En una época en donde remakes de filmes que fueron estrenados hace poco más de una década ya cansan al público, ¿cómo es posible brindar novedad a una historia tan icónica que fue leída por distintas generaciones y vista en incontables veces, tanto en el teatro como en el cine?
Joel Coen (Fargo, The Big Lebowski), mitad del magistral dueto de hermanos directores, logra marcar una estilística lo suficientemente definida como para que su versión de esta historia destaque. La fuerte impronta visual es lo primero que llama la atención, desde el formato 4:3, que hace que la pantalla sea cuadrada, hasta la decisión de que la película sea en blanco y negro.
Casi reflejando las constantes dualidades que marca el texto, el tajante claroscuro marca composiciones que remiten, primeramente, al expresionismo alemán, haciendo que los espacios tengan un toque surrealista. La arquitectura del castillo de Macbeth da la sensación de estar sacada directamente de una pintura de Chirico. Los escenarios resultan minimalistas, pero no por eso menos impresionantes. Logrando que, lo que en otras adaptaciones se presentó como un campo de batalla, se convierta en esta versión en una pelea tan claustrofóbica como austera en un pasillo. Decisión que, sin duda, sería una manera de resolver un dilema en un escenario teatral y que resulta igualmente efectiva en esta propuesta. Y es esa sensación de artificio la que refuerza la idea de que lo que está frente a nuestros ojos es más cercano a una obra de teatro que una película.
Encabezada por dos actores estadounidenses en su reparto, hay que agradecer que utilicen la entonación de su tierra madre y no distraigan a una audiencia al medir cuan creíbles sus acentos británicos podrían ser. Es un acierto también que Coen haya decidido no simplificar los diálogos para acomodarse a un público más general, ni que el peso completo de las interpretaciones recaiga en los clásicos monólogos, como pasa en tantas otras adaptaciones del mítico autor.
Como es de esperar, Denzel Washington y Frances McDormand brillan como Macbeth y Lady Macbeth, pero lo hacen aún más en sus caminos personales, que como una respectiva pareja. En otras producciones, el deseo por subir al poder es tanto llevado por la más cruda ambición como por el amor que los personajes se profesan mutuamente. Esta versión muestra a un vínculo más sobrio, con ideas claras y un afecto que se siente un poco distante. Washington gana aún más fuerza en el segundo acto, haciendo justicia a los zapatos que calza, pero la sutil vulnerabilidad que muestra en la primera mitad es igualmente impresionante. ¿Qué decir de McDormand? Es arrolladora como siempre.
La que resulta reveladora es la interpretación de Kathryn Hunter como las Tres Brujas profetas que desencadenan el ascenso y caída del protagonista. La combinación de los clásicos versos con las contorsiones de Hunter les da a estos personajes una cualidad realmente esotérica y particular que resulta memorable.
Encontramos también en el elenco a Brendan Gleeson (Calvary, In Bruges) como el Rey Duncan, al trágico Banquo de Bertie Carvel (Jonathan Strange & Mr. Norrell), a Corie Hawkins (In The Heights) como el desesperado MacDuff y a Ross, interpretado por Alex Hassell. A este último lo vimos recientemente en el live-action de Cowboy Bebop (2021) y, a diferencia de su experiencia con Netflix, en esta película por fin tiene la chance de mostrar sus capacidades interpretativas.
Impecable, tanto de manera actoral como en las imágenes que conjura, The Tragedy of Macbeth (2021) logra darle una impronta propia a este clásico que transcendió en el tiempo. Es seguro que en el futuro veremos nuevas interpretaciones del texto, pero esta inolvidable adaptación probablemente destaque como una de las mejores en llegar a la pantalla.
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