En el cine de acción, la premisa del vengador en busca de un tipo de justicia retorcida y violenta, siempre es idéntica, apenas con algunos cambios y matices, pero siempre enfocada en el propósito básico. Demostrar que a las buenas figuras de acción, les movía la venganza.
De Chuck Norris a Charles Bronson, pasando por cientos de personajes idénticos con iguales intenciones: la reivindicación de dolores personales convertidos en objetivo militar o armado es un punto central. Algo que el John McClane de Bruce Willis llevó a un nivel más humano y rampante.
No obstante, las historias sobre grandes hombres, arrasando con todo lo que pudiera detenerse para ejecutar una satisfacción mayor, llegaron al nuevo milenio sin mucho qué decir. En el mejor de los casos, convertidas en reliquias de la historia cinematográficas para los amantes de las revanchas parcialmente idénticas.
Hasta que John Wick (2014) entró en el escenario. El personaje, encarnado por un imperturbable Keanu Reeves, tenía la misma catadura de sus predecesores y también, cuentas qué saldar con enemigos varios. Pero sus motivos, no eran una esposa muerta — aunque había una — o traumas de guerra.
Era el asesinato de un cachorro Beagle a manos del hijo mimado de un mafioso. Un hecho en apariencia cruel, pero circunstancial, desataba la ira de Wick, un asesino retirado que había intentado enmendar su camino, pero descubría que después de todo, lo suyo no era el lado hogareño de la vida.
La película de Chad Stahelski se convertía, entonces, en una batalla campal que abarcaba al menos dos continentes y una extraña sociedad de asesinos. Sin embargo, lo verdaderamente significativo, era la manera en que John se convertía en epítome del tropo del ejército de un solo hombre.
Uno parecido al conocido, que no obstante, mostraba una evolución formal. Más que un asesino (que lo era), Wick era un reflejo de un tipo de violencia marcada por la rabia más sofisticado, preciso e imparable que cualquiera de sus predecesores. A la vez, un enemigo implacable de figuras tan siniestras como él mismo lo era.
De vuelta a lo básico, pero con elegancia
Si algo sorprende de la cuarta parte de la franquicia Wick, de nuevo dirigida por Chad Stahelski, es su magnitud. La sociedad High Table, ya no es una curiosidad, sino una serie de hilos de muerte y destrucción que se extienden como una telaraña a través de escenarios y personajes.
Ya no se trata del New York Continental, sino de las fuerzas que representa. También, de la envergadura de la misión de Wick. Ya no se trata de una venganza, sino de escapar de una legión de asesinos que van en su búsqueda.
Una colosal tragedia en tres actos que comienza con el asesino titular, demostrando su fortaleza. Los puños ensangrentados, el cuerpo en tensión, el anuncio que esta criatura surgida de la furia, las balas y una cultura marginal de homicidas, está a punto de utilizar todos los medios a su alcance para salvar su vida.
El John Wick encarnado por Keanu Reeves, es de nuevo el centro de la escena. Pero el actor, imprime ahora cierto aire de exclusión dolorosa a este hombre herido y en busca de un propósito mayor. Como si se tratara de una búsqueda religiosa, el film enfoca el propósito del personaje de arrasar con la High Table y todo lo que representa, desde cierto aire de ideal inalcanzable.
Ahora bien, en lugar de tratar de encontrar la redención, la determinación del asesino es tránsito hacia la pérdida de cualquier límite. Ya no hay nada que detenga a Wick o a quienes le persiguen. La guerra total de asesinos es imparable y está a punto de elevarse en una ráfaga de balas que alcanza cada lugar en que la sociedad mantuvo influencia.
Una premisa semejante es, por necesidad, de una magnitud difícil de abarcar. Pero el director reconstruye la historia original de Wick — un hombre solitario en busca de satisfacción violenta — y lo extrapola a una necesidad mayor. La de arrasar el mundo tal y como lo conoció.
También, evitar ser asesinado, lo que convierte su supervivencia en un objetivo que nada tiene que ver con el instinto de autopreservación. John quiere sobrevivir para ejecutar un plan de proporciones inabarcables, que incluye los cimientos de lo que conoció como hogar, coto de entrenamiento y enemigo.
La película se hace entonces colosal, viaja en direcciones distintas y en espacios nuevos del cine de acción. A las usuales balaceras y explosiones, se le suma un sentido singular de un mundo inexplorado, que la saga insinuó antes, pero que ahora, abarca en todo un fulgor novedoso. Nueva York se convierte en campo de batalla, pero también París y en especial Osaka, con una perspectiva sobre la violencia que se hace orgánica, pendenciera y total.
Con, quizás, la más ambiciosa escena de acción de historia reciente del género, la ciudad japonesa se convierte en un escenario extraordinario e inquietante. Las luces y las sombras, encarnan los temores y la búsqueda de Wick. Pero también, en la demostración de hasta dónde llegará y qué está dispuesto a hacer para triunfar.
Lo mismo podría decirse de la más de una docena de escenas de acción que convierten a la película en una travesía frenética sin un momento de respiro. A pesar de ser la cinta más extensa de la saga, es también la más compacta, mejor construida y la que está más dispuesta a tomar riesgos. Eso, sin caer en el ridículo de la exageración o la creación de situaciones forzadas. En realidad, la extravagancia en la más reciente entrega de la saga, está al servicio de una mirada a lo monumental, que asombra por su contundencia a todo nivel.
Mucho más, cuando la idea misma del asesinato como hecho creativo — no es solo matar, sino como se mata y a quién se mata — se convierte en un amplio terreno de obstáculos. Cada vez más complicado, singular, poderoso y violento que termina por ser el punto de unión entre seis o siete escenarios distintos, todos unidos por John Wick y su afán de retaliación y supervivencia.
John Wick 4 es el rostro contemporáneo del cine de acción. La elocuente muestra de su evolución y a la vez, de su crecimiento como un género capaz de ser algo más que un vehículo de entretenimiento. Con una osadía visual que rompe moldes — se agradece la forma en que reconfigura enfrentamientos y peleas cuerpo a cuerpo — la saga es una celebración a un tipo de cine con frecuencia menospreciado. Pero también, un hilo conductor entre el presente y el futuro de cómo se concibe la ultraviolencia en el ámbito cinematográfico. Un logro que incluso el circunspecto Charles Bronson habría aprobado.
0 comentarios