Si algo sorprende en El Páramo (2021) de David Casademunt, estrenada el 6 de enero en Netflix, es su mirada paciente. El director utiliza la cámara subjetiva para construir una atmósfera oscura y envolvente que, durante el primer tramo, construye paso a paso una mitología propia. La premisa, basada en leyendas rurales españolas, atraviesa con delicadeza los terrenos del género horror folk británico para crear una historia original. Una profunda reflexión sobre el bien y el mal originario, oculto bajo la percepción del terror primitivo. Una que además, hace énfasis en la sugerencia en lugar del efectismo directo.
En El Páramo, el miedo es una presencia constante. Pero también es un misterio a resolver que no se prodiga con facilidad. Casademunt toma la apropiada decisión de construir un sentido del absurdo que convierte al centro del enigma en terror puro. Pero también hace algo más: brinda la oportunidad a sus personajes de analizar la noción sobre la vulnerabilidad y la desesperanza. Aislados, aterrorizados y derrotados por el miedo, Diego (Asier Flores) y su madre Lucía (Inma Cuesta) tendrán que enfrentar una presencia invisible.
El argumento se cuida la mayor parte del tiempo en revelar qué se oculta en la pequeña casa aislada en mitad de un valle interminable. Ambientada en el siglo XIX, la película estructura su efectividad a base de factores que elaboran una idea total sobre lo terrorífico. Tanto el uso de la luz como eslabón para comprender el paso del tiempo, hasta la noción de lo escurridizo. De hecho, uno de los puntos más fuertes de la opera prima de Casademunt es su capacidad para analizar la oscuridad como presencia. Un detalle que añade peso y poder al mito que sostiene la narración y que palpita en el centro de un relato claustrofóbico.
Las regiones oscuras del tiempo
En medio de la desolación, el director utiliza la lenta caída en la desgracia y el terror de sus personajes como un metrónomo. Una pieza ideal que se desliza y se sostiene sobre la percepción de la fatalidad. Poco a poco, la película se vuelve más insoportable en su capacidad para la tensión. La pequeña y destartalada casa en que transcurre la acción se desploma y la penumbra toma el lugar de la cordura.
Es entonces cuando la película consigue sus mejores momentos. Diego se convierte en punto central del terror, reconvertido en un hilo de pequeñas narraciones escondidas. Pero también, de una mirada hacia las tinieblas que termina por ser angustioso y conmovedor, por su dolorosa belleza. El director establece una versión de la realidad en la que todo se distorsiona en la lucha brutal contra una entidad que podría o no existir. Pero la presencia que acecha es lo menos importante, a medida que el campo y la casa se convierten en un espacio cada vez más hostil. Tanto la madre como el hijo, tendrán que batallar contra lo que sea les persigue. Pero también, encontrar el hilo que les vincule en medio de lo terrorífico que se desliza y se nutre de sus momentos más bajos y descarnados.
Al final, El Páramo tiene toda la belleza de un relato poderoso y críptico, rodeado de paisajes ultraterrenos y atemporales. Casademunt logra mostrar que el miedo es una cualidad sin tiempo y forma de ser comprendida. Eso, a través de una cuidadosa progresión de símbolos que terminan por empujar a la historia a su momento más doloroso. Para cuando Diego ha descubierto el secreto de la criatura a la que se enfrenta, es tarde para enfrentarlo. O quizás, sea tarde para huir. Aun así, la película deja claro que esas nunca fueron sus opciones. Quizás, el juego más ingenioso en la obra de Casademunt.
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