Hay obras que son espejo, otras que son refugio, y unas pocas que se atreven a ser abismo. Este último caso es el de El brote, de la Compañía Criolla. Escrita y dirigida por Emiliano Dionisi, se instala en el abismo del teatro que se piensa a sí mismo, que se interroga sobre sus límites, que desnuda la incomodidad y se regodea en el vértigo de su propia contradicción.
Una obra de teatro sobre el teatro
El texto de Dionisi no busca complacer ni embellecer el oficio actoral: lo somete a examen.
¿Qué significa ser actor? ¿Dónde termina la persona y dónde comienza la criatura escénica que la habita? ¿Cuánto de cordura debe preservarse y cuánto de locura es indispensable para entregarse con autenticidad?
Su dramaturgia es filosa y, como actriz, me atrevo a decir que también es incómoda porque expone los riesgos de este oficio que se construye con la propia psique y el propio cuerpo como materia prima.

Es una obra de teatro para los que estudiamos teatro. Por supuesto que también se disfruta al no ser del palo, pero se pierden muchos gags y referencias de, por ejemplo, las obras completas de Shakespeare. Como nerd del teatro, me encontré recitando los diálogos de Segismundo, de La tempestad, y de otras obras clásicas. Y no fui la única, detrás mío una mujer susurraba al oído de su acompañante los mismos textos que yo susurraba a mi compañero.
Dionisi, como dramaturgo, logra un equilibrio delicado: su guion se sumerge en temas que el teatro suele evitar —la despersonalización, la obsesión, el peligro de perderse en la pasión, la injusticia de la elección de roles, lo dormido que están los actores— sin caer en el efectismo.
Su escritura es un bisturí: corta, expone, muestra la herida, y obliga al espectador a mirar. Y en esa herida también se revela el amor profundo por el teatro, un amor tan incondicional como dañino, capaz de devorarlo todo.

¿Me aterraron los momentos crudos sobre nuestra profesión? Sí.
¿Me encantó la obra? Definitivamente.
La actuación sublime
En el centro de este dispositivo aparece Roberto Peloni: su trabajo es de una brutalidad conmovedora.
Peloni se convierte en médium, en un intérprete que atraviesa la línea que separa lo representado de lo vivido. Cada gesto suyo parece escrito en el borde del colapso, y, sin embargo, nunca pierde la precisión: una cuerda floja en la que equilibra entrega absoluta y control técnico. Su actuación es un recordatorio de que el teatro es un ritual en el que el sacrificio del actor se vuelve metáfora de todos nosotros.

Lo esencial sucede en la tensión entre dramaturgo y actor: Dionisi escribe la pregunta, Peloni la encarna con su cuerpo, y el público recibe la descarga eléctrica. El resultado es una experiencia teatral que incomoda y fascina a partes iguales, recordándonos que el escenario no es un lugar seguro: es un campo de batalla donde se dirime, cada noche, la fragilidad de lo humano.
No culpa al público, sino al teatro
En un panorama donde gran parte de la cartelera porteña se sostiene en fórmulas seguras, El brote aparece como una obra que sacude los discursos marketineros y de consumo tiktoqueros. Se atreve a hablar de lo indecible, nos grita en la cara todos nuestros defectos tanto como consumidores de arte, como siendo artistas.
El brote incomoda, fascina y sacude. Y en esa incomodidad está, precisamente, la prueba de que el teatro sigue vivo.
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