Desde sus primeras escenas, no hay la menor duda que Babylon (2022) de Damien Chazelle reimagina a un Hollywood temible. Una criatura que acecha entre el brillo de la belleza, el champagne y el poder. Al menos, que es — otra — visión de la industria, convertida en monstruo que devora sin piedad a sus estrellas. Por supuesto, para el director, la percepción es complicada. Mucho más, cuando se enlaza con la idea de espectáculo total que se sostiene sobre la oscuridad.
Babylon se basa en el dilema de la decadencia, el dolor y la angustia existencial que se concibe como algo más elaborado y potente. Una versión sobre la capacidad del entretenimiento para reconstruir el mundo y sus formas, a través de símbolos.
Pero esta vez, Chazelle falla en profundizar en un concepto tan complejo. Quizás por exceso de ambición o porque es incapaz de narrar sin derrumbarse en analizar el mal como emblema. El mal, además, que es parte de los excesos, del sufrimiento misterioso. Nellie LaRoy (Margot Robbie) es quizás la encarnación de la incapacidad de Chazelle para contar una historia con varios niveles de profundidad.
La actriz brilla, con un encanto y un talento que recuerda a las grandes figuras de la época dorada de Hollywood. Que, sin duda, es la intención del director. La criatura fílmica de Chazelle es talento en estado puro. Nellie canta, baila, llora, ríe y por último, protagoniza su rápida caída a los infiernos de la avaricia, mientras la cámara contempla embelesada su rostro.
Sin disimular su intención de ponderar acerca del gozo oscuro de las tentaciones, el guion sigue la evolución de esta mujer que encarna a todas las starlettes de la meca del cine de la década de los años veinte, hasta sus últimas consecuencias. La película de Chazelle es oropel y brillo artificial, un melodrama doloroso — otro — sobre la industria cinematográfica, sus miserias y tinieblas.
Sin embargo, la película del autoproclamado rey del nuevo musical, carece de solidez. El argumento quiere mostrar el sufrimiento a través de Hollywood como un tirano violento que se enlaza a pasiones a medio sostener. Pero le falta elegancia, un grado de sofisticación a la altura de sus ambiciones. También, algo más: un guion que comprenda mejor a su estrella central.
Brillo, asombro y una premisa insatisfactoria
Otra vez, Margot Robbie es un personaje confuso en una historia escrita a su mayor gloria. Babylon desea explorar en aspectos distintos de Hollywood. Desde el mundo de los actores y actrices, hasta los malévolos productores. El film profundiza en la precariedad del estrellato.
De modo que Chazelle exige a su actriz ser un punto de poder. Sea lo que sea que eso signifique. Pero Robbie no logra sostener el proyecto sobre sus hombros. No porque su actuación no sea sólida o su carisma cegador, sino por algo más incómodo: Babylon depende casi en exceso de la intérprete como figura para triunfar. Sin otro aliciente como una historia apasionante o la capacidad para profundizar de forma apropiada en sus temas fundamentales. En lugar de eso, escogió una actriz que encarnara las virtudes y desventuras de su historia.
Babylon, con su reflejo de un Hollywood idealizado en su toda su tenebrosa seducción, es un espacio insular inimaginable para una época hipercomunicada. De modo que la historia se convierte en una épica rota. Por un lado, está la Industria que avanza, destrozando y consumiendo todo a su paso. Por el otro, la de las criaturas decadentes que intentan sobrevivir a su influencia. Entre ambas historias, hay un hilo conductor. La necesidad de una figura fulgurante, central, que se robe todas las miradas convierte a la película en un juego de pequeños eslabones rotos.
El guion decae a medida que la conocida historia de la fama violenta y voraz, se hace más angustiosa. Pero se trata de una sensación de urgencia vacía, blanda y sin ningún sentido del objetivo. ¿Qué atormenta en realidad a los personajes? ¿El miedo al fracaso, el tiempo que transcurre, la fama inalcanzable?
Como si se tratara de un símbolo de desenfreno, Babylon utiliza la música y el baile para empujar a la historia hasta lugares delirantes. Pero no logra, en realidad, que el film sea algo más que una sucesión de escenas exageradas, ejecutadas con pulso brillante, pero sin personalidad. La gran pregunta que deja a su paso es cuál es el sentido de la celebridad y la posteridad que Chazelle desea contar.
¿La de los misterios detrás de las cámaras, convertidos en un pacto de silencio extraordinario? ¿La de la maravilla que nace frente a las cámaras que es por completo falsa? No hay concepto claro en un film que se desfragmenta a pedazos, que se convierte en un anuncio hasta simplemente no ser otra cosa que piezas rotas de una historia inacabada y sin otro atractivo, que su confusa y frenética arbitrariedad.
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