En Renfield (2023) de Chris McKay dos cosas quedan claras de inmediato. Una, que el desventurado Robert Montague Renfield (Nicholas Hoult), debe enfrentar el dilema de ser un monstruo en un mundo humano. Al otro lado, que su amo y todopoderoso señor tenebroso, Drácula (Nicolas Cage), le pondrá las cosas realmente complicadas para hacerlo. Entre ambas cosas, el argumento pondera sobre la idea del mal como parte inevitable de la naturaleza humana y también, de la posibilidad de redención como único camino en la búsqueda del bien.
La cinta -la enésima reinvención de la figura del vampiro- es cruel y con una estética camp que quizás, es el mejor recurso que utiliza para desmarcarse de otras tantas a su estilo. Después de todo, la historia de una criatura sobrenatural que avanza a través del mundo corriente como puede y sin importar cuánta sangre derrame a su paso, no es novedosa. Lo que sí lo es, resulta su visión sobre la fe, el miedo y la impotencia. También, emparentar la cualidad de la inmortalidad — y la sed de sangre — con la codependencia y las relaciones abusivas.
Renfield construye a través del clásico monstruo, una versión novedosa acerca del dolor y la búsqueda de libertad. El personaje titular, luego de siglos de ser un esclavo emocional, mental y físico de una criatura cruel, descubre que más allá de los límites autoimpuestos, existen los rescoldos de una realidad que desconoce. Peor aún, que por tantísimos años consideró falta de valor y sustancia. McKay toma la efectiva decisión de evitar el melodrama y las preguntas existencialistas que el largometraje no podrá responder. Y las sustituye con una brillante mirada sobre la superficialidad de la existencia (cualquiera sea su origen) y la búsqueda de un propósito. Todo en medio de decapitaciones y un más que considerable baño de sangre.
Érase una vez un hombre infeliz
El Renfield interpretado por Hoult es una criatura solitaria, sin voluntad y sometida a fuerzas que no comprende del todo. Mucho más, cuando el mundo moderno se muestra como una flor exótica a través de una Nueva Orleans que deslumbra en un brillo decadente. La cámara sigue a esta criatura poderosa pero con aspiraciones inciertas, en búsqueda de víctimas para su amo, pero también, de una razón por la cual vivir. El argumento utiliza de manera hábil la antigua metáfora de la sangre que es, a la vez, vida.
¿Qué busca el sirviente pesaroso de una criatura que podría matarlo al menor gesto? ¿Qué desea encontrar, en una época hipercomunicada? Renfield, que no se ha cambiado de ropa apenas en cien años, de pronto se encuentra con deseos de buscar identidad. De encontrar el sentido de lo espiritual a través de un recorrido angustioso sobre el individuo que fue y ahora es.
Mientras tanto, Drácula brilla. Cage brinda a su personaje un desenfado maligno que convierte a su acólito en una sombra. Mucho más, en el momento en que le orilla a la decisión que dará sentido al conflicto central del film. ¿Por qué querer vivir la vida eterna si no hay libertad para paladearla?
Todos los caminos conducen a la sangre
En varias de sus mejores escenas, Renfield es un recorrido elaborado a través de la percepción de lo vulnerable, el miedo a la muerte y a la pérdida del yo más cercano a la simple vulnerabilidad. En sus peores, es un chiste cruel que apela al Gore en más ocasiones de las necesarias y que divaga sin solidez a través de ideas que no completa. Todo mientras -paradójicamente- Renfield se hace más singular, más cercano al sufrimiento, más un hombre en busca de su pasado.
En su totalidad, la película decepciona en su intento de relatar una historia completa que termina por no atar sus cabos principales. También por enlazar varias narrativas a la vez, que no llevan a ninguna parte. Pero con todo, no deja de ser un recorrido inteligente y bien construido a través del mito del vampiro. Asimismo, de la percepción acerca del dolor de la mortalidad. Quizás, su punto más alto.
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