Todo empieza con un recuerdo, y yo recuerdo la primera vez que vi Les quatre cents coups (1959) de François Truffaut. Mejor dicho: yo recuerdo la sensación. Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) dejaba todo atrás para sentirse libre por primera vez en mucho tiempo, para ver el mar, alejado de los preconceptos que tenía su familia sobre él, alejado de esa jaula en la que querían mantenerlo porque se contemplaba una sola manera de vivir. A Antoine casi nadie quería conocerlo realmente, a nadie le importaba su altar dedicado a la figura de Honoré de Balzac y tampoco le preguntaban cuál era su gran sueño. Recuerdo también que había algo hermoso en cómo Truffaut seguía con su cámara a ese joven en un acto tan mundano como sacar la basura, metiéndonos así en su cotidianidad.
Mucho tiempo después y tras numerosas revisiones, comprendí que si el entorno de Antoine no quería conocerlo, él no tenía de qué preocuparse: tenía al espectador como su fiel compañero. Eso quería su director para su personaje, su alter ego, esa figura que inspiró tantas otras en la historia del cine.
Les quatre cents coups fue cambiando de forma a lo largo de mi vida, como suele suceder con las películas. Hubo etapas de análisis más sesudos y otras (a mi criterio, las mejores) de disfrute de ese regalo que me estaba dando Truffaut. Nada menos que su vida. Pero volvamos a un recuerdo, volvamos a las sensaciones. Mi experiencia con la película habrá sido diferente cada vez que volvía a verla, pero hubo algo que quedó detenido en ese encuentro primigenio: el plano final. El sueño de Antoine, conocer el mar, se concretaba tras una corrida catártica y a nosotros, sus fieles compañeros, nos daba otra ofrenda: una mirada a cámara donde la libertad salta del plano. Esa “desprolijidad” estaba hablando de la pulsión de vida. Una maravilla.
Por otro lado, en la primera entrega de la saga de Doinel, lo vemos con los ojos tristes verbalizando un hecho incontrastable: la incomprensión. “A veces digo la verdad y aún así no me creen, entonces prefiero mentir”, expresa el joven con la misma honestidad con la que luego va el encuentro del agua para ser el artífice de su propio bautismo, para dar el puntapié para una nueva vida que no será fácil, pero que será suya. Steven Spielberg se dio el lujo de ofrecerle a François Truffaut, uno de sus grandes ídolos, un pequeño rol en Close Encounters of the Third Kind (1977), precisamente una de las primeras películas en las que el cineasta ya empezaba a incluir en sus trabajos componentes autorreferenciales.
En este caso, el personaje de Richard Dreyfuss, Roy Neary, ese hombre obseso que está inmerso en sus creencias y descuida el entorno, está inspirado en el padre del director, Arnold. “Nunca podría hacer esa película del modo en que la hice en 1977 porque ahora tengo una familia que no dejaré nunca, y aquello mostraba el privilegio de la juventud”, expresó en una ocasión el cineasta respecto a cómo su vida personal y sus creaciones estaban permanentemente entrelazadas.
El chico de la ventana
Si bien Truffaut aparece en Close Encounters of the Third Kind, no es allí dónde está su influencia en el cine de Spielberg. En Catch Me If You Can, que este año celebra su vigésimo aniversario, hay una atmósfera tan nouvellevaguiana que es imposible no emparentar a Antoine con Frank Abagnale Jr. (Leonardo DiCaprio). Si bien se trata de una biopic sobre un estafador y sobre la persecución incesante del agente Carl Hanratty (Tom Hanks), eso es solo el disfraz. El largometraje de Spielberg va mucho más allá en su exploración de la tristeza de ese eterno niño que se autoimpone una metamorfosis constante no porque le guste el dinero o una vida privilegiada sino porque está huyendo de algo, y no precisamente del FBI.
El divorcio de sus padres, la desintegración familiar, esos tópicos tan enraizados en parte de la obra de Spielberg (cuyo film más explícitamente autobiográfico, The Fabelmans, ya estrenó su prometedor trailer), se cristalizan en Catch Me If You Can en la figura de Frank Jr. y su propio sueño. Así cómo Antoine quería conocer el mar, él quería recuperar el tiempo perdido, quería recuperar a su familia. Como sabía que no podría lograrlo nunca, se inventaba realidades, identidades, con el peso de las palabras de su padre en sus hombros, otra figura que se seguía alimentando de una ilusión. Es por ello que cuando Frank se siente solo lo llama a Carl, una figura paterna que atiende el teléfono en Navidad sabiendo que ese chico no tiene a nadie cerca.
Si todo empieza con un recuerdo, Catch Me If You Can, como Les quatre cents coups, me dejó varios, pero hubo dos que se quedaron conmigo a lo largo de estos veinte años. Uno de ellos se vincula con la imagen de Frank Abagnale Sr. (Christopher Walken) bailando con su esposa Paula (Nathalie Baye) mientras su hijo los mira embelesado, con una enorme sonrisa, sin siquiera contemplar la posibilidad de que ese instante no duraría para siempre. Otro recuerdo, el más nítido, es el de esa viñeta nostálgica cerca del final cuando Frank Jr. limpia la ventana empañada y observa cómo es la nueva vida de su madre, con su nueva pareja y con su hija. Él queda fuera, no se siente parte, y es allí, en ese clima frío que encrudece, cuando finalmente es atrapado y debe enfrentar la realidad. La metáfora es tan hermosa como devastadora.
Catch Me If You Can es una de las tantas películas influenciadas por Truffaut, pero también es Spielberg en estado puro, quien vive dentro del personaje de Frank con empatía. Como diría Pedro Almodóvar, cuando uno incluye la primera persona en el arte, ésta empieza a consumirlo todo, a invadirlo de manera indefectible. Lo complejo es saber cómo dominarla. Con Catch Me If You Can, su director concibió lo que él creía estar haciendo con Close Encounters of the Third Kind: un testamento al privilegio de la juventud.
0 comentarios