Es difícil describir a Avatar: The Way of Water (2022) sin hacer mención a su deslumbrante apartado técnico. Y quizás, ese es uno de sus grandes problemas. Esta experiencia inmersiva total, que profundiza en la original a varios niveles distintos, es tan frágil en su planteamiento como poderosa en su propuesta tecnológica. James Cameron decidió contar una historia sencilla que, a pesar de tener mayores atributos narrativos que la original, sigue sin ser capaz de abarcar el mundo que propone. Un problema que convierte al film en una combinación irregular de ideas, que no termina de profundizar en ningún punto y bajo ningún aspecto.
Por supuesto, nadie espera que Cameron apostara a la narración en detrimento de su apartado visual. Tampoco se le pide, pero lo que se lamenta en Avatar: El camino del agua es su incapacidad para mantener un equilibrio entre ambos extremos. En especial, cuando su épica medioambientalista depende en exceso de su espectacularidad para sostener su premisa. A medio camino entre un recorrido espiritual y la típica historia del héroe en busca de redención — de nuevo —, la secuela de Avatar (2009) termina por ser piezas de muchas cosas distintas. También, de una rara mezcla de ideas que no terminan de combinar del todo.
¿Se trata de una especulación sobre el sentido de la vida? ¿Un despliegue interminable de avances técnicos para llegar a una experiencia hiperrealista? ¿O solo la medida de la ambición de James Cameron? No es fácil, de nuevo, definir una película que cumple una promesa, pero deja otras en blanco. Mucho más, cuando el realizador está dispuesto a extender su universo en docenas de direcciones distintas. ¿Es suficiente la belleza apabullante para narrar lo que parece ser un drama generacional familiar?
James Cameron y el cine de vanguardia
James Cameron no es un hombre fácil de comprender. Al menos, no es uno sencillo de encajar en la estructura de Hollywood. Es, quizás, uno de los cineastas más talentosos de su generación, pero también, un artista con un ego considerable que le precede y, en ocasiones, entorpece su camino. Entre ambas cosas, esta figura inclasificable, capaz de formular sus propias reglas, cambió a la meca del cine en más de una ocasión. La primera con Terminator (1984), con la que demostró sus ambiciones y su capacidad para producir un clásico con recursos limitados.
La segunda, con Aliens (1986), cuando reformular una película de culto para llevar a cabo una secuela que la superó con creces. Pero sería con Terminator 2 (1991) con la que Cameron dejó claro que su ególatra mirada sobre la tecnología — “mis aportes son duraderos y de un valor fundamental”, dijo a Variety ese año — que sus ambiciones tenían sustento. Tanto, como para decidir que cualquiera de sus siguientes producciones serían no solo hitos en la historia del cine, sino creaciones directamente influyentes en la forma en que lo cinematográfico dialoga con el público.
Titanic (1997) se convirtió en el siguiente clásico en la lista. Uno cursi, sublime, con un apartado técnico tan deslumbrante como para dejar boquiabierto a la mayoría de los críticos y al público. Pero sería Avatar (2009) la obra que marcaría un antes y un después en el público. La épica medioambientalista cambió por completo al cine de ciencia ficción. No por su historia trivial, sino por la osadía de James Cameron de construir un mundo a la medida de una codiciosa y precisa visión sobre el cine como espectáculo.
Avatar se coronó como un logro tecnológico de marca mayor. También, como la película más taquillera de la historia. Ambas cosas combinadas, impulsaron a Cameron a obsesionarse con la posibilidad de profundizar en un mundo extraordinario a la medida de su imaginación. La secuela se anunció de inmediato, pero le llevaría nada más que trece años llegar a la pantalla grande.
Mientras tanto, la gran pregunta era si el film, que Cameron pregonaba cambiaría la historia del cine — otra vez — , merecía la década y un poco más de trabajo. El proyecto pasó por todo tipo de dificultades, se convirtió en una producción confusa, que atravesó varios niveles de especulación. Por último, llegó la fecha definitiva y la posibilidad que el director pudiera haber logrado el prodigio de construir el mundo que apenas esbozó en 2009 a un nivel por completo nuevo. ¿Lo logró? No solo lo hizo, sino que dejó claro que el realizador está convencido del valor del cine como una percepción del poder personal. Ahora, ¿la historia está a la altura de eso? Sí y no.
Una épica con un gran corazón
En Pandora, el transcurrir del tiempo otorga experiencia, valor y sentido de la identidad. Al menos, es lo primero que deja claro Avatar: El Camino del Agua. En mundo del film, han transcurrido diez años desde que Jake Sully (Sam Worthington) recibiera el prodigio de Eywa en el Árbol de la Vida. Su identidad humana desapareció, o mejor dicho, evolucionó a una comunión total con Pandora. Su mirada es la de un Na’vi y esa, es la gran revelación que el argumento escrito por James Cameron, Rick Jaffa y Amanda Silver deja claro. El espíritu aventurero del personaje es un reflejo de su planeta, adoptivo.
Pero a la vez, del misterio cálido que envuelve cada elemento que le rodea. Tal y como la primera película dejó claro en 2009, nada en este entorno poderoso y vital, está desvinculado del centro mismo de la vida. Nada está fuera del asombro que envuelve y sostiene la narración como una travesía hacia un paraje de desconcertante belleza.
Los primeros minutos de la gran épica ecológica de James Cameron, dejan claro de inmediato que esta largamente esperada secuela, es una experiencia. Antes que un recorrido, una historia o incluso, una exploración a un nuevo mundo, el film es una osadía visual que hipnotiza a un nivel abrumador. El nivel de realismo y detalle sobrepasa toda posible predicción sobre el trabajo de Cameron y convierte a Avatar: El camino del agua en puro poder narrativo.
La película no necesita más de un primer tramo vertiginoso para mostrar sus cualidades. Pero más allá de eso, utiliza cada recurso a su disposición para mostrar su espléndida premisa. Cameron está consciente que su film depende de su corazón tanto como de sus efectos digitales o prodigios técnicos. Por lo cual, deja claro de inmediato que la secuela de Avatar es una historia que comienza por el pulso de un planeta vivo.
Tan realista, minucioso y cuidadoso, que es evidente que el cineasta apostó el todo por el todo para una sensacional mirada a un universo que apenas nace. Avatar fue un anuncio discreto del portento sensorial que construye en su secuela. También, es un reconocimiento que la película, fruto de años de esfuerzo y un indudable pulso autoral, es una obra de arte en varias formas distintas.
Una mirada inmersiva a la belleza
No solo a nivel tecnológico, algo que la producción deja claro con su alto rango dinámico a 48 fotogramas por segundo. Al mismo tiempo, en el hecho de haber sido creada para un 3D que es mucho más que una excusa para un espectáculo en sala. Avatar: El Camino del Agua necesita de la tridimensionalidad para contar varias historias a la vez.
Algunas tan sutiles como el tránsito del agua a través de un mar infinito. Los movimientos de sus personajes y en especial, ese misterio vivo que es Pandora. El planeta se aparta de ser un escenario colorido para sustentar su propia gama de matices sensoriales. Cameron logra la sensación que cada punto es real: desde el sonido del viento a la periferia hasta el rumor de los árboles.
El nivel de complejidad del film es asombroso justo por su precisión al narrar de forma sustancial la experiencia en el entorno. De modo que la historia comienza mucho antes que el relato argumental sea el centro de todo. No es, claro está, una decisión al azar. Cameron está consciente que el éxito de Avatar: El Camino del Agua, depende de qué tan creíble sea Pandora como escenario. De modo que logra que lo sea. Tanto, como para conmover — en algunos momentos, hasta las lágrimas — y deslumbrar a un nivel total. Este universo está vivo, es por completo realista, con un peso visual e inmersivo propio.
Las viejas historias que comienzan en tierra nueva
Para Jake Sully, el mundo es generoso. Su historia con Neytiri (Zoe Saldaña) fructificó en una familia. Pero más allá de eso, en un elemento bien construido para comprender la secuela como parte de una historia más grande. Esta familia de cinco es, de alguna forma, el corazón vivo de Pandora. La mejor forma de comprender la naturaleza del planeta, esta vez mucho más meticulosa como hábitat de lo que nunca fue en la película original. Pero no solamente por la exploración hiperrealista, sino porque condensa la idea del amor (la voluntad de vivir) como un sólido recurso narrativo.
Si el film original fue criticado por su historia sencilla y trillada, su secuela supera con creces esa frontera limitada y abandona los lugares seguros. Tal vez por eso, sorprenda que la familia de Sully sea tan peculiar como la historia misma del personaje. La pareja engendró a tres hijos biológicos que son, de alguna forma, la experiencia real del argumento. Eso sin menospreciar la de sus padres como figuras centrales. Neteyam (Jamie Flatters) y Lo’ak (Britain Dalton), son adolescentes y están en el tránsito hacia la independencia.
Una decisión narrativa que permite comprender a los Na’ vi desde sus diferentes rituales de paso. También, está la hija más pequeña Tuk (Trinity Jo-Li Bliss), que es quizás, el reflejo de su madre a esa edad. Hay una condición emocional sobre el vínculo que une a Jake con Neytiri y tal pareciera que cada uno de sus hijos son parte de su historia. En el más peculiar de los casos, un recuerdo de lo que vivieron y sufrieron para llegar a ser las criaturas que ahora son.
Pero Sully también acogió bajo su cuidado a dos criaturas que, de alguna forman, simbolizan el vínculo del personaje con su extraño origen. Kiri (Sigourney Weaver) es un milagro biológico. La demostración definitiva que el misterio de Pandora es mucho más real, amplio y elaborado de lo que podría esperarse. El personaje es la hija biológica de la difunta Grace Augustine, concebida en su forma de avatar.
James Cameron toma el riesgo de refundar el concepto mismo de la vida para otorgar una segunda vertiente a este planeta. También, de otorgarle un sentido nuevo a cómo se concibe el origen de la identidad y el individuo. Es un paso arriesgado — tanto, como el retorno del villano de la película — pero en el caso de Kiri, es de sustancial importancia. Pandora no es únicamente un planeta, es una concepción total acerca de la existencia y la forma en que sostiene como un elemento de considerable interés.
Por último, también hay un miembro humano en la familia. Spider (Jack Champion), es un sobreviviente a la primera evacuación y lleva un secreto a cuestas. Uno tan duro y determinante, que es probable, enlace su futuro con el resto de la franquicia. Es inevitable que Spider no recuerde a la desamparada Nuts (Carrie Henn), la niña sobreviviente en Aliens (1986). Para Cameron, ambos personajes tienen el mismo sentido de la inocencia y la fragilidad de la supervivencia. Pero en especial, es la forma en que recuerda el origen de Jake Sully y su vida en Pandora. Mucho más cuando la identidad de su padre se descubre para dejar claro a qué deberá enfrentarse este huérfano con un pasado peligroso.
Un líder debe tomar grandes decisiones
Al mismo tiempo que la vida en Pandora transcurre en pacífica comunión, en la Tierra, la posibilidad de supervivencia es limitada. Es esta salvedad lo que provoca el retorno de una avanzada agresiva de corte militar contra el planeta. En esta ocasión, no se trata de la búsqueda de un mineral de incalculable valor, sino una invasión a toda regla. Quizás, uno de los errores del guion, es que la decisión del retorno de la agresión humana sea tan sorpresiva, cuando su posibilidad era obvia. Mucho más, cuando hubo indicios en la primera película que la vida en nuestro planeta, agonizaba.
No obstante, ahora es un hecho que obliga a decisiones terminantes. Una vez, claro está, una toma forzosa que implica, deforestación y desocupación. Cameron dirige entonces toda la energía de la película en mostrar a plenitud el peligro de la voracidad humana. Ya no se trata de un proyecto minero a largo plato, la explotación de la riqueza infinita de Pandora. Ahora, el espectro de la colonización se hace más vil e inmediato. Además, comandado por un líder que odia no solo la posibilidad del retorno, sino sus consecuencias.
Desde la general Francis Ardmore (Edie Falco), hasta el retorno levemente disparatado de Miles Quaritch (Stephen Lang), la conquista de Pandora será a la fuerza. Este último, al que se le vio morir en la primera película, retorna en una paradoja en sí mismo. Su identidad — recuerdos — fue implantada de manera total en un avatar modificado como una maquinaria orgánica avanzada de guerra. Más rápido, fuerte y ágil que un Na’vi común, es un monstruo que rebosa en odio, rencor y a la vez, una rara dualidad. ¿La naturaleza de Pandora influye en una criatura semejante? El guion no responde la cuestión, pero deja que la interrogante gravite sobre el personaje.
De modo que Quaritch es, de alguna forma, el reverso oscuro de Jake Sully, y la película hace énfasis en ese enfrentamiento con un subrayado innecesario. Mucho más, cuando a ambos les une un vínculo que, sin duda, será parte de la historia de uno y de otro a futuro. Pero por ahora, el terreno es movedizo en cuando a este villano, enfurecido, enloquecido y cuya identidad se hizo más oscura. “Puedes matar a los que peleamos, pero nos reencontramos en el infierno”, gruñe el personaje. Una referencia a la mítica Esparta que podría definir mejor que otra cosa, al escuadrón que comanda.
El horror y la venganza llegan a Pandora
Hasta ahora, Jake Sully ha sido un líder querido de los Omaticaya y buena parte del primer tramo de la película, muestra su poder y autoridad. Sin embargo, la llegada de la avanzada humana y en especial, el odio violento de Quaritch, hace que Sully deba tomar decisiones para protegerles. En uno de los momentos más confusos del argumento, no queda del todo claro si el escuadrón del villano obedece órdenes o solo está enfocado en la venganza.
Esa extraña ambigüedad, unida a la violencia desatada en los territorios Omaticaya, termina por obligar a Jake a huir. Es entonces, cuando comienza el real viaje por Pandora. Aterrorizado, enfurecido y angustiado, el personaje lleva a su familia a los arrecifes, en los que habita el clan Metkayina. Tonowari (Cliff Curtis) y su esposa Ronal (Kate Winslet), líder espiritual de la tribu, aceptan a los recién llegados. Pero es obvio que se trata de una decisión arriesgada.
La violencia va en busca de Jake y esa brutalidad — que Quaritch encarna a plenitud — deja claro que Pandora necesita comprender el peligro que corre. En especial, cuando es evidente que el poder de fuego humano y su propósito inmediato, sobrepasan la destreza y la bondad intrínseca de la población nativa.
La belleza, el dolor, el poder de un espíritu invisible
Para su segundo tramo, Avatar: El Camino del Agua rinde tributo a este enorme ecosistema vital que enlaza a cada criatura viva. De nuevo, es a través de los más jóvenes, que el guion muestra su nueva energía. Aonung (Filip Geljo) hijo de Tonowar y Ronal, es la encarnación del miedo. Pero su hermana Tsireya (Bailey Bass), es la bondad pura de Pandora en toda su espléndida expresión. Kiri demuestra que el secreto de su existencia es algo más que un accidente biológico y es evidente que hay una conexión profunda entre ella y Eywa. Lo que deja entrever que este nuevo personaje será la ruta — futura — hacia una exploración de la misteriosa espiritualidad del planeta.
Es durante la convivencia en los arrecifes, cuando es más notorio que nunca que James Cameron rinde tributo a lo antropológico. Que, además, cumple su promesa de brindar a Pandora personalidad y profundidad. Los Metkayina, con sus rituales, tatuajes e incluso, su apariencia física levemente distinta a los Na’vi Omatikayas conmueven por su energía y fuerza. Son la encarnación de la vida marina de Pandora y de sus innumerables posibilidades.
Por supuesto, es el despliegue de tomas submarinas en Avatar: El Camino del Agua, el punto más fuerte de la producción. Asombrosas, de una minuciosidad realista inédita, demuestran que el film no es solo una secuela. Es, también, una travesía a través de un elemento visual desconocido hasta ahora. En avance técnico de Cameron en el particular considerable y deja claro, que la producción marcará un hito en la historia del cine.
Al final, llega la violencia
Finalmente, Quaritch descubre el escondite de Jake Sully y la última hora de la película es una celebración visual a una batalla a océano abierto alucinante. Los recursos de Cameron para narrar desde varios puntos de vista distintos una batalla por la vida, es tan emocional como personal. Uno los de los puntos más altos de Avatar 2: el camino del agua, es que a pesar del despliegue técnico, tiene mucho de identidad autoral. Esta obra enorme, por momentos pura emoción, es una pieza de arte con la firma de Cameron. Una espléndida y radiante mirada a su poder narrativo, además de su habilidad para tomar riesgos de asombrosa relevancia.
Al final, la muerte ensombrece los arrecifes, pero algo sigue siendo innegable. La secuela de Avatar es un despliegue de particular calidad de cine de entretenimiento y algo más intuitivo. Mucho más amable, generoso y vital de lo que podría suponerse. Para sus últimas escenas, cuando el mar brilla y Pandora, como potente núcleo de la belleza, resplandece, algo quedó claro. Esta historia, apenas acaba de empezar. De nacer, de surgir. Pero en especial, de celebrar su origen y toda su poderosa trascendencia. Su mayor logro.
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