La primera temporada de El juego del calamar se estrenó en 2021 con el mundo aún superando el trauma de la pandemia. Por lo que la macabra historia de Hwang Dong-hyuk sorprendió y tocó fibras sensibles: un juego en que la avaricia convertía a cada jugador en un potencial asesino o, directamente, en carne de cañón de su mecanismo sádico.
Para hacerlo todo peor, su protagonista Gi-hun (Lee Jung-jae) era un hombre desesperado, imperfecto y codicioso. Uno que no dudó en formar parte del macabro circuito de juegos infantiles convertidos en máquinas de matar, a cambio de un premio suculento.
Pero la combinación tuvo un impacto total. En especial, al indagar en el postcapitalismo y los horrores del abuso sistémico desde una metáfora simple pero efectiva. Cada jugador sacó lo peor de sí mismo. Lo transformó en un arma para sobrevivir en medio de retos cada vez más depravados, que, además, se mostraban a través de la óptica de un completo cinismo.

El juego del calamar se convirtió en epítome de la desigualdad, un estudio en clave de drama sangriento sobre la ambición transformada en dolor y, después, en apetito perverso. La serie se volvió casi de manera inmediata en la más vista de Netflix, lo que hizo inevitable la segunda temporada. Eso, a pesar de que el creador Hwang Dong-hyuk no había pensado en otra.
Pero como si se tratara de versión para la vida real de los malintencionados juegos de su historia, la oferta de Netflix fue demasiado sustanciosa para ignorarla. De modo que se puso en marcha el mecanismo para volver a la arena, incluso aunque su propio autor ya no tuviera mucho que aportar al núcleo temático de la premisa.
Un largo viaje hacia ningún lado
La popularidad de El juego del calamar sigue firme, aunque su desarrollo ha sido cada vez más desigual. La segunda entrega, a pesar de cerrar con un nivel alto de violencia, parecía más un puente torpe hacia el desenlace que una temporada sólida por sí sola. Su estructura se resentía y muchas de las escenas se sentían innecesariamente alargadas.

La tercera temporada, que viene a concluir todo -o al menos este primer capítulo de la historia-, arrastra esa misma sensación de estiramiento narrativo. Al verla completa, da la impresión de que ambas mitades podrían haber funcionado mejor como una sola temporada más ajustada.
A nivel estructural, el ritmo va a tropiezos, con momentos que detienen el flujo de la trama sin aportar demasiado. Esa dispersión afecta también a la tensión dramática, que en la primera entrega estaba muy bien medida. Lo que antes era implacable y claro ahora es más bien errático. A pesar de esto, el interés del público no disminuye, quizá por inercia o por la esperanza de que en algún punto vuelva el filo original.

La historia continúa exactamente desde donde quedó, sin transiciones ni grandes saltos temporales. La rebelión ha sido controlada y quedan sesenta competidores dispuestos a seguir en la lucha por el premio. Gi-hun se mantiene callado durante un tramo largo de los episodios iniciales. Su silencio podría interpretarse como una reacción al trauma, pero en términos narrativos, provoca que pierda peso. Mientras tanto, la violencia aumenta sin filtro, dejando de lado las sutilezas.
Ya no hay espacio para el análisis social ácido que marcó los primeros capítulos. Lo grotesco es más explícito, y los personajes parecen más interesados en sobrevivir a cualquier costo que en cuestionar el sistema. El juego, antes metáfora y crítica, ahora se inclina hacia el espectáculo sin subtexto. La mayoría de los participantes actúan con una frialdad que los deshumaniza. El resultado es impactante, sí, pero más por la acumulación de escenas brutales que por la tensión psicológica que solía tener.
Volver a la arena para lo mismo
Uno de los elementos que ha intentado mantenerse constante es la votación democrática antes de cada ronda. La regla sigue: si la mayoría decide parar, el juego se termina y se reparte el dinero. La inclusión de esta decisión moral repetida parece querer añadir profundidad al dilema de los personajes, pero en la práctica, resulta redundante. Esa discusión interna ya fue explorada en entregas anteriores. Aquí se vuelve a presentar sin variaciones significativas.

Lo más frustrante es que estos momentos consumen tiempo que podría usarse para desarrollar mejor los desafíos o a los propios jugadores. A eso se suma la reaparición de los VIP, figuras que desde la temporada uno fueron poco convincentes. Su intervención se siente desconectada, como si formaran parte de otro relato, uno con menos seriedad. Sus comentarios supuestamente reflexivos no aportan gran cosa y, en cambio, desaceleran el ritmo cuando más urgencia se necesita.
Las pruebas, que fueron el corazón del atractivo en el debut de la serie, ahora se sienten relegadas. Quedan varios juegos por enfrentar, pero ninguno alcanza la intensidad de los que vimos en la primera parte. El diseño de los desafíos ya no sorprende, ni se integra con la lógica del universo que se había construido. Se nota menos creatividad, menos riesgo.

Lo que antes eran situaciones construidas con precisión para sacar lo peor y lo mejor de los personajes ahora parecen obstáculos que se atraviesan por inercia. Es difícil no sentir cierta decepción. La apuesta por desarrollar otras líneas argumentales quita espacio a lo que dio origen al fenómeno. El formato ya no tiene el mismo impacto porque la narración se diluye. Es como si los juegos se hubieran convertido en un requisito, más que en el núcleo del relato.
Un final sin mucho que ofrecer
En paralelo al torneo principal, la historia se desvía hacia otras tramas que intentan profundizar en algunos personajes. Kang No-eul (Park Gyu-young), una desertora norcoreana que trabaja como infiltrada, ocupa bastante tiempo de pantalla. Su recorrido ofrece una mirada diferente, pero no siempre se justifica su presencia en términos narrativos. También se sigue de cerca a Jun-ho (Wi Ha-joon), quien explora las islas en busca de su hermano In-ho. Este último gana relevancia en la recta final, compartiendo protagonismo con Gi-hun.
Lo interesante es que In-ho (Lee Byung Hun) logra generar momentos más introspectivos y menos ruidosos, aportando algo de equilibrio a un relato que a veces se va por la vía del exceso. Estas líneas, sin embargo, compiten por atención con la trama central, lo cual fragmenta la tensión dramática. Y aunque algunas escenas funcionan por separado, el conjunto se resiente. Hay demasiadas cosas sucediendo al mismo tiempo y ninguna parece llevar el control de la historia con firmeza.

Lo más problemático es que la serie ya no logra equilibrar sus elementos como lo hacía antes. La crítica social, la tensión emocional, la acción y la desesperación moral convivían antes con eficacia. Ahora, en cambio, se sienten como partes sueltas. La tercera temporada, aunque cierra el ciclo narrativo, lo hace sin el impacto o la claridad que podrían haberse esperado de una serie que marcó un antes y un después en el género.
Sigue siendo visualmente poderosa y tiene momentos aislados que recuerdan su brillantez original, pero no alcanza a recuperar la cohesión que alguna vez tuvo. El público, eso sí, seguirá ahí, como sigue en todo fenómeno viral. Pero desde la mirada crítica, es evidente que algo se perdió en el camino. En el intento por expandir el mundo narrativo, se perdió parte de lo que hacía único al juego: su capacidad para incomodar mientras entretenía. Ahora entretiene, pero incomoda menos. Y en esta serie, eso hace una gran diferencia.
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