Anthony McCoy (interpretado por Yahya Abdul-Mateen II) es un prominente artista visual estancado en su trabajo, que encuentra inspiración en la carcasa de lo que alguna vez fue el barrio de Cabrini-Green. Inevitablemente atraído hacia la leyenda urbana de Candyman, musa inspiradora de sus nuevos trabajos, el nombre del siniestro personaje comenzará a resonar y a cobrarse víctimas.
Con una premisa similar en algunos puntos a la película de culto de Bernard Rose de 1992, el filme de Nia DaCosta no pretende jugar tanto con el misterio de si nuestro villano es una criatura sobrenatural o no como lo hizo la original. Un acierto, ya que revertir la idea de algo que hace décadas está establecido para el público habría resultado redundante. Por el contrario, el foco está en explorar aún más profundamente el mito y expandir su cosmovisión de manera prometedora.
Igualmente, es innegable que el peso de la historia cae en las críticas sociales que Rose hacía en la película original, en su momento guiando al público a través de los ojos de Helen, un personaje periférico a las problemáticas sociales que señalaba. Esta vez DaCosta cambia la perspectiva con la que se desarrolla la historia, desde un lugar claramente intimista, tanto desde la producción como en la experiencia de los personajes. Se apela a un público mucho más concientizado sobre el contexto social y ya no hay ningún tipo de sutileza al momento de representar la violencia racial como motor y corazón de la historia.
Respecto a la ejecución, uno de los puntos fuertes es sin duda las atmosferas que DaCosta logra, tomándose su tiempo para nutrir la tensión e incomodidad del ambiente. Haciendo uso magnífico de un elemento tan clave como es el espejo, el cual utiliza tanto como herramienta simbólica como narrativa, se da permiso para jugar con los encuadres de una forma creativa y por momentos refrescante.
Expandiéndose desde lo conceptual hasta la imagen en sí misma, sin duda los intereses artísticos de Anthony inspiran la búsqueda estilística de DaCosta. Tanto sus composiciones como sus paletas embellecen la fotografía, con elementos puntuales que parecen sacados directamente de una galería de arte (como la utilización de sombras chinas en ciertos montajes) y se vuelven recursos de ingeniosa efectividad.
En el terreno visual, la insinuación cobra poder por sobre la exposición. Una impecable edición de sonido enriquece la violencia en la pantalla en momentos donde el ojo esta privado de un imagen clara sobre lo que está sucediendo. Pero esto se vuelve un arma de doble filo, pasando de ser uno de los puntos fuertes de la película a convertirse por momentos en su debilidad. Hace ya años Spielberg y su tiburón nos han dado una clase magistral de cómo no mostrar al monstruo puede ser una decisión que engrandece. Candyman no parece encontrar el punto medio entre el suspenso y el gore explicito que necesita para subir la apuesta, en un acto final que resulta apresurado y un poco desordenado, pero que sin duda tiene grandes aciertos en las pinceladas finales de esta aterradora obra.
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