Siempre estuvo en la intro. Tres hermanos, una hermana, imágenes que se yuxtaponen hasta que el tiempo parece indivisible y el límite entre madurez e infancia se desdibujan. Uno de los chicos Roy prende un habano, jugando a ser adulto, dueño del reino. Finalmente, en la última toma, vemos a los herederos de Logan Roy (Brian Cox) en fila, con sus cabezas cortadas del encuadre como si hubiesen sido colgados.
Entrelazada con la comedia, Succession (2018-2023) siempre habló de la tragedia de una familia. Sosteniéndose en una pirámide de subtexto, Jesse Armstrong logró construir los personajes más aborrecibles, trabajándolos de manera tal que jamás olvidemos sus verdaderos rostros, mientras lograba que empaticemos con sus penas de billonarios.
Tras tres temporadas finamente construidas, la serie llegó a su final convirtiéndose en una masterclass de guion y forma con cada episodio, culminando en uno de esos pocos finales exquisitos que cada tanto nos regala la televisión.
Desde el título mismo la pregunta siempre estuvo en el aire: ¿Cuál de los hermanos Roy obtendría la corona? Inevitable fue el veredicto llegada la hora de despedir a su padre de la única manera en que podía irse: sorpresivamente.
Haciendo a sus propios hijos y a la audiencia dudar de si era otra estrategia del magnate para herir a sus hijos, dudamos de si esta era una forma de dar vuelta el tablero mientras la atención de todos estaba en la boda de su primogénito. Entre caos y confusión una cosa quedó clara, y es que la muerte no discrimina entre ricos y pobres.
El fin de un titán
En lugar de pasar sus últimos momentos rodeado por su familia, el titán norteamericano cayó a medio camino de intentar derrocar al vikingo, Lukas Matsson (Alexander Skarsgård). Logan murió solo, en el baño, con una dignidad que poco le valió. Solo Tom (Matthew Macfadyen), aquel lacayo dispuesto a ser su chivo expiatorio e ir a la cárcel de ser necesario, le sostuvo el teléfono al oído y dio la posibilidad de que quizá escuchara las voces de sus herederos por última vez.
Fue un momento bisagra para la serie. Una vez más se nos recuerda que los hermanos Roy son más fuertes en su unión al verlos abrazados, unidos para enfrentar una perdida que apenas podían procesar. Pero es el momento y la manera en que se alejan lo que marca el destino de cada uno en lo que queda de la serie.
Roman (Kieran Culkin) fue el único que se atrevió a acercarse y reconocer el cuerpo. Siobhan (Sarah Snook) no pudo afrontar la situación y, con una excusa, se unió a Tom (Matthew McFadyen) para dejar el lugar. Kendall (Jeremy Strong) se mantuvo a la distancia, con las luces brillando detrás de él junto a un azul infinito, un plano con el que nos vamos a reencontrar en los últimos minutos de la temporada.
El bufón de la corte
Una remera infantil de siete dólares comprada en Wallmart es lo que está usando. Escondido en el hogar de su madre, Roman dejó caer todas sus máscaras. Tras el triunfo de haber conseguido el puesto compartido como CEO de Waystar RoyCo junto a Kendall, lo vimos ferozmente intentando aparentar la arrogancia y frialdad que caracterizaron a su padre, emulando una seguridad y un temple que jamás poseyó. Es fácil dar un discurso cuando la audiencia es uno mismo.
Impulsivo, incontables veces lo vimos accionar sin pensar, suprimiendo así la necesidad de enfrentar sus propias emociones. Roman siempre fue, a los ojos del Logan, un fracaso. Caótico. Su interés por la promiscua Tabitha (Caitlin FitzGerald) solo funcionaba en el celibato. Su conexión afectiva más significativa, prohibida por su relación laboral con Gerri (J. Smith-Cameron). Alrededor de ella, Roman apela a la sexualidad constantemente, siéndole imposible verbalizar sus emociones. Es en ese silencio en que lo despedimos mientras se pide un Martini, el trago característico de ella.
De la misma manera en que vimos varias cicatrices en la espalda de Logan, sabemos desde un comienzo que Roman sufrió una infancia llena de abuso. Incluso cuando no era su padre el responsable de esa violencia, una y otra vez lo vemos responder a sus propios errores con estímulos autodestructivos. Eso lo lleva a buscar el flagelo en otro lugar, sea esto manifestantes anónimos o la figura de su hermano mayor.
Es al momento en que se percata del que nunca va a estar a la altura de ser el CEO en que se quiebra, obsesionado con la herida en su frente, aparentemente entrado en pánico por su imagen pública. Kendall sabe qué tipo de incentivos calman a su hermano, pero queda a nuestro criterio saber quién lo perpetra, quien ejerce la presión que abre la herida. Solo sabemos quién salió beneficiado de esa situación.
Un nihilista por excelencia, Roman desde el comienzo de la serie usa el más crudo humor, escupiendo verdades que simplemente pueden malinterpretarse como juvenil altanería. Consciente de que los demás no lo toman en serio, usa el humor como vehículo para exponer sus más honestas opiniones y sentimientos, algo que llega a desbordarlo completamente llegado el fin de la serie. Así como los niños o los locos, el bufón de la corte es quien declara las más terribles verdades.
Jugando ese papel, Roman anuncia en voz alta que Logan cuestionaba la paternidad de Kendall y, por ende, la legitimidad de su línea sucesoria. Roman, el único personaje que junto a su padre mira hacia el frente en el poster final, encontrándose con nuestra mirada. En el último episodio tiene el valor de ver a sus hermanos a la cara y compartir algo que solo él y la audiencia aceptan: ellos son “bullshit”, una mierda, una burla.
Lady Macbeth
Ya desde el funeral de su padre, cuando Shiv le comenta a Matsson que en tan importante ocasión su esposo se encuentra en casa trabajando, se ve el cambio en la cara del sueco. Las fichas cambiaron de lugar. Ella pretendía aceptar el papel de títere, el rostro estadounidense de la fusión entre las compañías.
Pero desde un comienzo vemos cómo no puede esconder su pasión por liderar, marcado el rumbo a seguir en vez de entregar meras sugerencias. Eso es lo que Tom fue capaz de ofrecer a todo aquel que se convirtió en su jefe: exactamente todo lo que se pidiera de él. Es aquello que lo mantuvo siempre bajo el ala y protección de los ganadores.
“Siempre pensé que eras la más inteligente”, Logan le dice a su hija en la primera temporada. Shiv responde preguntando porqué siempre Kendall y Roman fueron su prioridad. Es la opinión más honesta que tiene de su padre, la percepción de que -si bien pudo amar a las mujeres- no las aguantaba. La única en recibir un cariñoso apodo, “Pinky” parece tener una relación natural con el rechazo, una sensación de la no se pudo despegar al ser negada por su padre y abandonada por su madre. Es por eso que se ve incapaz de confiar en nadie.
Marcada por la duda y la distancia, Shiv trata al matrimonio como nada más que otro negocio. Buscando el placer fuera de ese vínculo, acepta que Tom la desee por su apellido y lo convierte en un capital. Se burla en su cara cuando hablan de afecto, su cinismo le imposibilita leer capas de profundidad dentro de su relación.
Pero los años dejan huella y la herida más grande aparece cuando hay señales de que la farsa se trasformó en algo más real. Una y otra vez se traicionan y lastiman, ambos acostumbrándose al veneno del escorpión mientras intentan recomponer un matrimonio que, como prioridad siempre existió para las apariencias.
Siobhan elige la estabilidad. Es consciente de que sus hermanos jamás la van a tratar como una igual, que mientras más se acerca a convertirse en Logan, menor va ser el respeto que Kendall le ofrezca. Por el contrario, Shiv y Tom son un equipo eficiente y complementario: una líder natural y un sirviente dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias.
Llevando en su vientre lo que ella sabe los va a unir por siempre, elige lo que los Roy jamás pudieron darle: certeza. Al dar la estocada final para así coronar a su esposo, consigue atar al poder a su propia línea de sangre. Asegura el futuro de un bebé con el que ella misma, entre risas, prometía tener una relación fantasma y dejar al constante cuidado de un tercero si eso le otorgaba la victoria.
La verdadera tragedia reside en el precio que Shiv paga: se convierte en su propia madre, aquella a la que odió toda su vida y que siempre estuvo a las sombra de un emperador. A la sombras de todo lo que Siobhan siempre quiso demostrar que tiene la capacidad de ser.
pESADA ES LA CABEZA QUE lleva LA CORONA
El accidente durante la boda de su hermana es aquello con lo que Kendall carga como una cruz. Con una personalidad adictiva y una fuerte necesidad de negar cómo teme que el afuera lo juzgue, vemos cómo cada vez que Kendall vuelve al agua, parece buscar lo que ese elemento representa: un sentido de renovación, de purificar su linaje.
Porque si bien añora todos los logros de Logan, su percepción sobre sí mismo lo aleja de su padre. Intenta ser mejor con sus hijos, pese a que su relación se vuelve cada vez más superficial con el pasar de los años. Amenaza con exponer las ilegalidades de la compañía y su CEO, pero no rehúsa la protección que este le dio.
Es una ilusión construida desde la cuna misma, con un Logan que le hereda su nombre como si Ken hubiese sido su primogénito y no Connor (Alan Ruck). Es la longevidad de la ilusión de un chico de siete años a quien se le anunció su destino.
Trascender parece ser la meta. Porque incluso luego de la muerte de su padre, Kendall pide expresamente que el día de la presentación ante inversores, Logan esté presente para dar su bendición hacia el futuro de la compañía. Es ahí donde promete lo imposible: la democratización de un sistema de salud que otorgue una vida eterna empaquetada, plastificada y con el logo de Waystar Royco en su empaque.
Pero la omnipresencia que pretende alcanzar al vender esta supuesta vida eterna es otro espejismo. Lo único que continúa es la memoria es un titán, desdibujada para olvidar sus trasgresiones y que con una edición precaria intenta mostrarlo como un hombre honorable. Es una efímera victoria para Kendall, quien vuelve al mar sintiéndose en la cima.
Renovado, un hombre nuevo. El mismo hombre que en el último episodio se zambulle mientras espera el veredicto de sus hermanos. Nace otra vez en el agua al creer que oficialmente se le fue entregado el poder.
La fantasía de Kendall se rompe en todo sentido. Durante un breve momento se sienta en el trono, el simple acto de poner los pies en el escritorio de su padre convirtiéndose en símbolo de su soberbia. Ahí cuando la atención estaba en la volatilidad de Roman, es Shiv la que comprende que su hermano no debe vencer.
Obligado a enfrentarse a su propia desnudez emocional, los argumentos por los cuales Kendall justifica su legitimidad como sucesor van perdiendo toda coherencia hasta llevarlo a más la mínima expresión de su deseo, la de aquel niño de siete años. “Soy el hijo mayor”, declara. Ese intercambio es también eco de la última acusación de su padre: “Ustedes no son personas serias”.
Kendall pierde todo aquello para lo que creía había nacido, lo único por lo que alguna vez supo luchar. Sin nada que lo motive solo queda el vacío, una personalidad adictiva y obsesiva que no tiene rumbo. Una vez más lo vemos acercarse al agua. Colin (Scott Nicholson), su chofer y jefe de seguridad, el hombre al que Logan llamó su único amigo, es la primera y última persona que vemos a su lado.
Como el cachorro a los pies de Michael Corleone (Al Pacino), da la sensación de que es una compañía leal pero que este considera superficial. Quizá no sea el final físicamente, pero algo se terminó por siempre.
Todo vuelve al comienzo
Reflejando aquella toma de la intro en donde vemos a su padre a la cabeza de una junta de negocios, a Kendall solo le queda mirar hacia el mar desde lejos.
La mayor crueldad de Succession es la pregunta que nos queda a todos en la punta de la lengua: ¿Perdió acaso Kendall la capacidad de reinventarse? Lo vemos sin fuerzas, la distancia entre él y el mar inalcanzable. Quizás esto signifique la liberación de un ciclo repetitivo.
Pero el sueño se terminó y sabemos que, por más que construya una nueva vida mucho más sana y satisfactoria, siempre va a recordar esta derrota. Por más que demuestre ser un hombre amado por sus hijos y encuentre paz en otro camino, probablemente mire hacia el pasado añorando todo aquello que nunca llegó a ser.
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