Uno de los puntos más sorprendentes de Bones and All (2022) de Luca Guadagnino es que, a pesar de tocar un tema transgresor, lo hace con elegancia. De hecho, toda la película flota en medio de una peculiar sofisticación, que recuerda, casi de manera inevitable, a una fantasía adolescente. Pero también, en la atmósfera de lo grotesco y una sombra que se desmenuza en medio de insinuaciones de una crudeza espeluznante. Aun así, Guadagnino resiste el impulso de ser gratuitamente provocador y violento. De modo que su atención se concentra en los silencios, los paisajes simbólicos y, por últimos, en diversos estratos de conciencia.
Por supuesto, hay violencia. La perenne sensación del dolor y el miedo se enlaza con lo brutal. Pero el amor es lo que importa en esta adaptación de la novela homónima de Camille DeAngelis publicada en el 2015, que conserva buena parte de su encanto grotesco y, en ocasiones, incómodo. El amor, incluso entre dos jovencísimos monstruos con apetitos inconfesables en una travesía mortal por la muerte — en el sentido más profundo del término — y el amor a la vida.
Podría parecer que la obra de Guadagnino está más interesada en sacudir un poco la conciencia colectiva a través de la idea sobre la importancia que se confiere al cuerpo. A la mutabilidad de la memoria e, incluso, la reflexión de un apetito descarnado, antiguo y primitivo que subyace en la idea del hombre como bestia. Pero el director es lo suficientemente eficaz y sofisticado, para enlazar todo el relato a través del deseo.
Uno que agobia — el de comer y ser consumido —, otro que consume. El amor, pleno, demandante y violento de la adolescencia. Entre ambas cosas, la película atraviesa espacios peligrosos. También, condiciones complicadas y preguntas irritantes sobre lo que la mente del hombre puede ser. En todo caso, en lo que somos, despojados de siglos de impulsos domesticados.
El Romeo y Julieta de la carne viva
Maren (Taylor Russell), es la encarnación del impulso devastador de comer, deconstruido y convertido en poder. Esta adolescente, de apenas 18 años, cuenta sobre su canibalismo con la misma densa convicción de un delirio elaborado y adulto. “La primera vez que lo hiciste, eras una niña”, explica su padre en la cinta que intenta despedirse de la historia que ambos compartían. “Un deseo puro”. Pero la adolescente, que conoce la grotesca necesidad que palpita en su interior, no tiene respuesta para lo desconocido. Los límites fronterizos de su mente y cuerpo.
Para el personaje, el apetito desborda la idea de la saciedad y se acerca, mucho más, a la necesidad voluptuosa de un erotismo atroz. Entre ambos puntos, Maren se mira a sí misma como una superviviente, un hilo que se conecta entre el bien y el mal, que se enlaza a mitad de ideas cada vez más elaboradas acerca del miedo. ¿Qué es la carne humana, sino una invitación?, se pregunta el film en un subtexto aterrador cada vez más solemne y profundo.
Por supuesto, el mal se analiza en Bones and All como una eventualidad. Un tropiezo en medio de una cadena de anhelos que incluyen el asesinato y la ira. Mucho más, cuando Maren se topa con Lee (Timothée Chalamet), un asesino despiadado con el que comparte apetitos inconfesables, deseos y sueños. Guadagnino tiene el suficiente buen instinto para no convertir a su película en un carnaval de horrores, sino profundizar en la perpetua concepción de la plenitud.
El voraz anhelo de la pareja — carnal, el hambre primigenia — se anuda en una singular versión sobre la pasión como último punto, en medio de un recorrido personal hacia el reconocimiento. Una desconcertante versión sobre el yo y la conexión con el mundo que el guion explora con sabiduría.
Los dolores del amor y la sangre derramada
A pesar de los sonidos que sugieren carne masticada y deglutida, Bones and All no está interesada en profundizar en la vulgarización de sus temas principales. De hecho, su dimensión sobre el horror está directamente emparentada con una transgresión violenta de la normalidad. Buena parte de los horrores ocurren fuera de la pantalla. Para el realizador, la idea esencial de su argumento no es escandalizar — podría hacerlo con facilidad — sino profundizar en un recorrido incómodo y bien construido acerca del hombre, como criatura salvaje.
Maren y Lee recorren las fronteras norteamericanas en el clásico road trip, aderezado de horrores inquietantes, convertidos en símbolos del desastre y una silenciosa caída a los infiernos. Los caníbales — que se consideran a sí mismos una raza aparte — tienen la visión monstruosa sobre el mundo que les rodea. El apetito les enlaza con cierta condición de un asombro frío y petulante.
Tanto uno como el otro, miran a sus víctimas como pequeños incidentes en medio de un drama mayor. Más allá de los apetitos que nacen del impulso de supervivencia, está la búsqueda de significado. Y en esta epopeya en que devorar al otro es la máxima condición de intimidad, la necesidad compartida, lo es todo, abarca el mundo entero.
¿Es Bones and All una película de horror, de amor, ambas cosas a la vez? No hay respuestas sencillas. Solo la elocuencia del chasquido de las mandíbulas al arrancar trozos de carne y los paisajes remotos de la vida humana, convertida en un emblema de lo imposible. “¿El amor es esto?”, pregunta Lee, con la cara oscurecida por las sombras y la violencia. “Quizás”, responde Maren con una sonrisa sangrienta. El diálogo que, quizás, resume mejor la película.
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