Lo que supo ser un universo narrativo sólido, con historias orientadas a personajes, que construían lentamente su propio lore independiente de los cómics, a base de aventuras individuales y ensamblajes épicos, se convirtió poco a poco en otra cosa. Seducido por una ambición desmedida y un hambre voraz de taquilla, el Universo (¿o Multiverso?) Cinematográfico de Marvel se fue transformando en una fiesta de fanservice, cameos caprichosos y resoluciones forzadas para tener a varios personajes populares en la misma escena y derrotar al malo de turno sin mayores consecuencias para la continuidad de la historia.
Al menos esta es la historia que parece contar en la pantalla grande la irregular Fase 4 del MCU (por sus siglas en inglés), ese gran plan narrativo sin precedentes en el cine moderno, que redefinió por completo el concepto de blockbuster y moldeó la industria a su imagen y semejanza. Un castillo de naipes cuidadosamente armado durante una década, que ahora corre el riesgo de derrumbarse bajo el peso de su propia ambición y cierto apuro injustificado.
Doctor Strange and the Multiverse of Madness (2022) -o MoM, por sus siglas originales- es casi el epítome de esta nueva metodología que construye sobre las expectativas de los fans, en lugar de hacerlo sobre la base de un universo bien consolidado a lo largo de años, con personajes conocidos y queridos por gran parte del público. Una película que no respeta su propia lógica interna y hasta parece contradictoria con propuestas anteriores, estrenadas a lo largo de esta etapa en la pantalla chica a través de las series de Disney+
Que las producciones de Marvel Studios para streaming iban a estar interconectadas con sus contrapartes en el cine era algo que se venía anticipando desde el comienzo de la Fase 4, luego de la conclusión de la Saga del Infinito con la derrota de Thanos. Que la pandemia modificó un poco esos planes, también era algo comprensible. Pero que el estudio insista en sacar tantos títulos casi sin respiro entre uno y otro, es algo que quizás les esté jugando más en contra que a favor a esta altura del partido.
La secuela de Doctor Strange (2016) es una película que funciona, más bien, como secuela directa de WandaVision (2021), la serie que tuvo a Wanda Maximoff (aka la Bruja Escarlata) como protagonista, atravesando un viaje de duelo, locura y redención. Un arco que se articulaba perfectamente con su final en Avengers: Endgame (2019) y que ponía al descubierto las fallas en las dinámicas de equipo de los Vengadores, un conflicto explorado desde su primera película como equipo allá por 2012 de la mano de Joss Whedon.
Por eso cuesta conciliar el hecho de que Wanda (Elizabeth Olsen), un ser poderosísimo a cargo de la tutela de los Avengers desde el minuto en que se unió al grupo, haya sido completamente abandonada por sus pares tras el blip y los sucesos de Westview en su propia serie. Sucesos que en esta nueva película son desestimados con una simple frase de Doctor Strange (Benedict Cumberbatch), solo para revelar segundos después que la amenaza es más real que nunca, convirtiéndose en el verdadero conflicto de esta película.
Es doloroso ver a Wanda atravesar el mismo arco de locura y desesperación, casi como si no hubiera aprendido nada de su traumática experiencia anterior y del sacrificio por el bien mayor que le requirió toda su fuerza de voluntad al final de WandaVision. Como si la derrota en Wakanda y la infinita sabiduría de Vision (Paul Bettany), su gran compañero, no hubieran tenido ningún impacto en su historia. Todo se reduce a la influencia maligna del Darkhold, convirtiendo a Wanda -un personaje muy interesante que tuvo la oportunidad de desarrollarse y explorar temas complejos en su propia serie- en una caricatura bidimensional de sí misma. Una villana sin matices.
En este sentido, el trabajo de Elizabeth Olsen para encarnarla es superlativo. A pesar de todas las debilidades del guion y de los maltratos que sufre su personaje, se carga al hombro la tarea de darle profundidad, de enfocarse en sus fortalezas y defender sus decisiones, al punto de convertirla en la protagonista absoluta de una película que recae casi por completo en su interpretación. Pero la propuesta es tramposa, ya que el público termina empatizando mucho más con su personaje de lo que debería, haciendo que la resolución apresurada del final sea doblemente insatisfactoria e inefectiva.
Lo que podría ser una crítica concienzuda de cómo Marvel ningunea a sus propios personajes femeninos, se convierte en un simple lampshading para dar carta blanca a la demonización de la mujer empoderada.
Una mujer que, además, está obsesionada con el rol de madre. El deseo convertido en obsesión, la falta de empatía hacia los deseos de otras mujeres (incluso de su propia versión alternativa), el despecho como motivación, el mote de bruja asociado a lo maligno, las torturas a las que se expone su cuerpo y su mente, y el sanguinario enfrentamiento con los otros personajes femeninos (que existen únicamente con ese propósito) caen en los lugares más comunes y retrógrados del entretenimiento de masas. Y dan para muchas más lecturas de las que podríamos hacer en una simple reseña de la película, pero no quería dejar de mencionarlo.
La Bruja Escarlata y el ex Hechicero Supremo
Desde el principio se le recuerda a la audiencia que Stephen Strange ya no es el Hechicero Supremo, puesto que recayó en Wong (Benedict Wong) a raíz del blip de Thanos. Un hecho que ya había quedado claro en Spider-Man: No Way Home (2021), otra película que tiene los Multiversos como eje central y que también podría ser considerada precuela directa de esta (aunque una sea de Sony y la otra de Disney). Sin embargo, nunca se termina de establecer hasta qué punto Doctor Strange está al tanto de su funcionamiento, qué consecuencias tuvo que pagar por la irresponsabilidad de sus actos ni cómo obtuvo los poderes que convoca de la Dimensión Oscura.
Esta falta de profundidad en los conflictos es justamente parte central del problema: no hay reglas bien establecidas. Y al no haber reglas, no hay riesgos ni consecuencias. La magia no está atada a las leyes naturales, sino que más bien juega a favor de las conveniencias del guion, al igual que el nivel de poder entre los distintos personajes y cómo interactúan entre ellos. Lo cual nos deja parados en un lugar casi infantil, en el que cualquier cosa que requiera la trama puede pasar, sin perjuicio de los personajes ni sus historias. Una solución conveniente y simplona, que no está a la altura de la sofisticación narrativa que supieron tener las anteriores entregas del MCU.
Por otro lado, el sello particular de su director Sam Raimi también aparece y desaparece de acuerdo a los requerimientos de una fórmula que no conjuga del todo bien con la visión del cineasta. Al menos no como en el caso de James Gunn o Taika Waititi, que se la apropiaron en películas como Guardians of the Galaxy (2014) o Thor: Ragnarok (2017). Con Raimi pasa algo parecido a lo que ocurrió con el sello autoral de Chloé Zhao en Eternals (2022), dando como resultado una mezcla heterogénea y poco orgánica entre estilos, en el que se sienten más los homenajes a su propio cine que alguna idea verdaderamente nueva y original.
A pesar de algunas tomas y movimientos de cámara muy inspirados, propios del cine de Raimi, nada más la separa de una película genérica de terror, excepto el diseño de personajes y una que otra composición surrealista, que quedan perdidas entre tantas ideas heterogéneas y CGI. Mención aparte merece la música de Danny Elfman, quizás el aspecto más imaginativo de esta entrega, aunque muchas veces choca con la intención de la escena que acompaña o, por el contrario, subraya por demás momentos que no logran sentirse orgánicos.
Súper cameos y nuevos personajes
La película se presenta a sí misma, desde su título hasta su campaña publicitaria, como una épica multiversal desatada a raíz de la locura de la Bruja Escarlata, sin embargo nada de eso está a la altura de las expectativas. Los universos que visitan nuestros protagonistas son apenas un par sospechosamente parecidos al 616 (el “nuestro”) y uno de ellos está habitado literalmente por un solo personaje: la variante del protagonista. Los otros universos que se proponen quedan apenas como algo anecdótico en medio del viaje de Doctor Strange y América Chávez (Xochitl Gomez). Al igual que los libros de Vishanti y Darkhold, que en teoría tienen un peso extraordinario en los sucesos de la trama.
Nunca termina de quedar del todo claro cómo el segundo influye en la psiquis y en los deseos de Wanda Maximoff, más allá de una línea de diálogo que funciona a modo de exposición de la información. Lo demás se deduce de una escena post-créditos que vimos hace ya casi un año al final de WandaVision y de la información externa que el espectador más atento pueda tener incorporada. Tampoco queda claro cómo se destruyen con tanta facilidad tanto éste como el de Vishanti, ni por qué Wanda (una Avenger, ni más ni menos) no lucha por liberarse de su influencia maligna.
Es una lástima ver a un personaje tan complejo y poderoso reducido a una bruja de cuento de hadas, de esas que se llevaban a los niños que se portaban mal. Así como también es una pena desaprovechar el camino que recorre América Chávez, un personaje completamente nuevo sin ninguna presentación previa en el MCU, a lo largo de toda la película para controlar sus poderes. La resolución aparece deus ex machina en el acto final, justo a tiempo para enfrentar a la Bruja Escarlata con el miedo de sus hijos y la pena de su versión alternativa. Una visión suficiente para volver a arrepentirse de todo y usar sus últimas fuerzas para destruir (otra vez) el Darkhold.
Es un desperdicio, también, que personajes tan anticipados durante años aparezcan de forma caprichosa solo para morir escenas después, sin hacer honor a sus características distintivas. Ni la inteligencia de Reed Richards (Jon Krasinski), la fuerza extraordinaria de Capitana Marvel (Lashana Lynch), la estrategia militar de Capitana Carter (Hailey Atwell) o la telepatía del Profesor Xavier (Patrick Stewart) son una amenaza para la invencible Bruja Escarlata, que controla el cuerpo de su versión alternativa desde otro universo. Ni que hablar de las participaciones de Christine Palmer (Rachel McAdams) o Mordo (Chiwetel Ejiofor), quienes cumplen el rol de accesorios del protagonista.
Por último, la aparición de Clea (Charlize Theron) en la escena de mid-credits, le resta peso a la secuencia del final, que rinde homenaje a una larga tradición de finales abiertos en el cine de terror y deja ver cuáles podrían ser las consecuencias de esta historia para el protagonista a futuro. Mientras que la escena post-créditos funciona solo para el nicho de seguidores de Sam Raimi, con la reaparición de Bruce Campbell (el mítico protagonista de su saga Evil Dead) en clave de alivio cómico. Al finalizar la película, queda una sensación de incompletitud, a pesar del apabullante ritmo de la narrativa y la cantidad de conceptos que se presentan, que quedan sin explorar en pos de vender entradas para la próxima película.
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