencias enteras y perjudicando la estética de Zhao. A nivel conceptual, no son nada más que un contrapunto para los héroes y, en el momento en que parecen insinuar algo más interesante, se deja de lado automáticamente.
Al igual que sucede siempre con las películas de Marvel Studios, Eternals (2021) no es tan mala como claman sus más acérrimos detractores ni tan buena como quieren creer los fans. Es un híbrido entre dos formas distintas e incompatibles de hacer cine, un experimento que tal vez responde a ciertas críticas que estuvo recibiendo el estudio.
Sin embargo, son riesgos dignos de celebrarse, por más innecesarios que sean para la continuidad de su éxito formulero. Y sin dudas aporta importantes primeras veces a este universo, como una breve escena de sexo, un beso entre dos hombres en pantalla o un elenco con protagonistas de diversas etnias, hitos que Marvel Studios evitó a lo largo de más de diez años y veinticinco películas.
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