Cuando uno dice que una película es oscura, puede referirse a muchas cosas: temas, tonos y -en un sentido más literal- hasta la mismísima fotografía. La secuela de Black Panther es, comparada con las otras películas del Universo Cinematográfico de Marvel, la más adulta en sus temas, la más seria en su tono y la menos luminosa en cuanto a la estética que su director Ryan Coogler (el mismo de la primera) buscó junto a la directora de fotografía Autumn Durald Arkapaw (Teen Spirit y Loki). Por eso, cuando se adjetiva a Black Panther: Wakanda Forever (2022) como una película oscura para los estándares del MCU, es en el más amplio sentido de la palabra.
El dolor del duelo y la incapacidad de reconciliarse con la muerte es una de las ideas alrededor de las que orbita esta historia, protagonizada por Shuri (Letitia Wright), la hermana menor de T’Challa. La primera secuencia de la película ilustra la impotencia absoluta de la princesa de Wakanda, que con la tecnología más avanzada a su disposición y una inteligencia superlativa, no puede hacer nada para salvar a su hermano de su inevitable destino. A partir de entonces, el duelo de Shuri en pantalla será un reflejo para el proceso de todos los que sentían una conexión profunda con el trabajo de Chadwick Boseman y su legado.
A pesar de sus costumbres milenarias, sus rituales festivos y la creencia de que la muerte no es el final, sino un paso más y un reencuentro con los ancestros, Shuri no puede lidiar con el dolor de su pérdida. Totalmente desconectada de su pueblo y casi por completo desconectada de sus afectos, su única conexión será con la tecnología, la misma que no le permitió salvar a su hermano. No hay crisis de fe en Shuri porque su fe siempre estuvo puesta en otra parte, lo que hay es una falta de rumbo y de brújula moral, que es todo lo que representaba su hermano. La reina Ramonda (brillante Angela Bassett) hace un trabajo titánico por volver a conectarla con sus raíces y su deber, sin mucho éxito.
Solo un dolor aún más grande hará que Shuri sea capaz de contemplar las posibilidades de su posición única y decidir, desde ese lugar, el destino de la nación más poderosa y pacífica de la Tierra. Un poderío y una paz que -a su vez- resultan amenazados por la aparición de un enemigo misterioso y sumamente poderoso, que se ve forzado a revelarse a pesar de su deseo centenario de seguir oculto. La entrada de Namor (Tenoch Huerta) al lore marvelita en la pantalla no podría ser más oportuna, con el mutante (sí, es el primer mutante) aprovechando los resquicios del dolor para influir en el destino wakandiano con su propia lucha.
Una lucha que, en parte, resuena con aquella que librara Killmonger (Michael B. Jordan) por dentro y por fuera en la primera Black Panther (2018), entregando a uno de los mejores antagonistas del MCU. Uno cuya complejidad y fundamentos ideológicos permitían empatizar con su búsqueda, aunque sus métodos lo alejaban del camino del héroe que transitaba su primo T’Challa. El Namor de Tenoch Huerta está muy a la altura de ese legado, sin embargo no viene solo: lo acompaña todo un reino submarino y una nueva mitología de raíces latinas, que sobrecarga de información una película ya de por sí muy saturada.
La aparición de Riri Williams (Dominique Thorne) como IronHeart es otro de los aspectos que no pudieron dejarse de lado en pos de una narrativa más prolija, con el plan maestro de Kevin Feige pisándoles los talones para presentar a todos los nuevos personajes de la Fase 5, que ofician como sucesores de los Avengers originales. Sin embargo, el peso de su introducción se diluye entre tantos sucesos importantes aconteciendo al mismo tiempo entre namorianos y wakandianos. Sumadoademás a la reaparición de la magnífica Nakia (Lupita N’yongo), la inexplicable crisis de Okoye (Danae Gurira), las decisiones de M’Baku (Winston Duke), la intrascendente incorporación de Aneka (Michaela Coel) y las maquinaciones de Washington.
Marvel vuelve a caer en la trampa del exceso, potenciando todo lo que hizo grande a la primera Black Panther, pero a su vez aplastando todo con una sobrecarga de información -tanto narrativa como visual- que no termina de lucirse en ninguno de los dos aspectos y empasta el significado del homenaje, le resta peso a las revelaciones, desdibuja la grandiosidad del diseño de producción e incluso satura la increíble banda sonora, todos aspectos que separaban a su antecesora del montón.
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